Silvio y yo

En mis ene años palabreando, tienen antes ustedes el texto más extenso que hasta ahora he escrito. Al final del primer bloque de palabras encontrarán un salto de página para continuar en la siguiente -estando el texto compuesto por cuatro en total- acompañadas cada una por una alegre viñeta autoría de Ana Caballero (@LaAnadelNorte), a quien agradezco enormidades su colaboración.
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Mi primera vez

Conocí a Silvio Rodríguez y su música la tarde del Sábado Santo de 1996, contando con 16 años de edad. Aquella Semana Santa por segunda ocasión me había aventurado en compañía de otros amigos a viajar hasta la Sierra Mixe en el norte de Oaxaca, para mayor precisión a la localidad de Santo Domingo Tepuxtepec y rancherías aledañas, a poco más de una hora de camino en camioneta de San Pedro y San Pablo Ayutla, sede de la casa obispal de la región.

Habiendo regresado un día antes de la estancia por una semana en Loma Bonita, una de las rancherías más distantes de Tepux -manera cariñosa para referirse a la localidad arriba mencionada- y en la que poco faltaba para ver por las mañanas cruzar las nubes, me reencontré de nuevo con el resto de los integrantes de la delegación regiomontana (alrededor de 15 personas), y nos dispusimos a animar en compañía de los catequistas de la zona las celebraciones católicas alusivas a las fecha.

Como «refuerzo» para dichos eventos, capitaneados por el joven Padre Federico, contaríamos con la colaboración de Héctor El Loco, muchacho de alrededor de 25 años, tez blanca, cabellera larga, estatura mediana, en ese entonces delgado por la chinga que tenía metiéndose desde agosto del año pasado al animarse a participar durante 10 meses en la experiencia de voluntariado salesiano en aquella prelatura (tecnicismo para denominar una juridicción eclesiástica), desempeñando una variedad de actividades, desde impartir catecismo hasta ‘choferear’ cuando así se requería, entre los serpenteantes y angostos caminos -en aquel entonces aún sin pavimentar- de la región mixe, una de las etnias más valpuleadas económicamente del país, y reconocida en muchas latitudes del planeta por su virtuosismo musical que ha sido semillero de grandes talentos anónimos que integran numerosas bandas y sinfónicas en donde menos se pueda imaginar.

Me resulta necesario mencionar al Loco pues fue entre las pertenencias con las que él contaba en una pequeña habitación en la parte posterior del templo de Tepux donde me encontré con una cassetera (con capacidad también para grabar) y varios cassetes -dispositivo de almacenamiento aún en boga por aquellos años- con el rotulo en ellos de TROVA – CANTO NUEVO, los cuales fueron un enigmático descubrimiento para mí, y en uno de esos momentos de dispersión poco antes de que se convocara a los feligreses para iniciar la celebración del Sábado de Gloria me dispuse a escucharlos en compañía de Pepe, un poco más instruido en la materia por influencia de su cuñado Miguel, aficionado desde años mozos a la música del trovador.

18 años después recuerdo como si fuera este instante los agudos y melancólicos acordes que anteceden a la contundente sentencia: Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan para que no las puedas convertir en cristal. Ojalá esto, ojalá lo otro, ojalá chingues a tu madre fue acaso lo que omitió el compositor impedido por maldecir a letra abierta a quien amó con tal intensidad y por quien sufría a tal grado de desear no poder tocarla ni en canciones, lo cual -obvio- le resultó imposible. Fue tanto el impacto provocado por la pieza que me vi en necesidad de rebobinar la cinta más de un par de ocasiones para volver a escucharla y mimetizarme en ella, que si bien hasta entonces poco curtido estaba en vivencias afectivas, me resultaba imposible no empatizar con el dolor y la nostalgia transmitida por aquel desconocido en su clamor, al punto de reclamar la presencia de la muerte. Es probable -no me atrevo a aseverarlo- que Pepe me haya comentado que el destinatario de dicha canción no era una musa perdida sino John F. Kennedy, una de las leyendas urbanas acuñadas alrededor de Ojalá y que el mismo Silvio ha desmentido, siendo Emilia –uno de sus más profundos amores y desamores- la musa inspiradora.

Tan absorto estaba en el proceso de reproducir-rebobinar-reproducir que en una de esas por equivocación presioné junto al botón de PLAY el de REC, percatándome varios segundos después al no escuchar canción alguna salir de la pequeña bocina del aparato. Al respecto sólo puedo mencionar que Héctor tuvo que escuchar el resto de su estancia por tierra mixe la mencionada canción con una poco ortodoxa introducción conformada por cuchicheos y ruido ambiental (mea culpa).

