Comenzando a escribir

Una inmensa cantidad de libros que tenían meses acumulándose adornaban su escritorio. Y si bien se había hecho el propósito de leer uno por semana, cada fin de mes salía ávido a explorar las librerías de viejo en busca de joyas literarias que por azares del destino terminaban ahí a la espera de un alma lectora que las librara de aquel limbo literario, así que la cantidad no dejaba de aumentar. Entre las obras que había rescatado -y conseguido, cabe decir, a un ridículo precio- se encontraban las primeras ediciones de «El laberinto de la soledad» de Octavio Paz (1950) y «Morirás lejos» de José Emilio Pacheco (1967), que se volvieron de inmediato valiosos tesoros que mantenía ordenados de manera escrupulosa en una repisa colocada encima de la cabecera de su cama. Otros libros que aparecían en tan selecta colección era una edición conmemorativa de «Rayuela» publicada en Argentina en 1983 con motivo del 20 aniversario de su aparición, y las obras completas de Mario Benedetti, su escritor favorito, en una edición publicada en 2009, año de su muerte. No podía faltar tampoco la primera novela que leyó a los nueve años, encontrada entre los libros que tenía su padre: «El tesoro de la Sierra Madre», de B. Traven, emocionándose desde entonces con las aventuras que podían vivirse a través de las letras de otros, y pesando, por qué no, emocionar a muchos algún día con las suyas.

Y la fecha había llegado. Sabía que no podía -y tampoco lo quería- pasarse leyendo eternamente, por mucho que le emocionaba. Además de la motivación directa para escribir provocada tras cada libro que devoraba, había también ya leído suficientes invitaciones al respecto: «Mientras escribo» de Stephen King, «Cartas a un joven novelista» de Mario Vargas Llosa, «Sobre la creación literaria» de Gustave Flaubert, «Zen en el arte de escribir» de Ray Bradbury, «Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores» de Antón Chèjov, y tantos más, de los que había extraído recomendaciones que le dieron para llenar un par de libretas que cada ocasión que se entusiasma por comenzar a escribir le daba por repasar, teniendo incluso algunos de ellos ya aprendidos de memoria.

Entonces, ¿qué era lo que le detenía? Algunas ocasiones le abrumaba no contar con algo impactante qué contar, considerando su vida lo suficientemente aburrida como para desprender de ella alguna historia digna de ser conservada en palabras. Repasaba en su infancia y adolescencia en búsqueda de esa anécdota picaresca que aderezada con unos cuantos detalles pudiera servir como base para algunos cuentos o novelas breves como tan bien le brotaban a tantos escritores de su admiración. Lo más atrevido que le había sucedido en secundaria fue escaparse unos minutos antes de la hora de que comenzaran las clases en compañía de un compañero hasta la casa de éste para ir por un balón con el cual jugar fútbol durante la hora de educación física, volviendo de dicha ‘hazaña’ una hora y media después de la entrada. Debido a sus buenos antecedentes de conducta, mientras el compañero se llevó el primer reporte del año escolar, él sólo había recibido una ligera amonestación de parte de su maestra de planta y la advertencia: «No te andes dejando influir por los demás». ¿Qué de emocionante podía tener aquello como para ser narrado con mayor soltura?

Otras veces era un sentimiento de agobio el que le impedía hilar más de cinco palabras continuas para dar comienzo a alguna vaga idea que le estuviera rondando toda la tarde en la cabeza. La sensación de impotencia ante aquello desconocido y el reto que una hoja en blanco representa en todo momento, con la altivez silenciosa que guarda ante el novato que en su inconsciencia espera desahogar sus inquietudes literarias en ella. Luego de un par de horas el bote de basura se volvía testigo de sus inocuos intentos, atiborrándose de bolitas de papel que representaban su fracaso. Antes de llegar a la desesperación abortaba su misión y se recostaba sobre su cama cuan largo era para encontrar en el descanso y los sueños la recompensa infructuosamente buscada minutos antes.

Esa noche estaba decidido a no dejarse vencer. Acompañado de una taza de café descombró el espacio suficiente en su área de trabajo para, después de sumirse sobre la Henry Miller que había recibido como regalo un par de años atrás por parte de uno de sus tíos, disponerse con la mayor de las devociones a dar inicio, una vez más, a la inquietante danza entre sus ideas, las palabras, el bolígrafo y una hoja en blanco, y empuñando su mano derecha sobre ella, comenzó a escribir:

«Una inmensa cantidad de libros que tenían meses acumulándose adornaban su escritorio…».