Vine a extirparme la intensidad y salir más ligero del corazón. Tras los trámites de rigor se me condujo hasta el quirófano en el mayor de los silencios, interrumpido abruptamente por el grito desesperado de una mujer a punto de dar a luz en la sala contigua. Fui pasado de la camilla a la mesa de operaciones, apenas suficiente debido a mi estatura.
—Sin anestesia por favor, proferí pausado y preciso a la anestesista. Su mirada de sorpresa bastó como respuesta, dirigiéndome un breve interrogatorio para conocer mi estado general de salud. Cedió su lugar a una afanosa enfermera, que conocedora de su oficio, en un par de minutos colocó los artilugios necesarios para llevar monitoreo de mis signos vitales durante la intervención. Todo estaba listo y dispuesto para el arribo del cirujano. No había marcha atrás.
La escueta conversación mantenida por los ocupantes del quirófano cesó al abrirse la puerta automática que daba acceso al mismo. Entró un individuo, que por la reacción de los presentes supuse sería el esperado especialista. Lo constaté al observarlo de espalda y atestiguar el rito de revestirse para operar, tan parecido al del sacerdote, e igual que éste, previo a colocarse ante una mesa a ejecutar su trabajo.
Girando, con un par de pasos se colocó a la altura de mi pecho. Escuché de su boca una sola palabra, la única necesaria para proceder a la intervención. —¿Seguro? —Por completo, respondí con sequedad. Si más de una hora había pasado desde mi llegada al hospital, no era momento para desistir a una decisión reflexionada por meses.
—Ok, respondió por mínima diplomacia y como si exclamara la contraseña necesaria para que una de sus asistentes retirara de mi torso la añeja bata que lo cubría, pasando sobre él con rudeza un estropajo oloroso a desinfectante industrial. Otra mano completó el proceso limpiando los excesos, dejándolo dispuesto para ser traspasado.
El sonido de una sierra quirúrgica, más intenso y punzante que el de un taladro dental, contrastó con la música que brotaba de un reproductor portátil de mp3 colocado a poca distancia de la mesa de operaciones. Reconocí los acordes de Mar adentro flotando en la gélida e iluminada sala. Esta noche me espera el amor en tus labios, cantaba Enrique Bunbury intentando volver llevadera la situación.
Sentí una estocada seca, fuerte y profunda, a veinte centímetros de mi manzana de Adán, y solté un doloroso, ahogado y lento quejido. Aguanta cabrón, es por tu bien, alcancé a decirme conforme aumentaba el rugido de la sierra profanando mi pared torácica. De poco sirvió. Me desmayé.
Al abrir los ojos el escenario descubierto era poco alentador. Cinco filas de diez camillas cada una abarcaban por completo aquella bodega, carente de calidez y ventilación. Quejas, mentadas de madre, resoplos infectados de dolor brotaban atonalmente por todo el lugar, conformando la más lúgubre sinfonía jamás imaginada por Wagner. Imposible saber cuánto tendría que permanecer allí.
Desentendiéndome del entorno pasé mis manos por mi cara y cuerpo, intentado averiguar si estaba completo hasta donde mis brazos me permitieron hacerlo. Concentro mi exploración en el centro de mi pecho, cubierto por un grueso parche que comienzo a rasgar afanoso consiguiendo tras varios minutos desprenderlo lo suficiente para que ceda en un costado. Introduzco temeroso mis dedos, que palpan las gruesas y toscas suturas, cómplices irrefutables de lo acontecido. No puedo creer que lo hice, pero así fue.
*****
El estrepitoso ruido del mofle de un camión y un mordaz rayo de sol se combinaron para atravesar la ventana y depositarse abruptos en mi tímpano y pupila. Sumerjo el rostro en la almohada, y tras varios parpadeos, ver su espalda a escasos centímetros me sosiega. Mi mano se atreve a viajar hasta su suave cabello, salta a su hombro y emprende el inquietante recorrido que me ofrece su cuerpo de costado, que concluyo en la curva que corona su cadera. Transito de regreso el camino y con la más sublime ternura la cobijo.
Un resuello escapa de mis pulmones. Pierdo la mirada en el denso bosque que su cabellera me presenta, intentando escudriñar su nuca, planicie de mi devoción. Me dejo arrullar por el tenue sonido que expele al respirar, y escucho su voz paseando sin recelo en mi conciencia. —No seas tan intenso, Víctor, no seas tan intenso, me dice. Si supiera.
25/VII/2014, cuarto 253
Hospital Sección 50 SNTE