Luz

Ayer la vi. Sus ojos grandes, brillantes, me reciben antes siquiera de estar cerca y darnos un abrazo. Tras la emoción inicial, como cada ocasión que nos vemos, comenzamos a platicar como si hubiéramos dejado una charla interrumpida el día anterior. Más yo que ella, pero parece no importarle. Me escucha atenta, comprensiva, emocionándose o conmoviéndose a la par de lo que le cuento. Intercala entre mis pausas algún breve comentario, tierno y certero. En otras, un silencio empático, solidario, que me lleva a detener mis ojos en los suyos, y hablarnos unos instantes sin que medie palabra alguna. Al poco rato termina una de mis manos entre las suyas, suficiente para transmitirme la paz que me andaba faltando de semanas atrás. «Hay muchos que te queremos», me dice al tiempo que presionan con firmeza sus manos a la mía.  Y lo sé. En mi ensimismamiento lo dejo de sentir, como si el corazón debiera estar siempre sintiendo. Tal vez, como dice un cantautor español: aquel que sólo busca intensidad está perdido / perdido porque la pasión se acaba y no hay vacuna.

Pero verla es distinguir de nueva esa luz que extrañan mis pupilas, es sacudir un poco las emociones que vengo arrastrando, es escuchar una voz que me ha acompañado en las buenas y las malas desde hace quince años cuando, sin esperarlo, entró en mi habitación del hospital con sus ojos grandes y brillantes, su sonrisa que acentúa sus marcados pómulos, la animosidad y alegría que muestra siempre que nos encontramos. Aunque sean pocos los minutos, y aunque pasarán meses hasta que volvamos a vernos, es justo lo necesario para sabernos cercanos. Nos despedimos con un cariñoso abrazo. La acerco de nuevo para plantarle un beso en la mejilla, y decirle antes de partir Te quiero mucho. «Yo a ti», responde sonriendo. No hace falta más. Segundos después, mientras me alejo, pienso en la bendición que resulta ser querido así, por muchos, y la dicha de encontrar siempre una luz detrás de las sombras que a veces oscurecen el camino.

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