La consulta

Ayer fui a Guadalajara. Es la primera que voy con mi abuela. No hubo clases en la escuela y ella tenía consulta, y ni con quien quedarme. Aunque le insistí que me dejara en casa de Demetrio, la última vez que fui rompimos sin querer un florero y su mamá me corrió muy enojada. Eso fue hace dos semanas, pero creo que no se le ha pasado el enojo. Para no meternos en problemas, mamá permitió que acompañara a la abuela, «pero ni se te ocurra soltarla en ningún momento de la mano», me insistió. Muy tempranito, antes de que se fuera al trabajo, se acercó hasta la cama a darme un beso y decirme: «Te portas bien, te dejé 5 pesos en el peinador por si se te antoja algo, no los vayas a perder». ¡5 pesos! Eso me puso muy feliz y al ratito de que se fue me levanté directo a bañar, de tan feliz que ni esperé que mi abuela me calentara un poco de agua para no bañarme con pura fría. «¡Te vas a resfriar, chamaco!», alcancé escucharla gritar al segundo jicarazo. Claro que no, a los 8 años ya no se enferma uno si se baña con agua fría, ya el cuerpo tiene defensas, no explicó hace poco el maestro Gabriel. Salí, estaba mi abuela en la recámara y me ayudó a cambiarme. Fuimos a la cocina, me sirvió Zucaritas con leche y mientras desayunaba siguió con unos pendientes. «Nos vamos en 10 minutos, apúrate», fue la indicación que hizo que masticara más rápido para no atrasarnos.

Mi abuela tiene diabetes. El año pasado, en segundo, fueron de la Secretaría de Salud a la escuela a explicarnos lo que es la diabetes. Yo ya sabía, desde que recuerdo mi abuela ya la tenía, y se pone diario una inyección para no sentirse mal. Lo que no sabía, y me asustó mucho, es que a los niños también nos puede dar, si no hacemos ejercicio y tenemos malos hábitos alimenticios. Desde ese día le pongo muchas ganas a la educación física y me como todas las verduras que me sirve mi abuela. No sea que me vaya a dar la diabetes y me tenga que estar picando todos los días, y deba venir a consultar cada tres meses a Guadalajara. Aunque la conozco poquito, me gusta Guadalajara, pero no para venir al doctor, porque además los doctores consultan en los mismos días que hay escuela, y tendría que faltar a la escuela, y no quiero faltar a la escuela por tener que ir a consultar. Además, hay días que mi abuela se nos pone grave, mamá se preocupa mucho y viene un doctor a la casa. La revisa y debe quedarse dos o tres día reposando. No quiero que me pase eso, ni tampoco que mi mamá se preocupe.

El camino a Guadalajara desde mi casa ya me lo sé, incluso me quedé dormido un ratito en el autobús. Cuando llegamos a la central vieja (así le dicen, pero yo no conozco la nueva), cruzamos la calle para tomar un Cardenal, y me emocioné mucho. Es un camión grande grande, que tiene aire acondicionado adentro y está fresco, rico. Alcanzamos asiento en la parte de atrás y elegí la ventana, porque por esas calles nunca había pasado. De mi emoción ni siquiera me di cuenta cuanto tiempo pasó hasta que sentí el jalón en el brazo de mi abuela diciéndome: «Ándale, ya nos vamos a bajar». Caminamos dos calles y unas letras grandes me indicaron que habíamos llegado: HOSPITAL GENERAL.

Aunque mi abuela traía un papelito con la hora de su consulta, pasamos mucho tiempo esperando que el doctor se desocupara para que pudiera atenderla. Antes de que le hablaran me dijo: «Te vas a quedar sentado aquí y no te vas a mover para nada. Si intentan jalarte, gritas. No le hagas caso a nadie, y de todos modos te voy a dejar encargado con la señorita», dijo mientras señalaba a una muchacha que, sentada tras un escritorio, iba llamando a cada uno de los pacientes. «Sí, abuela», respondí, entre aburrido y cansado. Al poco tiempo escuchamos a la señorita decir en voz alta «María de Jesús», a lo que mi abuela respondió poniéndose de pie y acercándose a la puerta del consultorio.

A los pocos minutos salió mi abuela. ¿Tanto tiempo esperando para estar tan poquito tiempo con el doctor? Me quedé viéndola con cara de enfado pero descubrí sus ojos llorosos, cristalinos, como tristes. Cambié mi reacción de inmediato y le pregunté: «¿Estas bien, abue?» Tomándome de la mano, respondió tranquila: «Sí mijo, vámonos. Gracias señorita», dijo antes de retirarnos dirigiéndose a la muchacha del escritorio. Caminamos rumbo a la salida del hospital, en silencio. Sentía su mano tibia y arrugada apretando la mía, como queriendo sentirse tranquila. No fue hasta la esquina del hospital cuando volteó y me dijo: «Vamos a tomar un taxi». Hizo la parada a un carrito amarillo que venía por la calle y nos subimos atrás. Es la primera vez que me subía a uno. «A la catedral, por favor», «Claro, señito», respondió el taxista (así se le llama a quienes conducen los taxis), y seguimos en silencio. Yo, claro, entretenido viendo por la ventana, pero también sorprendido por el aparato pequeño que tenía el taxi en la parte de adelante y que iba cambiando de números conforme avanzábamos. «20 pesos señito», dijo el chofer deteniéndose en una esquina. Nos bajamos, mi abuela sacó un billete estrujado de su bolso y le pagó. Ante nosotros estaba un grandísimo edificio: la Catedral de Guadalajara.

Cruzamos la calle y entramos. El olor de la catedral es muy raro, como de hospital, como de mueble viejo, como de casa abandonada, pero tiene muchos olores también agradables cuando avanzas adentro de ella. Nos acercamos hasta las bancas de adelante y mi abuela se hincó en el reclinatorio, jalándome despacito para que también yo lo hiciera. Así estuvimos buen rato, creo que más que el que pasó en la consulta. Se levantó persignándose, me persignó a mí, y nos dirigimos de nuevo a la entrada. Metió los dedos de la mano con la que no me llevaba tomado en una pila enorme con agua y me volvió a persignar. Salimos y esperamos la oportunidad para cruzar a la plaza de enfrente, en donde buscamos una banca con sombra. Inquieto, volteé hacia varios lados hasta que encontré algo que llamó mi atención. «¡Abuela! ¿Me puedo comprar un tejuino? Mi mamá me dejó dinero». «Ándale, ve, de aquí te veo», respondió. Salí de la banca dando grandes brincos hasta llegar al puestito que estaba a algunos metros. «¿Me da uno de $5, por favor?», le dije al señor que atendía, mientras metía mi mano al bolsillo para sacar mi valiosa moneda.

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Fotografía por Manuel Villarreal