La cebra que extravió su mantarraya

Aquel caballo era diferente a todos. Y no me refiero a su aspecto: su crin, cascos, lomo, flancos y cola lo volvían idéntico a cualquier otro caballo que hubieras visto. Pero su manera de andar y comportarse dejaba mucho de desear del comportamiento habitual de un jamelgo. Apartado del resto de la tropilla que tenía como residencia los amplios terrenos del hacendado más rico de la región, su actitud huraña le volvía blanco favorito de las burlas de los corceles más broncos.

-¿Quién te crees tú para ignorarnos, eh? -Solían increparle con frecuencia, pregunta que eludía no con la facilidad deseada al verse rodeado por varios potros de mayor envergadura que la suya, altivos al saberse los preferidos por los hijos del patrón para realizar cabalgatas en los caminos aledaños a las tierras de su padre. -No me creo nadie -respondía- pero no terminan de entenderme que no soy como ustedes: soy una cebra, sólo que he extraviado mi mantarraya-. Lo anterior hacía soltar tremendos relinchos de hilaridad a los presentes, que terminaban por alejarse de él entre burlas y comentarios soeces. -Vaya complejo de superioridad, ¡si en su vida ha visto una cebra y se cree poco menos que el rey de la selva!-.

Lo anterior no lo aminalaba, y si bien no se acostumbraba al acoso de sus compañeros de destino, tampoco le mermaba su firme convicción de que él no pertenecía a la misma especie aún compartiendo rasgos tan similares. Si la vida lo tenía ahí bien podía deberse a un error geográfico de las cigüeñas de la estepa africana, o, como solía explicárselo, a que en un algún momento de su historia, deliberada o inconscientemente, había extraviado la mantarraya que le ayudaba a identificarse como miembro de la familia Equus quagga y no al convencional caballo venido a menos desde su domesticación por el Homo sapiens centenares de generaciones atrás. En cambio, la pregunta que sí solía llenarle de tormentos era cómo volvería a recuperar tal status.

¿Te han pasado cosas extraordinarias e inesperadas? Entonces podrás comprender la sensación de entusiasmo desbordante que llenó a nuestro amigo cuando una día como cualquier otro que deambulaba solitario por los límites de la hacienda con el camino que llevaba hasta el centro del pueblo vio pasar frente a sus ojos el recorrido de una caravana circense, que con bombos y platillos anunciaba su llegada e instalación durante un par de semanas en las inmediaciones para beneplácito de los lugareños. Pero lo que verdaderamente le provocó un subidón de adrenalina (o su equivalente para la raza en cuestión) fue el observar entre los carruajes que exhibían a los animales que formaban parte del espectáculo a una pareja de esbeltas cebras de reluciente estampado rayado. A lo largo de su vida nunca había tomado una decisión arrebatada, probablemente porque no había estado en situación de hacerlo, pero en este instante un súbito ímpetu se instaló en su corazón y circuló por su torrente sanguíneo obligándole a retirarse unos cuantos pasos hacia atrás de la cerca, los necesarios para tomar el impulso suficiente para brincarla de un salto, quedar libre, y unirse a la caravana a unos cuantos metros de distancia.

¿Qué le depararía de ahora en adelante? No lo sabremos. Yo mismo jamás volví a saber de él. Pero cuando alguien persevera en sus ilusiones y hace lo necesario para volverlas realidad está muy cerca de alcanzar la felicidad, y estoy con plenitud convencido que la cebra aún habiendo perdido su mantarraya ahora es inmensamente feliz.