Habana

Vine a morirme a La Habana. No sé si me tome un par de semanas, tres meses o cuatro años, pero lo tengo decidido. Que sean su calor, su sal, su humedad, su olor, sus ruidos, sus calles con edificios derruidos, sus sexosas mujeres, sus avispados hombres, su morbo, sus sueños incumplidos, sus promesas, las que consuman los últimos días de mi vida. Pasar cada tarde del resto de mi existencia, hasta que me sea posible, recorriendo y explorando sus rincones, inventándoles historias, historiando eventos. Llenar libretas de relatos cortos sobre Raúl, el anciano despachador de ron de la esquina del edificio donde vivo; sobre Noraly, la rubita jinetera que vive y atiende a sus clientes en el apartamento contiguo al mío; sobre Rember, el técnico dental que completa sus gastos trabajando de taxista; sobre Dayron, un chico de 16 años que conduce un bicitaxi pero se mira a futuro siendo un empoderado proxeneta; sobre Evisley, que viene cada mañana con mucha diligencia a apoyarme con el aseo y atenciones matutinas; sobre Pedro Juan, que de cuando en vez me lo encuentro en alguna bebedera de ron abrazando desparramadamente a las mujeres que lo asedian.

Salgo de mi madriguera entre 5 y 6, me cruzo a la esquina del Museo de la Revolución, como si ahí estuviera la brújula invisible que orientará el recorrido de esa tarde. Pero lo que me guía es el instinto de tejer una historia, dejándome llevar por la vista, el olfato, pero la mayor de las veces, la lujuria. ¡Hombre!, que no vine a Cuba a rezar rosarios. Vuelvo a las horas, con la libreta llena de garabatos entendibles a mi calibrado ojo, me ayuda Haniel a pasar a la cama -cuya familia vive junto al apartamento de Noraly-. Eso las veces que no vuelvo acompañado, ya sea por una chica cubana o alguna extranjera, de las tantas que llegan por turismo o trabajo a la isla. El amanecer lo marca la entrada de sol por la ventana que apunta a Tejadillo, o la llegada de Evisley, lo que suceda primero, quien siempre, en un derroche de cautela, da tres fuertes golpeteos a la puerta para el caso de que estuviera acompañado. Me cura, me asea, me ayuda a pasar a la silla, me prepara el desayuno mientras me conecto por un momento a Internet para asomarme al mundo. Alrededor de las 11, y ya desayunado, me acerco de nuevo a mi laptop y la libreta de apuntes, para comenzar delante del teclado a transcribir y dar forma a las ideas contenidas, agregando algunos detalles, ficcionando otros, dejando que la historia cobre vida ante mí y me aproveche para expresarse, entre trago y trago que doy a la primera Bucanero del día.

Un par de horas después me acerco al refrigerador a buscar algo para botanear, y sigo mi tarea, bebiendo ya de la segunda cerveza. No necesito música para escribir: tener la mesa de trabajo pegada a la ventana basta para que entre el ruido de fondo necesario para apuntalar los relatos. A las 3, religiosamente a las 3, toca doña Leyna -mamá de Haniel-, que me trae la comida. A veces el plato luce repleto, otras desesperado por no verse tan desguarnecido. La recibo con gusto, y con hambre, quien diga que el trabajo mental no fatiga es que nunca lo ha experimentado. «De rato te mando a Haniel», dice al despedirse, para ayudarme a pasar a la cama y tomar una calurosa pero necesaria siesta antes de salir a mi recorrido del día. Unas veces como solo, otras me acompaña alguno de los amigos que he venido recolectando, otras más invito a Noraly, quien según su estado de ánimo me ofrece intercambiar la comida por disfrutar media hora de sus encantos. Y según el mío, algunas veces le tomo la palabra.

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Fotografía por Annabel Olwin