La cita

Esquina de Córdoba y Callao. 4 en punto, decía la papeleta que dejaste sobre el buró. Miré el despertador: 11:43. Me daba suficiente tiempo para trasladarme desde Belgrano, donde tenía un par de meses viviendo.  Tu olor permanecía en la habitación, pequeña y poco ventilada. No me podía permitir pagar más, pero aquella pieza frente a las Barrancas, con el tren al cruzar del parque, me confería la ubicación perfecta para el trabajo que llegué a hacer a Buenos Aires. El rumbo era tranquilo, aire fresco por las tardes, y una envidiable vista, muy halagada por las eventuales conquistas que levantaba. Todas, aventuras de una noche, que incluso tenía que espabilar por la mañana para que tomaran sus cosas y se marcharan. Minitas sabrosas, sin duda, pero a la vez desabridas, no sé, sin sustancia.

Pero contigo fue diferente. Mientras me afeito, antes de tomar una ducha, me hago a la idea que nuestro encuentro no fue fortuito. Tú, en la esquina del bar en tremenda charla con tus amigos. Yo, en la barra, última caleta antes de atracar en mi habitación. Aprovechaba para pinchar algo, a modo de frugal cena, al tiempo que bebía una Imperial en tarro, claro, en presentación jumbo como acostumbran en Argentina. Un par bastaban para sentirte saciado y dispuesto a pasar una relajada noche después de vaciar la vejiga. Estaba en mi insípido ritual de un par de veces por semana, cuando el estruendo de tu risa me distrajo de la bobada que veía por televisión -uno de los 25 mil especiales sobre Maradona que transmiten un día sí y al otro también-. Asomé la cabeza ligeramente por encima de mi hombro y te vi.

¿Te ha pasado que clavas la mirada en alguien, y justo en ese instante, ese alguien la clava también en ti, y no sabes donde meterte? Así nos pasó, siendo yo el que no supe por un segundo cómo reaccionar. Para afrontar el ridículo atiné a dibujar en mi rostro una leve mueca, que respondiste con una franca sonrisa que consiguió serenarme. Incliné reverente mi cabeza y la giré de nuevo para sumergir la vista en el fondo del tarro, antes de darle un gran sorbo y disponerme a pedir la siguiente. Eso hacía cuando sentí un delicado aruño en mi hombro izquierdo. Volteé, eras tú.

¿No sos argentino, cierto? Tenés unos rasgos distintos, ¡me gusta! Fue lo segundo que escuché de ti, después de tu risa. Además de linda, perspicaz la mujer. Retiré el tarro vacío un poco para girarme sin problema y quedar frente a ti, sonreí de nuevo y respondí: Me descubriste. Pero no se lo digas a nadie aún hasta terminar mi misión secreta. De nuevo brotó tu risa, ahora más modulada pero a la vez más cercana, cálida. Te acomodaste en el banco de junto y tomaste sin preguntar un cigarrillo de mi cajetilla. Pedí mi Imperial, asentiste con la cabeza que pidiera una también para ti, y comenzamos una larga charla, como si no estuvieran ahí tus amigos, como si no tuviera yo un par de días sin dormir.

No recuerdo en qué momento nos quedamos solos, tal vez en mi última ida al sanitario. Al regresar, el cantinero subía con displicencia las sillas encima de las mesas. Aproveché para dar el último y apresurado trago a mi tarro, y pedir la cuenta al cantinero cuando volvió a la barra. Luego, me acerqué a tu oído para musitar en voz baja: Vivo cerca, ¿me acompañas? Tu sonrisa bastó como respuesta, quedando confirmado al enroscar tu brazo en el mío, acercando tu cuerpo, suficiente para sentir un escalofrío por la espalda que desembocó en una punzada en mi pene, poniéndolo erecto. Dejé el cambio como propina y nos marchamos.

Detallar de lo que sucedió después sería tanto rayar en la morbosidad como ser injusto reduciendo a palabras el momento más sublime que había pasado no en dos meses, sino en varios años. Caminamos hasta mi edificio en silencio, como si nos conociéramos de años. Abrí la portezuela del edificio y avanzaste tú primero por las escaleras, guiándote asido a tu cintura. Aún con la hora, el cansancio y lo bebido, me parecieron nada los 4 pisos hasta mi pieza, a la que entraste para dirigirte con lentitud a la cama mientras te retirabas la gabardina azul que te protegía de los fríos de mayo. Yo me acerqué al buró para encender en volumen bajo el radio del despertador, sintonizado siempre en Mega 98.3. Se escuchó comenzar Primavera 0, el éxito radial del momento. Bajo los acordes de Soda Stereo nos desnudamos uno al otro, arrobados por la música y el alcohol.

«Nena tal vez fui
Un sueño de otro
Un rumbo incierto
La verdad es que nadie vive sin amor…»

1:30 de la tarde. Salgo del edificio para bajar algunas calles por Juramento. Me detengo en el primer puesto de panchos que encuentro para comprarme uno súper y una Quilmes clara, a falta de unos buenos tacos y una sabrosa Corona. Ya comido sigo mi rumbo hasta Cabildo, donde espero el 152, que 45 minutos después me dejará en Santa Fe y Callao, a unos metros del Ateneo Splendi, donde ‘mataré’ el tiempo entre su abundante catálogo hasta que falten 10 minutos para las 4, suficiente para recorrer las tres calles que hay de distancia a Córdoba. Tengo ganas de verte en tu gabardina azul, de que enrosques tu brazo en el mío y te recargues a mi cuerpo, de que caminemos en silencio después de pronunciarte al oído: Acompáñame.

******

Fotografía por Ingrid Briggiler