Arcoíris

«Mami, ¿en dónde nace el arcoíris?», me preguntó Esteban mirando por la ventana una tarde que, al mismo tiempo que llovía, se asomaron unos rayos de sol formando en la lejanía el símbolo de la memorial alianza entre Dios y el hombre.

«Ven, te voy a contar», le respondí, extendiendo mi mano desde el sofá para encontrarme con la suya y halarlo hasta mí. «El arcoíris nace en muchas partes, pero una vez con tu abuelo encontré un lugar donde habían nacido muchos». «¿En serio? ¡Wooow!», respondió, con ese gesto tan suyo y de tan todos los niños de su edad ante lo fascinante de una sorpresa.

«Sí, fue maravilloso». Y así, entre mis piernas y brazos, comencé a contarle sobre aquella mañana que exploré con mi padre, a la edad de 10 años la meseta de Chipinque. Llena de enfado por haber despertado tan temprano, y además, por cargar una mochila con agua y otros víveres, el camino se volvía por momentos complicado, en otros  fastidioso, y en otros más simplemente un martirio. Ignoraba el motivo de aquel inesperado día de campo, pero desde que mamá había muerto, papá tenía cada ocurrencia para que conviviéramos que preferiría no cuestionarlo.

Como si no fuera suficiente, se soltó una lluvia que bastaría para que un padre sensato tomara en brazos a su hija y regresara con ella a la civilización. Pero no. Considerando que llevábamos chaquetas impermeables, insistió que continuáramos el recorrido. En realidad la lluvia no era intensa, tan sólo la necesaria para aumentar la precaución al caminar y evitar un resbalón. Decidí repasar en mi mente la tabla del 12 (tenía desde entonces una peculiar atracción por los números, y la tabla del 12 me resultaba un armónico ballet) cuando en eso entre las nubes se apareció el sol. «¡Estamos cerca, apúrate!», escuché decir a mi padre, un par de metros adelante, y apuré mi paso para darle alcance.

Avanzamos unos minutos más hasta llegar a una extraña planicie, y justo en ese momento lo vi frente a mí: un hermoso arcoíris dibujado ante nuestros ojos, el más cerca que había visto en mi corta vida. Seguía en mi asombro, cuando al voltear a ver a mi padre le noté un lágrima escurrir del ojo. Busqué con mi mano la suya, entrelacé mis dedos con los de él y los apreté fuerte. Respondió a mi gesto acercándome un poco a él, y doblando un poco sus piernas para quedar a mi altura. Al verlo más de cerca me di cuenta que no era una sino varias lágrimas las que seguían escurriendo, lo que me empujó a preguntar sin mucho rodeo: «¿Por qué lloras, papá?».

«Hace 15 años, justo en este lugar, y también delante de un arcoíris, le pedí matrimonio a tu madre. Fui uno de los días más felices de mi vida. Un año después nos casamos, tiempo después naciste tú. Aunque se van a cumplir dos años de su muerte, no hay día que no la recuerde, la extrañe, me falte, la necesite. Esta madrugada, en medio del insomnio me di cuenta que era de nuevo 29 de mayo, el día que le propuse matrimonio. Y que se cumplían ya 15 años. Y presentí que si veníamos se presentaría ante nosotros nuestro amigo el arcoíris. Ante él refrendo mi compromiso de no olvidarla, pero también de seguir adelante, por ti, por nosotros». Enderezando su cuerpo y sin soltar mi mano alcancé a escucharlo decir: «Te amo, por siempre te amo».

Sus palabras fueron para mi corazón una llama que quedó encendida, un recuerdo que se aviva cada ocasión que hay un arcoíris. A ese sitio no volví a acudir con mi padre, pero he vuelto muchas veces a lo largo de mi vida. En algunas ha aparecido, en otras no. Cuando sucede, es como conectarme a la historia de mis padres, beber de su amor y salir nutrida, fortalecida, convencida de que la vida nos rodea de personas en quien verter nuestro cariño y atención, y a las cuales permitirles llenarnos de cariño y atención. Es el ejemplo que recibí de mis padres, y es el del que quiero impregnar a mi pequeño Esteban.

«Y entonces, cuando alcanzamos la cima de la montaña, lo encontramos ahí, inmenso y lleno de colorido: era el nacimiento del Señor Arcoíris…».

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Fotografía por Vero Valle