Luna llena (fábula)

Llegó el atardecer y el sol se despidió tan horondo como siempre, cediéndole su lugar.

Tímida en un principio, dubitativa ante el inmenso paquete que le dejaba el astro rey de iluminar el firmamento.

—No te preocupes, tú puedes —, le alcanzó a decir mientras colocaba un sombrero en su cabeza y se marchaba a descansar hasta la mañana siguiente.

Sacudiéndose el pánico escénico, avanzó cautelosa hasta el lugar que consideró más adecuado para su labor. La gente, corriendo apurada de aquí para allá, metida en sus preocupaciones cotidianas, ni atención le prestaba.

Triste por pasar inadvertida bajó su mirada hasta encontrarse con la de un niño, que viéndola con asombro, alzó sus manos gritando a todo pulmón: «¡Qué bonita!».

Nadie lo escuchó, pero eso bastó para llenarle las mejillas y hacerla brillar en todo su esplendor. Desde entonces cada mes sonríe de singular manera tan sólo para su amigo.

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David Granados.