Presentimiento

Aquel día la madre despertó a la hora acostumbrada, pero una sensación incómoda, parecida a la sentida cuando se recibe una mala noticia, se atravesó en su pecho. Poniéndose de pie y afrontando el ligero dolor se dispuso a comenzar sus actividades cotidianas. A 1,000 kilómetros de distancia su hijo mayor estaba por salir de viaje, y algunos días después se encontraría toda la familia disfrutando de unas cómodas vacaciones antes del inicio del ciclo escolar.

Pasadas las 4 de la tarde, una vecina de la madre acudió a su casa para llevarla a una reunión de la asociación regional de diabéticos, padecimiento que la achacaba desde hacía un año y que después de la etapa de crisis inicial estaba apenas comenzando a sobrellevar. Revisó, como era su costumbre, las mechas de la estufa para cerciorarse estuvieran apagadas, así como los focos de todas las habitaciones del hogar y la puerta trasera. Sin embargo, de nuevo una sensación extraña no le permitía sentirse a gusto, al grado de pasarle por su cabeza el no acudir a la reunión a la que estaba siendo invitada. «Qué tonterías», pensó, y echando cerrojo sobre la puerta principal de su casa se dispuso a salir acompañada de la vecina y dirigiéndose al coche de ésta para partir rumbo al centro de la ciudad.

Al terminar la reunión se les ofreció a los asistentes un pequeño refrigerio con el fin de compartir sus experiencias de manera más informal y generar entre ellos vínculos de empatía, pero la madre de nuevo sentía su pulso inquieto y la sensación de zozobra que durante el día le había acompañado se apoderó nuevamente de ella. Acercándose a la vecina la convidó a regresar lo más pronto posible a sus casas, lo que le fue respondido afirmativamente, y a los pocos minutos se encontraban ambas de regreso, lidiando con el tráfico habitual que se dejaba sentir todas las tardes en las avenidas de Monterrey. Tardaron poco más de media hora en el regreso y agradecida, la madre se despidió de su vecina para ingresar al hogar.

No habían transcurrido 10 minutos, poco antes de las 7 de la noche, cuando el teléfono sonó. La madre, como si lo hubiese esperado, se acercó a él con determinación, y sin poder evitar que le temblara un poco la mano, contestó. Del otro lado de la línea escuchaba una voz que no le resultaba tan familiar pero había ya oído en alguna ocasión, la de un amigo cercano de su hijo y que también viajaría con él esa mañana.

— Buenas noches, ¿es usted la mamá de Víctor?

— Así es, ¿qué se le ofrece?

— Le llamo de Salamanca, señora, soy amigo de su hijo. Esta mañana tuvimos un accidente en la carretera, él está bien pero se encuentra hospitalizado.

Un frío seco recorrió toda la piel de la madre y la sensación de incomodidad que la acompañó a lo largo del día se transformó en una dolorosa punzada en el corazón que se incrementaba en cada palabra que escuchó del otro lado de la línea. La voz parecía escondérsele en lo profundo de su garganta, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió exclamar:

— Si lo tienen hospitalizado, ¿cómo me dice usted que está bien? ¿En qué hospital lo tienen?

— Estuvo todo el día en la Cruz Roja, pero necesita mejor atención médica y están a punto de trasladarlo a León. Le pedimos que se trasladen para allá, lo internaremos en el hospital Aranda de la Parra, a dos cuadras de la plaza principal.

— ¿Usted va estar con él, no me lo va dejar solo?

— Pierda cuidado de eso, señora. Hemos estado con él todo el día, y seguiremos así hasta que ustedes lo vean, si puede salir esta misma noche es mejor.

La madre esbozó con dificultad un breve comentario de despedida; su mente estaba ya ocupada en localizar a su esposo y salir lo más inmediatamente posible rumbo a León, al encuentro con su hijo. Como si de una película se tratara, le pasaban por la cabeza confusas imágenes de muchos momentos con él, incluso desde su embarazo. No le asustaba cómo encontrarlo, sino el temor a no encontrarlo vivo, y la sorpresa de que una madre pueda presentir cuando uno de sus hijos está en peligro.

Ir al cine solo, ¡claro que sí!

Hay un tema sobre el que se habla más de lo que se escribe, y haciéndole justicia, le dedico las siguientes palabras escritas: acudir al cine solo.

