Conocí a Jacinto y a Ernestina cuando llegamos a Colima. Íbamos rumbo a Nogales, pero a mi padre le contaron que cerca de Tecomán estaban contratando para la pizca del limón. ¿Cuánto pagan, viejo?, preguntó mi madre. 90 diarios, pero somos tres, dijo voltéandome a ver, con lo que daba por entendido que también me llevarían a la cosecha. En las afueras del pueblo encontramos un hostal donde pasar la noche, y mi padre se despidió del último y arrugado billete de a $100 que guardaba en su cartera. Al día siguiente sería otro día, y a ver cómo nos iba. Antes de las 6 ya estábamos de pie, y formados en la fila de quienes esperaban las camionetas que llevaban hasta el rancho donde sería la pizca. Llegando nos separaron entre hombres, mujeres y niños, y ahí fue donde los vi por vez primera. A nosotros nos llevaron a un huerto cercano, con árboles enanos pero tupidos de limones, y ordenaban a los más altos recoger los de hasta arriba. Los chaparritos, casi la mayoría, debíamos hacer nuestro mayor esfuerzo por alcanzar los más posibles, sin importar que nos rasgaran las espinas. Por fortuna llevaba mi suéter, aunque para las 9 el despuntar del sol me tentaba a quitármelo y enredarlo en mi cintura. Empezaba a desfallecer cuando nos echaron un grito para acercarnos hasta una camioneta, donde una señora repartía tres taquitos a cada uno y otra un vaso con agua de limón, que en ese momento me supo a gloria pero después descubrí que la hacían con los magullados o picados con alguna plaga. Tras el breve almuerzo seguimos trabajando hasta las 2, cuando de nuevo de un grito nos acercaron en torno a la camioneta, ahora para comer un guisado, sin duda más llenador que el almuerzo, pero lejos de ser una ración digna tras medio día de trabajo al sol. Al terminar nos recomendaron recostarnos bajo algún árbol para «bajar la comida y agarrar fuerza, cabrones, que les quedan tres horas de chinga», remarcó el capataz. Algunos obedecieron y otros nos arremolinamos juntos, por instinto de socialización, y ahí fue cuando conocí sus nombres, que de entre la bolita reunida son los únicos que memoricé de inmediato. A las 3 volvieron los gritos del capataz y nos regamos de nuevo entre los árboles, con el morral atravesado, en el que íbamos colectando los frutos para cada tanto vaciarlo en el contenedor que nos quedara más próximo. El dolor de pies, piernas, brazos y manos se alió al fatigante calor, y el agua que había para tomar apenas bastaba como un vuelve-a-la-vida temporal hasta el próximo trago. «Ándele, escuincles, a la camioneta» fue el grito que más nos alivió escuchar durante todo el día, y nos llevaron hasta la entrada del rancho, donde entre la multitud, 50, 60 personas, encontré primero a mi madre y luego a mi padre y después de abrazarnos nos trepamos a la camioneta que nos quedaba más cerca. Ahí vamos de vuelta hasta la plaza de Tecomán, con 150 pesos en la bolsa de mi padre, porque de los $90 de la paga descontaban $40 del traslado y el par de comidas. Así de miserable es la gente que tiene mucho con la que no tiene, pero al menos por hoy, ya tenía dos amigos más con quienes jugar en mi imaginación, Jacinto y Ernestina.
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Fotografía por Luz Vázquez