El mar

Me gusta visitar de vez en cuando el mar para recordar de qué trata la vida. Es que hay tantas lecciones que nos regala con tan sólo admirarlo. Pero no con una mirada juiciosa, altiva: se necesita una mirada humilde, necesitada de aprender. Una que desmenuce cada ola que golpea contra la playa, que se sumerja en el ritmo de su oleaje, que abarque la escenografía completa donde se ejecuta su misterio. Porque visitar al mar implica un acto de mimetismo, de explotar por unos momentos la olvidada habilidad de volvernos uno con el entorno. Dejar que se cuele su ruido, su aroma, su esencia por nuestros sentidos para sentirnos «vivos-en-él». Y de tal modo, sentirnos inmensos, poderosos, llenos de fortaleza, pero a la vez también sentirnos agua, líquido que se amolda al espacio, fluidez y adaptación.  Sabernos y sentirnos contemplados por un cielo, un sol, unas nubes que documentan nuestro vaivén. Y sabernos y sentirnos dadores y sostenedores de vida, y comprometidos con mantenerlas y enriquecerlas haciendo lo que nos toca: ser mar, ser fuertes y ser flexibles, ser vida y dar vida, ser inmensidad y ser fluidez.

Por eso, de vez en cuando visito el mar, que me recuerda de qué se trata la vida.

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Fotografía por Maye Robles