Imperio

Decir que llegué a Londres una fría mañana de *cualquier mes* es caer en un lugar común. En esta isla todas las mañanas son frías, la única diferencia es que unas son más frías que otras. Como me di y pude entender, conseguí tomar el DLR que me acercó hasta una estación del Tube, y del mismo modo llevé mis pasos hasta la London Brigde Station. Salir de ella es sentirte en el corazón del imperio británico, empaparte un poco del orgullo que por siglos ha forjado el espíritu de esta nación. Contemplar por primera vez el Támesis, adornado esplendorosamente por el Tower Bridge, enchina la piel. Y mirar del otro lado, a simple vista, la Torre de Londres, es transportarte a un rudo pasado en donde se han impuesto la fortaleza y tenacidad. Me fundí entre la multitud y avancé en dirección al puente para cruzarlo. Seguí consumiéndome en una sensación nunca antes vivida, acompañada del ruido citadino y el parloteo en diferentes idiomas de los turistas que pasaban a mi lado. Sin entender una sola palabra de lo que decían, comprendía y me identificaba con su algarabía y regocijo. Imposible no detenerme a mitad del puente y sentir en mi rostro la ligera brisa que el viento levantaba del río, con diminutas gotas de agua aterrizando en mi cara provocando un frío pero agradable efecto. Tras un par de minutos en este breve trance, avancé hasta llegar al Tower Hill Garden, viendo a mi paso la torre Shard y la cúspide de la torre Gherkin, entre otros tantos edificios y grúas que se alzan altivas  ensamblando más edificios. Definitivamente mis recorridos previos de Londres en Google Maps estaban valiendo la pena, no tanto las clases intensivas que había tomado de inglés. Llegué al jardín, lo atravesé sin prisa, sabiendo que faltaba aún media hora para encontrarme con Sara a la salida del Tube. De la emoción por la llegada no me había detenido a pensar cómo resultaría verla después de tantos años, qué tanto ha cambiado su forma de ser (y la mía, claro), qué tan sencillo o complicado resultaría retomar la convivencia al menos en lo que me establecía por cuenta propia en aquel monstruo de ciudad. Ya tendría tiempo de averiguarlo. Por mientras contaba con 20 minutos para volverme invisible y volar con la imaginación por mi nueva ciudad. A despegar.

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Fotografía por Ángela Esparza