Debo confesarles algo: evito recordar a mi abuelo. Hacerlo me pone mal, me llena de entrañables recuerdos que al día de hoy no sé donde acomodar.
Esta mañana, buscando entre papeles viejos información para una historia que pienso escribir, me crucé con una fotografía que al verla resultó un dardo de emociones directo a las entrañas. Es una foto que tomé hace años y mandé a imprimir para regalársela, lo que me fue imposible porque de un día a otro lo invadió el cáncer y ni tiempo nos dio para evitar que nos lo arrebatara tan fulminantemente.
La foto es un pasaje de un canal de Xochimilco, haciendo el recorrido que sale del embarcadero Fernando Celada. Se aprecia una casa en alto, blanca, con teja y decorados en rojo ocre, que tiene al frente una escalinata que baja hasta el canal. Una pequeña balsa reposa en la orilla, y la vegetación acuática de la zona recubre el muro de piedra que contiene la construcción.
Una de las anécdotas favoritas de mi abuelo, que contaba cada ocasión añadiendo un nuevo detalle que la volvía más rica e íntima, es sobre cómo se robó a mi abuela de aquella casa. Hija de un hacendado de la región, que había mandado edificar tal vivienda como refugio para los fines de semana, mi abuela pasaba allí sábados y domingos, días en los que mi abuelo cruzaba el canal con mercancía que llevaba al barrio de San Juan desde el tianguis de Xochimilco.
Una domingo estaba sentada en la escalinata, remojando sus pies en el agua en aquel entonces cristalina, cuando pasó mi abuelo. Cruzaron las miradas y fue suficiente para enamorarse como sólo a los 16 años puede suceder. Mi abuelo, sin perderla de vista siguió remando, dejó la mercancía y regresó por más, y ahí seguía mi abuela. Esta vez se atrevieron a sonreír, lo que bastó para que mi abuelo fuera feliz durante toda la semana, hasta volver a encontrarla el sábado siguiente.
Transcurrieron varios fines de semana, en los que mi abuelo, de a poco, se fue acercando y arrojando pequeñas notas atadas a un guijarro, que eran contestadas por mi abuela en lo que él hacía el trayecto de ida y vuelta hasta el tianguis, entregadas de la misma manera. Así se fue enterando de su nombre -Adela-, su edad, que hacía durante la semana, y un dato de suma importancia: que acostumbraba ir con su familia cada domingo a misa de 8 a la Parroquia de San Bernadino. A partir del siguiente y por varios meses, mi abuelo se volvería infaltable asistente de tal evento religioso, sentándose en el lugar preciso donde podía ver a mi abuela a la perfección, y al que ella pudiera de tanto en cuanto voltear para regalarle un afectuoso guiño.
El cómo se la robó daría para otro relato, y es posible que algún día los escriba todos juntos. Quizá, en palabras y por capítulos, es como me corresponda acomodar los recuerdos que tengo de mi abuelo, darle forma a sus historias, volverlas más ricas e íntimas como seguramente lo seguiría haciendo, y sacudirme el desasosiego que me inunda cuando lo recuerdo Mientras, guardaré la foto de nuevo entre los papeles viejos, en un lugar donde la nostalgia no la pueda perturbar.
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Fotografía de Adriana Atzimba