Familia

La alegría de un hogar está en quienes lo habitan y lo llenan con su amor de la calidez necesaria para que al entrar te sientas abrazado, querido, extrañado. Así me pasa cuando llego a casa de los Enciso. Me ha pasado desde hace 19 años. No recuerdo la primera vez que entré, pero no imaginé que jamás me querría ir. Y aún lejos, me quedé. En una foto, en un pequeño detalle, en una enredadera que por varios años cuidaron con mucha devoción. Y ahí sigo, me doy cuenta cuando he vuelto y parece que el tiempo se detuvo por un instante en aquella noche que vimos la final de la Copa Confederaciones donde México derrotó a Brasil 4-3, o alguna de las mañanas de domingo en que después de misa de 8 íbamos Elías y yo a desayunar un rico menudo. De repente parpadeo, el tiempo vuelve a su curso habitual y me descubro viejo, con la barba entrecana, con achaques inexplicables en la cadera que vuelven mis días tortuosos. Tampoco los Enciso son los de antes. ¡Son más! Cuñadas, nietos, más nietos, ¡bisnietos incluso! Y más años en cada uno de ellos, y achaques, y penas, y tristezas que sólo ellos saben cómo las llevan pero han aprendido a hacerlo, entre tropezones y bendiciones. Porque eso sí, la gracia de Dios -al muy particular modo de Dios, claro- nunca les ha faltado, están «benditos», y me encanta estar con ellos y contagiarme de su entusiasmo y bendición. Aún en mis ausencias, me sé presente, me saben y sienten presente y es una dicha que no cabe en el alma, que me tiene ahorita con lágrimas chorreando de mis ojos, como algunas veces las lloré junto a ellos, mi famila, los Enciso.

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Fotografía por Teresa Thot

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