Desterrar

Decidir dejarte no fue fácil, ¿quién como tú para enloquecerme, para alzarme al cielo, para hacerme soñar, reír, ilusionarme, creer? Ese fue mi error, creer de más -uno siempre cree-. Por eso debo cortar de tajo, arrancarte de raíz, dejarte con «lo nuestro», con lo que «tuvimos» y empezar de cero, con muchos kilómetros de por medio. ¿Cuántos? Se lo dejé al destino: abrir la página de Aeroméxico y aprovechar la primera oferta de vuelo internacional que hubiera. Santiago de Chile. ¿Santiago de Chile? Buscar en otra página la distancia entre mi ciudad y Santiago de Chile: 6,623 km. ¿Serán suficientes? Dividí 6,623 entre 11 meses, los que pasamos juntos -nunca mejor empleada la palabra «pasar»-: 602 km por mes. Creo que son los adecuados. La fecha de partida más inmediata y regreso abierto. Uno debe aferrarse a ligeras esperanzas de todos modos, como la de sanarse y volver triunfante. Aún me quedada esa pizca de expectación que decidí quemar.

Renuncié al trabajo, avisé a mis padres, le dejé dos meses de renta al roomie, y una madrugada de agosto tomé un Cabify rumbo al aeropuerto. Tenía alquilado en Santiago un mes de estancia en una casa de huéspedes. En la maleta sólo llevaba algunos cambios de ropa, artículos de aseo y mis libros. Sí, los que yo me compré, los tuyos -los que tú me compraste- terminaron en la biblioteca delegacional. Santiago me recibió con 16°C y cielo soleado. Proferí la primera bendición en mucho tiempo. A la siguiente mañana había 3°C y un viento que se colaba por la ventana de mi habitación que me hizo maldecir de nuevo. No sólo maldecir, maldecirte de nuevo. Maldito seas, maldito y 10 veces maldito. ¿Qué estaba haciendo yo en Santiago, y tú tan tranquilo, en tu casa, con tu gente, con la que se había vuelto «nuestra» gente?  Tomé el celular, abrí el Whatsapp, entré a tu nombre y aparecías En Línea. Qué mejor oportunidad para maldecirte en tiempo real a 6,623 km de distancia. Acerqué mi dedo al teclado, y cuando estaba a punto de escribir la primera palabra («Maldito»), una ráfaga de aire golpeó no sólo la ventana, sino mi entendimiento. Aventé el celular sobre el buró y me solté a llorar sobre la almohada, envuelta en el par de cobijas que tenía a mi alcance.

Pero me seguía consumiendo la rabia y el dolor. Me incorporé, me acerqué hasta el escritorio en una esquina de la pieza, abrí el primer cajón, y saqué de él un diario que compré durante mi espera en el aeropuerto. Lo abrí en la primera hoja, tomé una de las plumas que estaban sobre un botecito en el escritorio, regresé a la cama y me acomodé en posición de flor de loto con una cobija cubriéndome la espalda, otra las piernas, y comencé a escribir: MALDITO. Bastó desamarrar la primera palabra para que se soltaran el resto como una inesperada avalancha en los Andes. Así me pasó por varios momentos del día durante varios días. Entre que iba conociendo la ciudad y su cultura, iba reduciendo el tiempo de catarsis delante del diario, y también, paulatinamente, la rabia y el dolor en mi interior. Las nuevas rutinas, los nuevos descubrimientos, los nuevos retos que me presentaba esta experiencia de sobrevivencia fueron medicina que me aliviaba de ti.

Por eso, cuando en la entrada de un centro cultural encontré un tabloide anunciando una Excursión a Salar de Uyuni para el siguiente fin de semana, apunté el teléfono y llamé lo más pronto posible. Tres días después viajaba con 12 desconocidos rumbo a Bolivia, para adentrarnos en una de las más grandiosas maravillas naturales que el ojo humano ha visto. Además de un par de cambios de ropa, me acompañaba a Uyuni el diario donde te maldije y escribí mucho tiempo por muchos días. La travesía no fue sencilla, pero llegar a tan glorioso sitio desapareció de inmediato el cansancio y las incomodidades. Entre mi estómago y el pantalón iba el diario, como invisible polizonte. Y en medio de aquella cálida pero a la vez inhóspita soledad, en uno de los lugares menos visitados por la humanidad en el continente, aventé el diario. Sí, tremendo delito ecológico pero doblemente tremendo desprendimiento de lo que aún quedaba de ti en mí, mis maldiciones y reproches. Ni siquiera eso te merecías ya. Al contrario, al momento de aprovechar el instante oportuno para echarlo a volar por el aire, mis labios alcanzaron a pronunciar un «Dios te bendiga». Allá Dios si tiene la consideración de hacerlo. Yo, descansé. Regresé con una sonrisa enorme con el grupo de viajeros, miré al guía de la comitiva con mucha felicidad y -tenía que compartirlo con alguien-, atiné a decirle incluso con un ligero golpeteo en su espalda: «¡Qué paz se siente!»

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Fotografía por Karla Esparza