La cabaña

«Cuando me vaya a morir me llevas a la montaña», insistías después de tus achaques, que te asaltaban cada vez con más frecuencia. «Calla, la que me vas a llevar serás tú», solía responderte, asustado de volver en cualquier momento a aquella cabaña para cumplirte el último capricho.

Un día, sin más, te fuiste. Ni esperaste que amaneciera, que los rayos del sol entraran por la ventana y calentaran la habitación, pegando directo sobre la cabecera de la cama, porque «así nos llenamos de energía desde tempranito», dijiste la última vez que te dio por ordenar la recámara.

Me quedé a tu lado, no recuerdo cuantas horas. Te decía bajito: «¿Ves? Ni me dejaste llevarte a la montaña. Siempre haciendo lo que te da la gana». El olor no era el más agradable (al morir se aflojan los esfínteres), pero eso no importaba. En ese momento todo dejó de importar, me sentía flotando en un limbo indescriptible, ausente, casi petrificado.

Lo que me sacó del trance fue sentirme invadido de la necesidad de cumplir tu última voluntad. No importaba que ya estuvieras muerta. ¿Qué sabe uno de lo que sucede después de morir? Creencias van, creencias vienen, lo único que creía en ese momento era la importancia de ponerte un vestido bonito, treparte al coche y dirigirnos a Mazamitla, a pasar una última tarde en los equipales del pórtico de la cabaña, esos a los que después de las 4 comenzaba a bañar bonito el sol y tanto disfrutábamos.

Maniobrarte muerta no fue nada sencillo, pero lo aligeró escuchar -también por última vez- tu playlist favorito, ese donde sonaba desde Cómo quisiera decirte de Los Ángeles Negros hasta Life On Mars? de David Bowie. Una hora y múltiples esfuerzos después conducía por el Periférico, tomando esporádicamente tu mano y viajando en completo silencio, como pocas veces.

Llegamos a la cabaña y mi garganta se volvió un nudo. Si hasta ese momento me había comportado a la altura, bastó recorrer el trayecto del coche al portón de la entrada para que se soltara un diluvio en mis ojos. Abrí el candado y batallé en destrabarlo -el año sin visitar la finca había hecho de las suyas-, y mientras empujaba la tranca siguió mi llanto fluyendo con desespero. Lo hice tan lentamente, como no queriendo dejar de llorar, como permitiendo que saliera en forma de lágrimas la tristeza acumulada.

Volví al coche enjugándome las lágrimas y limpiando mis mejillas para que al subir no quedara rastro alguno, no iba permitir que mi actitud pusilánime estropeara el momento. No señor, no esta tarde que veríamos caer el sol descansando en los equipales, como no hacíamos desde hacía más de un año, y como no volveríamos a hacerlo jamás.

Te acomodé de la mejor manera, subiendo incluso tus pies a un pequeño banquito. Me coloqué a un lado tuyo, mirándote de reojo y a la vez contemplando el paisaje, entre los largos y frondosos pinos y encinos, y la maleza menor que se había apoderado de la cerca y las inmediaciones de la cabaña. Me incorporé un poco para despejarte el cabello del rostro. El sol nos iluminaba, filtrándose entre la vegetación, y la calidez que sentí fue como un abrazo al alma. Me sentía satisfecho de estar en ese momento ahí, de estar en ese momento ahí contigo.

Comenzó a oscurecer, a escucharse los cantos de las cigarras y verse el brillo de las primeras luciérnagas. Metí mi mano al bolsillo trasero del pantalón, tomé y encendí mi celular, y devolví una de las llamadas perdidas. «Sí… estamos bien, ven por nosotros a la cabaña». Guardé de nuevo el celular y te tomé de la mano mientras nuestro hijo llegaba.

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Fotografía por Rosella Bonilla

Un comentario en «La cabaña»

  1. Por fin lo pude leer, un pasaje intenso, me encantó, pude sentir la tristeza del protagonista y su póstumo regalo, vaya que te inspiró, saludos!!!

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