Recuerdo una conversación con Pepe al día siguiente (Domingo de Resurrección), en un pequeño paseo por las instalaciones del mercado del centro de Oaxaca capital donde pudimos degustar sabrosa nieve de mezcal, en la cual me enteraba de la existencia de un programa radiofónico transmitido una vez por semana -los miércoles- por Radio Nuevo León: Poemas, canciones y canto nuevo, conducido de tan amena manera por Gregorio Bernal y, dato anecdótico, sigue transmitiéndose. Recuerdo el ansia con la que esperé el día y la hora señaladas y grabadora en mano, disponerme a arrebatarle a las ondas radiales algunas canciones para consumo propio de tan reciente y novedoso género musical descubierto. De aquella primera noche de programa grabado me queda en la memoria haber escuchado Te doy una canción, a la que poco bastó para convertirse en mi gran favorita de entre todo el repertorio del trovador, que desde el primer verso me amarra, transforma y vuelvo mía (o me vuelve suyo muy posiblemente), y Llovizna de Fernando Delgadillo. Sí, la aprendí-querí antes incluso que Ten miedo de mí.

En cuanto tuve oportunidad y aprovechando la semana de vacaciones que se concede después de Semana Santa me apersoné en el paseo peatonal Morelos en el centro de mi ciudad y visité la discoteca Sahari’s. Entré y justo al comenzar mi inspección, pasando el área de pago y en la pared derecha del local me encontré con el paraíso en forma de CD’s: Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Amaury Pérez, Luis Eduardo Aute, Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Fernando Delgadillo, Mexicanto… Canciones urgentes (álbum recopilatorio lanzado en 2001) y Mano a Mano (concierto de Silvio y Aute en Las Ventas, 1993) fueron mis primeras adquisiciones. Para la anécdota, recuerdo haber regalado al Padre Federico el segundo disco (el mío, no comprado exprofeso) tres meses después, el último día que estuvo en la ciudad antes de prepararse para su viaje a Roma a cursar una licenciatura en Pastoral Juvenil, simbólica manera de externarle mi gratitud por lo vivido y aprendido, pues también estamos en las canciones que nos gustan y nos han marcado, como tantas de Silvio en mi vida hasta hoy día.

NOTA ACLARATORIA

Lo contado con anterioridad es la versión romántica de la primera vez que escuché una canción de Silvio. Más haciendo justicia a la verdad, debo confesar que no es del todo cierto. En realidad, la primera ocasión que mis oídos escucharon una canción del trovador cubano habrá sido una tarde de octubre o noviembre de 1994 en casa de Javier, un compañero de la preparatoria, mayor que el resto de los compañeros del grupo, y con el que Carlos y yo hicimos buena amistad y visitábamos ocasionalmente, pues vivía con sus padres a unas cuantas calle de la escuela. Estando en su habitación y en uno de sus habituales debrayes reflexivos que solíamos concluir con un «¡Ta’bueno Javier!», de entre su colección de vinilos tomó uno de ellos, retiró del empaque protector, y colocó sobre la tornamesa de su estereo –so oldie– para en el inter del proceso comentarnos que íbamos a escuchar una de sus canciones favoritas, y prestáramos mucha atención a la letra. La canción en cuestión: Rabo de nube, su interpreté y compositor: Silvio Rodríguez (1977). Aquella tarde fue nula  mi atención que quedó cautivada; dicho de manera más elegante, no era mi tiempo aún. Javier, por cierto, fue profesor de Miguel (cuñado de Pepe) y por él conocí al naciente grupo misionero al que me incorporé en enero de 1995.

Victor Esparza02

Mujeres-algo, mujeres-todo

Mujeres-poema,
con la métrica escondida
en su silueta,
que cuando te llegan al corazón
jamás las olvidas.

Mujeres-canción,
armoniosas y divertidas,
que las quieres estar tarareando
todo el día y te sorprendes haciéndolo
al menor descuido.

Mujeres-libro,
sorpresivas y cultas,
que te enamoras
con tan sólo
las primeras hojeadas.

Mujeres-teatro,
enérgicas y expresivas,
que llenan tu escenario
con su intensidad y te descubren
un nuevo sentido de la vida.

Mujeres-árbol,
refrescantes en verano
y cálidas en invierno,
que basta tenerlas cerca
para contagiarse de su fortaleza.

Mujeres-musa,
escondidas tras una sonrisa,
que te provocan luchar,
crear, soñar, alcanzar
horizontes que jamás imaginaste.