La frase, por sí misma, resulta ambigua, pues valdría acotarla al proceso de trasladarse sin compañía a una sala cinematográfica y presenciar la película en cuestión sin acompañamiento específico, si bien en el recinto se contará, para beneplácito o no, de la presencia de otros congéneres, también solos o acompañados, que han acudido con el mismo -u otros, cabe tenerlo presente- propósito que usted. Se vuelve entonces cada sala de cine un templo en el cual se permanece durante la liturgia cinéfila, y en el que se rinde culto de manera tácita y silenciosa, más no por ella ausente de ocasionales risas, murmullos, gritos e incluso llanto, a lo que pasa frente a nuestros ojos por 90, 120 o más minutos. Basta recordar Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) para confirmarlo, o a modo de ejemplo más reciente, la inquietante primera escena de Holy Motors (Leos Carax, 2012). Agregando un poco de teoría, señala Humberto Macías en su tesis sobre Krzystof Kieslowski que «…el espectador de cine, por lo regular, asiste deliberadamente y con ánimo preparado para experimentar una historia», lo cual se vuelve el común denominador de cada uno de los ocupantes de una butaca.

Ahora bien, ¿por qué pareciera rondan respecto al «acudir al cine solo» un conjunto de estigmas que demeritan tal situación? En primer lugar se me ocurre pensar que es una mentalidad muy «latinoamericana», en cuanto somos entre los grupos demográficos del ‘mundo occidental’ quienes más nos distinguimos por un espíritu de camadería, compañerismo, aún no contagiado de individualismo y aislamiento. Por tanto, el acudir al cine solo se traduce popularmente hablando en una incapacidad para socializar, en la expresión máxima de forever-alonismo y lo más cercano a la miseria social. Lo anterior, reforzado por la concepción del cine como una actividad lúdica, de entretenimiento, y como tal ameritable a ser ejercitada en compañía, cual si de un juego de dominó se tratara. Me extiendo ahora hacia otro aspecto que amerita ser mencionado. El cine, para buena parte de los habitantes sobre la Tierra, está arraigado a profundas y -en su mayoría- agradables experiencias emocionales que lo vinculan a disfrutarse en compañía de nuestros seres queridos. Responda las siguientes preguntas: ¿Con quiénes entramos por vez primera en una sala de cine? ¿Qué lugar se volvía el preferido por muchos aquellas tardes en las que salía temprano (o se volaba clases) de la preparatoria? ¿Cuál es uno de los refugios por excelencia para gozar de un momento de intimidad con la pareja? Advertirá que planear una ida al cine inconsciente e impulsivamente emana la necesidad de vivirse en circunstancias similares a las recordadas con cariñosa nostalgia.

Pero entonces, ¿qué atributos podemos enumerar a favor de acudir solos al cine? Desde luego, por encima de la muy evidente salubridad económica. Con el aumento de las tarifas (oscilando entre 40 y hasta 80 pesos) y el nada módico precio de los combos, diseñados para gastar al menos de 100 pesos en adelante, acudir con la pareja o pagafanteando termina siendo un asalto consensuado. En motivos más trascendentes, señalo en primer lugar que el cine, considerado por meritos propios entre las sietes bellas artes, es una vivencia artística que el espectador experimenta de manera individual, como lo hace al contemplar una pintura o una escultura, si bien durante un mayor período de tiempo. Puede resultar trivial hacer tal puntualización, pero pareciera que en la praxis es un detalle poco tomado en cuenta y olvidado al momento que asalta la incertidumbre ante la posibilidad (para muchos sincera amenaza) de imaginarse «solo» delante de una pantalla disfrutando de una película. Cabe, a propósito de ello, escarbar por el lado de qué tan acostumbrados estamos a la «soledad», a “convivir con nosotros mismos”, y el cúmulo de inquietudes que se desbordan de pasar 2 horas en tales circunstancias, aún en medio de otros seres humanos y en un evento que, como principio, tendría que provocarnos distracción y no angustia. La respuesta es tan íntima como a la vez escabrosa, y está supeditada a la constitución emocional de cada persona, por lo que incluso la carencia de tal capacidad no es motivo de reproche pero sí punto de partida para la introspección.

