Extremos

Hay de mañanas a mañanas. Las que despiertas como si un vampiro te hubiera chupado el alma a medianoche, y las que despiertas con ganas de comerte al mundo. Las que te bajas de la cama del lado correcto, y las que la cama aculuma tremendas ganas de escupirte. Las que comienzan como si se escuchara de fondo la Marcha Fúnebre de Chopin, y las que traen de soundtrack Amárrame de la Mon.

Y otras, en las que llegas a ese punto donde siempre te detienes. El lugar lo conoces como la palma de tu mano. Has llegado tantas veces hasta ahí que sabes de memoria los ruidos, el olor, la sensación que te provoca en la garganta y que baja lentamente hasta el estómago. La sensación de soledad y claustrofobia que te encadenan los pies y te impiden dar un paso más. Temeroso, das vuelta atrás y regresas por el camino que marcaron tus pisadas, escuchándose el tronar de las hojas secas y el salpicar de algunos escuetos charcos que cruzas a tu regreso. Por esta ocasión, por esa mañana, no fue.

A los pocos días, lo intentas de nuevo. Y fracasas de nuevo. Y te vuelves a lamentar. Y vuelves a intentar, contra todo pronóstico, incluso tus expectativas. Estás ahí, en el punto donde siempre te detienes. La garganta se cierra, las piernas te tiemblan, sientes un pesado golpe en el estómago. Tu cerebro está a punto de ordenar la retirada, cuando al final de aquel camino imposible de transitar ves a alguien. ¡Sí!, alguien que antes que tú consiguió llegar al otro extremo. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo venció el miedo y la zozobra para lograr lo que en tantos intentos no has podido? ¿Será que despertó con ganas de comerse el mundo, bajó del lado correcto de la cama y escuchó de soundtrack Amárrame de la Mon?

Tu mente y el cuerpo entero se ven apoderados de una extraña fuerza, ante la que es difícil resistirse. Te dejas llevar y POR FIN das un paso hacia adelante. Después -con pesadez pero en el mismo sentido- el siguiente. Viene un tercero, luego un cuarto, un quinto…, cada uno aumentando de velocidad y ritmo. Sientes desvanecerse por tus piernas la sensación de soledad y claustrofobia, en su lugar una inyección de adrenalina las activa y encamina al extremo del recorrido. Tu garganta se afloja, el estómago se vuelve liviano, los pulmones se hinchan, la mente se ordena, el corazón palpita contento y acelerado, la vista se aclara.

En ese justo momento, a unos cuantos pasos de alcanzar lo inconseguible, descubres que la otra persona no estaba en el otro extremo del recorrido, ¡eras tú el que lo estaba del suyo! No había cruzado antes que tú, estaba como tú impedida para hacerlo, con estrechez en la garganta, pesadez en las piernas, estómago golpeado, la intención en los pies dispuesta a dar marcha atrás, como te pasó tantas veces. Pero al verte al otro extremo decidió soportar la angustia. Como te pasó a ti. Y verte llegar con el rostro satisfecho le ha llenado de convicción: también lo puede conseguir. Por una mañana, los extremos dejaron de serlo.

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Fotografía por Édgar Velasco