(Febrero 14, 2014)

Comenzando a escribir

Una inmensa cantidad de libros que tenían meses acumulándose adornaban su escritorio. Y si bien se había hecho el propósito de leer uno por semana, cada fin de mes salía ávido a explorar las librerías de viejo en busca de joyas literarias que por azares del destino terminaban ahí a la espera de un alma lectora que las librara de aquel limbo literario, así que la cantidad no dejaba de aumentar. Entre las obras que había rescatado -y conseguido, cabe decir, a un ridículo precio- se encontraban las primeras ediciones de «El laberinto de la soledad» de Octavio Paz (1950) y «Morirás lejos» de José Emilio Pacheco (1967), que se volvieron de inmediato valiosos tesoros que mantenía ordenados de manera escrupulosa en una repisa colocada encima de la cabecera de su cama. Otros libros que aparecían en tan selecta colección era una edición conmemorativa de «Rayuela» publicada en Argentina en 1983 con motivo del 20 aniversario de su aparición, y las obras completas de Mario Benedetti, su escritor favorito, en una edición publicada en 2009, año de su muerte. No podía faltar tampoco la primera novela que leyó a los nueve años, encontrada entre los libros que tenía su padre: «El tesoro de la Sierra Madre», de B. Traven, emocionándose desde entonces con las aventuras que podían vivirse a través de las letras de otros, y pesando, por qué no, emocionar a muchos algún día con las suyas.

Y la fecha había llegado. Sabía que no podía -y tampoco lo quería- pasarse leyendo eternamente, por mucho que le emocionaba. Además de la motivación directa para escribir provocada tras cada libro que devoraba, había también ya leído suficientes invitaciones al respecto: «Mientras escribo» de Stephen King, «Cartas a un joven novelista» de Mario Vargas Llosa, «Sobre la creación literaria» de Gustave Flaubert, «Zen en el arte de escribir» de Ray Bradbury, «Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores» de Antón Chèjov, y tantos más, de los que había extraído recomendaciones que le dieron para llenar un par de libretas que cada ocasión que se entusiasma por comenzar a escribir le daba por repasar, teniendo incluso algunos de ellos ya aprendidos de memoria.

Entonces, ¿qué era lo que le detenía? Algunas ocasiones le abrumaba no contar con algo impactante qué contar, considerando su vida lo suficientemente aburrida como para desprender de ella alguna historia digna de ser conservada en palabras. Repasaba en su infancia y adolescencia en búsqueda de esa anécdota picaresca que aderezada con unos cuantos detalles pudiera servir como base para algunos cuentos o novelas breves como tan bien le brotaban a tantos escritores de su admiración. Lo más atrevido que le había sucedido en secundaria fue escaparse unos minutos antes de la hora de que comenzaran las clases en compañía de un compañero hasta la casa de éste para ir por un balón con el cual jugar fútbol durante la hora de educación física, volviendo de dicha ‘hazaña’ una hora y media después de la entrada. Debido a sus buenos antecedentes de conducta, mientras el compañero se llevó el primer reporte del año escolar, él sólo había recibido una ligera amonestación de parte de su maestra de planta y la advertencia: «No te andes dejando influir por los demás». ¿Qué de emocionante podía tener aquello como para ser narrado con mayor soltura?

Otras veces era un sentimiento de agobio el que le impedía hilar más de cinco palabras continuas para dar comienzo a alguna vaga idea que le estuviera rondando toda la tarde en la cabeza. La sensación de impotencia ante aquello desconocido y el reto que una hoja en blanco representa en todo momento, con la altivez silenciosa que guarda ante el novato que en su inconsciencia espera desahogar sus inquietudes literarias en ella. Luego de un par de horas el bote de basura se volvía testigo de sus inocuos intentos, atiborrándose de bolitas de papel que representaban su fracaso. Antes de llegar a la desesperación abortaba su misión y se recostaba sobre su cama cuan largo era para encontrar en el descanso y los sueños la recompensa infructuosamente buscada minutos antes.

Esa noche estaba decidido a no dejarse vencer. Acompañado de una taza de café descombró el espacio suficiente en su área de trabajo para, después de sumirse sobre la Henry Miller que había recibido como regalo un par de años atrás por parte de uno de sus tíos, disponerse con la mayor de las devociones a dar inicio, una vez más, a la inquietante danza entre sus ideas, las palabras, el bolígrafo y una hoja en blanco, y empuñando su mano derecha sobre ella, comenzó a escribir:

«Una inmensa cantidad de libros que tenían meses acumulándose adornaban su escritorio…».

El Jarrón Chino

«Te recomiendo entrar por la última calle; si te pasas puedes regresarte en la avenida principal». Fueron las últimas palabras que escuché de Mark, en esa llamada que hice para avisarle que me dirigía a su casa a recoger el valioso jarrón de porcelana chino que había encontrado en casa de su abuela, muerta recientemente, que por fin y después de dos años de insistencia se había animado a venderme.