En mi caso, si bien suelo ir acompañado al cine (motivo entendible para quienes conocen un poco de mi vida), en su momento e incluso reciente fecha tuve oportunidad de acudir solo, sin provocarme en ninguno de los casos conflicto de algún tipo, al contrario, resultando la mejor oportunidad para disfrutar de la película que quería. Sin afán de aburrirlos, mencionaré tres de las ocasiones. La primera con la intención de ver Good Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), estrenada en México en marzo de 1998. Vivía en Tlaquepaque, Jalisco, y gozaba de la mañana de un día entre semana para ir al cine. Revisando la cartelera, esta película protagonizada por Matt Damon y Robin Williams fue la única que despertó mi interés, y entre los amigos con los que me encontraba a ninguno le apeteció. Tomada la resolución de ir solo, abordé un camión de transporte público hasta Plaza Milenium en un recorrido de poco menos de una hora. Al llegar al complejo de cines para aprovechar la 1era función (alrededor de las 11:15 am) y entrar a la sala, me descubrí como el único en ella. Pasaron 10 minutos y seguía siendo el único, lo cual no me incomodaba pero me resultaba poco productivo fueran a proyectar la película sólo para mí. Sumado a ello, no habían dado siquiera avance a los cortos, quizás esperando aparecieran algunas personas más, lo cual sucedió hasta las 11:30 am: un grupito de tres chicas, que parecían haberse hecho la pinta de la escuela, y posteriormente una pareja de adultos mayores. Fue hasta las 11:35 que se apagaron las luces de la sala, comenzaron a correrse los cortos, y llegaron un par de jóvenes más. Créanme antes de la llegada de estas personas estuve a punto de dirigirme con quien fuera pertinente para externarle que no tenía inconveniente en mudarme a otra sala y se ahorraran la proyección de la película -así de aprehensivo puedo ser-, lo cual para mi fortuna no fue necesario. La cinta resultó mucho de mi agrado y sin ser una obra maestra, creo cumple su propósito (al grado que en IMDB alcanza un 8.2 de calificación). Destacado que los escritores de la historia son el mismo Bacon y Ben Affleck, quien también aparece en el film como actor secundario.

Como una segunda experiencia de acudir solo al cine, cito la ocasión que vi Del olvido al no me acuerdo (Juan Carlos Rulfo, 1999), muy posiblemente entre los meses de junio y julio de su año de estreno, en los complejos Cinemark junto a Pericoapa en el Distrito Federal. También algún día entre semana, aunque por la tarde con seguridad, aprovechando la visita a Pericoapa para llevar a recargar unos cartuchos de impresora y la no prolongada duración -75 minutos- del documental que sobre su padre realiza Rulfo, con locaciones en Sayula, Jalisco (lugar de nacimiento del autor del célebre Llano en llamas), y el Distrito Federal, ciudad en la que se estableció a partir de 1946. Confieso dormité durante algunos segmentos, y sin justificarme, espero que quienes la han visto estén de acuerdo conmigo que el ritmo de la misma puede dar pie para ello, sobre todo si no se durmió lo suficiente la noche anterior. En la sala no habríamos más de 20 personas, algunas también «solitarias”, comprensible tanto por el día como por la temática y formato del film, el cual lamentablemente no goza de mucho quorum en México.

Y la más reciente ocasión que acudí al cine solo fue el pasado mes de mayo; se exhibía en la Cineteca Nuevo León, localizada en el corazón del Parque Fundidora, la película francesa Copie conforme (Abbas Kiarostami, 2010), protagonizada por la bellísima Juliette Binoche, a quien profeso una platónica admiración, y si bien es un film que ya había visto descargándolo de Internet, me resultó imposible resistirme a disfrutarla en pantalla grande. Por encima de mi crush con Juliette, la película tiene una narración amena y un guión que profundiza el significado entre una producción artística original y una reproducción del mismo, involucrando en ello el sentimiento de los personajes y soltando en una de las escenas un profundísimo: «Creo que lo único que ella quiere es que camines a su lado y pongas tu mano en su hombro. Es todo lo que espera de ti». Para la ocasión no busqué ni solicité acompañamiento alguno, limitándose mi señor padre a acercarme hasta la entrada del edificio que aloja la Cineteca y desplazándome por mi cuenta hasta la sala, siendo auxiliado por alguno de los asistentes para entrar y salir de la misma. Aquella tarde tuve una cita con Bichoche y no requería a nadie más cerca de mí.

Como podemos concluir, el acudir solos al cine es una experiencia que vale la pena aprovechar con regularidad, y resultará una magnífica oportunidad para otorgarle un muy profundo sentido al apreciar la verdad 24 veces por segundo (Le petit soldat, 1963).

¿Usted qué opina? ¡Anímese a comentar!

Porque un amigo nunca se va

Nos educan para ser productores y consumidores, no para ser hombres libres.»

José Luis Sampedro (1917-2013)

Canta Alberto Cortez: Cuando un amigo se va…; pero creo que se equivoca porque un amigo nunca se va aunque ya no esté presente. Permanece en el recuerdo que albergamos de él, en los improperios y muletillas que empleaba, en los gestos y miradas que lo identificaban, en el eco de sus carcajadas, en la sentencia en la que se ha transformado su voz.

Así que de este año en adelante, cada 9 de abril tendremos el perfecto pretexto para saber que sigue entre nosotros José Luis Sampedro, quien sin conocernos nos quiso, que sin conocerle le querrán, porque la sabiduría y humildad vuelven a cualquier hombre digno de admiración y aprecio. Ahora soy yo quien me equivoco, pues Sampedro no fue cualquier hombre: con su palabra convenció y con su ejemplo arrasó, y aún con su edad y las necedades que la vida nos lleva a acumular no claudicó en su empeño por educar en la libertad.