Pero parece que alguien más estaba interesado en tenerlo. No necesité de mucho para darme cuenta que algo no andaba bien cuando aprecié quebrada la ventana frontal de su casa. En el intento por no dejar que robaran su costosa pertenencia seguramente forcejeó con el ladrón, que no tuvo más remedio que empujarlo contra la ventana para deshacerse de él, corriendo con la mala fortuna de encajarse una forja de hierro que servía de fatídico adorno.

Curiosamente la cerradura de la puerta no estaba forzada, lo que me hizo pensar que fue alguien allegado o al menos conocido por Mark quien había cometido semejante ultraje. No habían pasado ni 15 minutos desde que terminamos la llamada telefónica, por lo que incluso era posible que el ladrón estuviera con él en la habitación y se enteró de sus planes de venderme el jarrón por la cantidad de 50,000 dólares, que mantenía con celo en un compartimento secreto de mi auto.

Pero entonces al perpetrador no le interesaba el dinero, pues habría aprovechado el momento en que se lo entregara para liquidarlo. ¿Acaso el jarrón valía más de lo que consideraba pagar por él? Mis contactos en el mercado negro me indicaron el costo de la pieza en no mayor a los 70,000 dólares, por lo que adquirirlo en 20,000 menos de su posible valor despertó más mi interés por adquirirlo para enriquecer mi excéntrica colección. Si bien con la incómoda sensación de haber perdido tan codiciado objeto, lo que ahora ocupaba mi atención era limpiar las huellas digitales que había dejado en la manija de la puerta al entrar, y alejarme del lugar para luego llamar a la policía y enterarlos de mi descubrimiento.

Estaba por abandonar el lugar cuando un reluciente brillo que atravesó la habitación principal me hizo voltear hacia la parte posterior de la casa, para encontrarme cruzando la mirada con la de una anciana que, sigilosa y agazapada tras un sofá, abrazaba con toda la fragilidad de su existencia el preciado jarrón. Me acerqué con la mayor de las cautelas, esperando que mi atrevimiento no le hiciera levantarse súbitamente y con ello soltar por los aires el tesoro que llevaba entre sus brazos. Después de los primeros pasos me percaté que no era muy aguzada de vista pues no se manifestaba indicio alguno de haberse percatado de mi presencia.

Ya más cerca comencé a percibir un ligero murmullo navegando entre el silencio sepulcral de la habitación. «¿Por qué lo querías vender, hijo, por qué?», palabras que salían repentina y repetidamente de la boca de la anciana y que me bañaban de escalofríos tras cada pronunciación. Regresé mis pasos con sigilo y después de salir del sitio me prometí jamás hablar de lo que pasó, hasta hoy.

*Publicado en Escrito Semanal Semana 38 2013*

No olvidemos que no se olvida

De mi padre adquirí el hábito por la lectura de noticias y el interés por la historia. Como tantos «contemporáneos», crecí teniendo en casa la edición diaria de El Norte (periódico de mayor circulación en mi ciudad), y -coincidirán algunos conmigo- por muchos años nuestra sección favorita era la Deportiva por incluir en ella una página entera dedicada a caricaturas (Educando a Papá, Lorenzo y Pepita, Nunca falta alguien así…), que los domingos se transformaba en un folleto independiente y a colores, lo primero que expropiaba del periódico viendo Chabelo y a punto de almorzar tacos de barbacoa para completar el cliché de escena dominical matutina en buena parte de las familias regiomontanas.

Ello nunca menguó la curiosidad innata por seguir durante el día ‘trasteando’ el resto de las secciones, en particular la Internacional (sección principal), que recorría página con página con detenimiento en cuanto el señor de la casa acababa con su lectura. Desde mi infancia resultó el material de documentación perfecto para enterarme de la situación política y económica del mundo al que había llegado, aún polarizado en las postrimerías de la Guerra Fría y con Miguel de la Madrid al frente de la presidencia de este país. Agotada dicha sección seguía mi recorrido por la Nacional, la Local y la Deportiva (necesario hacerlo en ese orden para alimentar el incipiente TOC), completando un panorama si no absoluto sí lo mayormente completo (para los recursos informativos de la época) de lo que se cocía en los diversas esferas que componían un planeta en los umbrales de la globalización.