Sea tu muerte, José Luis, estímulo para seguir tu ejemplo, semilla que cae en tierra fértil y hambrienta de -al igual que tú- abogar por un mundo más humano. Si cada uno de los que lo habitamos despertáramos con la vehemente intención de biendecir una parte de él, podríamos sentirnos tranquilos del futuro que heredaremos a nuestros descendientes.

La cebra que extravió su mantarraya

Aquel caballo era diferente a todos. Y no me refiero a su aspecto: su crin, cascos, lomo, flancos y cola lo volvían idéntico a cualquier otro caballo que hubieras visto. Pero su manera de andar y comportarse dejaba mucho de desear del comportamiento habitual de un jamelgo. Apartado del resto de la tropilla que tenía como residencia los amplios terrenos del hacendado más rico de la región, su actitud huraña le volvía blanco favorito de las burlas de los corceles más broncos.

-¿Quién te crees tú para ignorarnos, eh? -Solían increparle con frecuencia, pregunta que eludía no con la facilidad deseada al verse rodeado por varios potros de mayor envergadura que la suya, altivos al saberse los preferidos por los hijos del patrón para realizar cabalgatas en los caminos aledaños a las tierras de su padre. -No me creo nadie -respondía- pero no terminan de entenderme que no soy como ustedes: soy una cebra, sólo que he extraviado mi mantarraya-. Lo anterior hacía soltar tremendos relinchos de hilaridad a los presentes, que terminaban por alejarse de él entre burlas y comentarios soeces. -Vaya complejo de superioridad, ¡si en su vida ha visto una cebra y se cree poco menos que el rey de la selva!-.

Lo anterior no lo aminalaba, y si bien no se acostumbraba al acoso de sus compañeros de destino, tampoco le mermaba su firme convicción de que él no pertenecía a la misma especie aún compartiendo rasgos tan similares. Si la vida lo tenía ahí bien podía deberse a un error geográfico de las cigüeñas de la estepa africana, o, como solía explicárselo, a que en un algún momento de su historia, deliberada o inconscientemente, había extraviado la mantarraya que le ayudaba a identificarse como miembro de la familia Equus quagga y no al convencional caballo venido a menos desde su domesticación por el Homo sapiens centenares de generaciones atrás. En cambio, la pregunta que sí solía llenarle de tormentos era cómo volvería a recuperar tal status.

¿Te han pasado cosas extraordinarias e inesperadas? Entonces podrás comprender la sensación de entusiasmo desbordante que llenó a nuestro amigo cuando una día como cualquier otro que deambulaba solitario por los límites de la hacienda con el camino que llevaba hasta el centro del pueblo vio pasar frente a sus ojos el recorrido de una caravana circense, que con bombos y platillos anunciaba su llegada e instalación durante un par de semanas en las inmediaciones para beneplácito de los lugareños. Pero lo que verdaderamente le provocó un subidón de adrenalina (o su equivalente para la raza en cuestión) fue el observar entre los carruajes que exhibían a los animales que formaban parte del espectáculo a una pareja de esbeltas cebras de reluciente estampado rayado. A lo largo de su vida nunca había tomado una decisión arrebatada, probablemente porque no había estado en situación de hacerlo, pero en este instante un súbito ímpetu se instaló en su corazón y circuló por su torrente sanguíneo obligándole a retirarse unos cuantos pasos hacia atrás de la cerca, los necesarios para tomar el impulso suficiente para brincarla de un salto, quedar libre, y unirse a la caravana a unos cuantos metros de distancia.

¿Qué le depararía de ahora en adelante? No lo sabremos. Yo mismo jamás volví a saber de él. Pero cuando alguien persevera en sus ilusiones y hace lo necesario para volverlas realidad está muy cerca de alcanzar la felicidad, y estoy con plenitud convencido que la cebra aún habiendo perdido su mantarraya ahora es inmensamente feliz.

Gustos

Me gustan las canciones que salen de tu risa,
la lluvia que haces caer a carcajadas.
el sol que apareces cuando sonríes.

Me gustan los dramas de tu vida,
tus inconformidades y reproches,
el huracán en el que conviertes cualquier tormenta.

Me gusta no apartarte de mi mente,
hablarte en mis monólogos,
irte acuñando en mis recuerdos.

Me gustan tus brazos que saben hablar
y tu voz que sabe abrazar,
las veces que con palabras acercamos la distancia.

Me gustas para tanto que ni yo imagino,
para intentarte, seducirte, regalarme,
para despertar un día, dos o muchos, sabiéndote.