Como referencia, pasan los años y sigue en mi mente una fotografía incluida en la sección Local, quizás de mediados de julio del ’85, posterior a las elecciones estatales celebradas ese año, de una pinta que apareció en la Macroplaza con la frase: JORGE TE PIÑO, juego de palabras utilizando el nombre del recién triunfador a la gubernatura por el PRI, Jorge Treviño, quien venció -se mantiene la tesis que amañadamente- al candidato panista Fernando Canales (y posterior gobernador abandonante de su puesto por ocupar la Secretaría de Energía con Fox).

Tres años después recuerdo que tanto televisión como periódico se volvieron los medios por los que seguí el agitado pulso que llevó el país con motivo de las elecciones presidenciales y los caudillismos de Manuel J. Clouthier y Cuauhtémoc Cárdenas, opuestos pero representativos de las aspiraciones de derecha e izquierda para sacar al PRI de Los Pinos (oh vanas ilusiones), con su ya conocido y penoso desenlace.

Fue precisamente ese 1988, el primer domingo de octubre, que en la sección Nacional apareció un reportaje detallando y conmemorando los acontecimientos sucedidos 20 años antes, originados por la violenta represión a una manifestación estudiantil en fechas previas a la inauguración de los Juegos Olímpicos. Fotografías en blanco y negro acompañando el texto confirmaban lo narrado: soldados atrincherados y con fusil en mano, tanquetas atravesando la Plaza de las Tres culturas, jóvenes huyendo con desesperación, unos sometidos por las autoridades y sufriendo vejaciones, otros ya abatidos por las balas tanto de militares como de francotiradores detectados en los edificios aledaños, pilas de zapatos y más pertenencias abandonadas como testimonial de la tragedia acontecida…

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Enterarme de tal ignominia golpeó mi entonces en formación conciencia social, cimbrada hacía pocos meses ante el robo de la elección presidencial a Cárdenas y su PFCRN. La misma maquiavélica maquinaria que bajó el switch para que se cayera el sistema 20 años antes no se tentó el corazón para pasar por encima de una multitud de jóvenes que contagiados por el ambiente contestatario también surgido en otras latitudes del planeta [más info] salieron aquella tarde de sus hogares y escuelas para desde distintos puntos del Distrito Federal y agrupados bajo diferentes coaliciones, volver las calles por las que transitaban ríos humanos que el 2 de octubre convergieron en tan icónico espacio, sin imaginar jamás que muchos de ellos no regresarían jamás.

45 años después puede haber una infinidad de motivos para ignorar, minimizar o trivializar la fecha. Otros tantos eventos, quizás más crueles por su naturaleza o duración nos han azotado. Miles de asesinados inocentes que se suman a las estadísticas de un país que no encuentra sosiego ni la conducción adecuada por sus dirigentes. Brotes espontáneos y poco fructíferos de rebelión para poner un ALTO a los ultrajes sufridos desde entonces por parte del gobierno e instituciones en teoría al servicio de la población pero que se vuelven sus verdugos, en ocasiones con una alevosía que hacer hervir la sangre, como lo sucedido con Alberto Patishtán y cientos de casos más a lo largo y ancho de este herido país que tiene la más importante y representativa plaza pública nacional tomada por el gobierno para contener su empleo como foro de expresión de las injusticias del régimen.

Expresa Marx en uno de sus tantos escritos: «Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez, como farsa». Y la manera en la que se están desenvolviendo las cosas en nuestro país nos remite dolorosamente a la confirmación de su sentencia. Por encima de maquinaciones conspiranóicas, a quienes les resulta conveniente [póngales usted nombre] han realizado de magistral manera su tarea de disipar cualquier principio de cohesión nacional que forje una conciencia social que permita a este país salir del letargo al que se le ha inducido. Con angustia se vislumbra el empujón que hace el gobierno hacia el precipicio al más preciado recurso natural y unas manos ambiciosas esperando el botín, metáfora de lo que se ha venido haciendo los últimos 25 años con el patrimonio nacional.

Sin embargo, en cada padre de familia que sale a ganarse el pan para los suyos, en cada madre que madruga para preparar el lonche y alistar a los hijos para mandarlos a la escuela, en cada hijo que estudia y trabaja para ayudar con los gastos del hogar, en cada muestra desinteresada de solidaridad que ante toda tragedia la nación entera vuelca sobre lo más necesitados, en cada jaculatoria de ánimo que pronunciamos cuando nos vemos apesumbrados, en cada acción en beneficio propio y de los que nos rodean, estamos construyendo un mejor futuro para los nuestros y los que vienen, en espera del chispazo que nos haga converger en un mismo propósito, eso que algunos llamamos utópicamente revolución.

Hoy, 2 de octubre del 2013, la lucha sigue.

Pd: ¡Ah qué bonita es la lucha con una chingada!

(Sahori)