El muelle

Hay un recuerdo de mi infancia que tiene un par de semanas asaltándome con frecuencia. Asaltar puede sonar exagerado, lo relacionamos con un hecho delictivo, ultrajante, violento. No es el caso. Pero sí aparece a la menor provocación y descuido, tanto que hasta me ha pasado por la cabeza buscar a Noemí, mi psicóloga hace algunos años, para platicarle sobre el tema. 

De repente me veo en la orilla de un muelle, a una corta edad, 5, exageradamente 6 años. Estoy sentado en el borde, mis pies colgando, que balanceo al ritmo de las olas. No temo, me siento seguro porque está a lado mi padre, que con caña en mano intenta demostrarme sus pericias de pescador. Quiere que las aprenda también, pero mi interés no da para tanto, y termina desanimándose y haciéndome ocasionalmente algún comentario sobre lo lejos que llegó el anzuelo, sobre el picoteo de las posibles presas en la carnada, sobre la dirección a la que debe dirigir el lance de la caña en cada nuevo intento. Completan el escenario una pequeña hielera para conservar la carnada fresca y los peces capturados (ninguno hasta el momento), y una caja de pesca que sería la envidia de cualquier estudiante de Odontología, por la variedad de compartimentos que despliega al abrirse.

Llevamos ahí cerca de dos horas, el sol comienza a despuntar por encima de nuestras cabezas, y papá sabe -él siempre sabe muchas cosas- que ya no es buen momento para la pesca. El día anterior, a esta misma hora, en la hielera había ya tres piezas de muy buen tamaño, pero esta mañana los peces amanecieron renuentes a picar. «Último intento y nos vamos a almorzar», dijo refunfuñando, sabiéndose derrotado por la fauna marítima de la zona. Presté atención a su vigoroso movimiento, y tratando de mejorar su ánimo, solté un forzado «¡qué gran lance, papá!», que ignoró intencionalmente para no perder su adusta pose. No me importó en absoluto, y seguí balanceando mis pies al ritmo del golpeteo de las olas y divagando en la cantidad de ellas que llegaban cada 6 segundos -en promedio- a impactarse, unas con suavidad, otras con mayor ímpetu, en la base del muelle.

Mientras esto sucedía, un extraño ruido llamó la atención de ambos. Giré la cabeza y desde la derecha apareció una pequeña embarcación con gente a bordo, más de la que podrían cómodamente ocuparla. Se veía repleta. El extraño ruido, provocado por el motor, se seguía acercando a nosotros, conforme la lancha atravesaba el mar con más voluntad y esfuerzo que gracia. Volteé a ver el rostro de mi padre, que también había clavado por unos instantes su mirada en el bote, justo cuando quedaba frente a nuestra vista, a no más de 20 metros. Y sin esperarlo, sucedió: una tremenda explosión hizo saltar por los aires trozos de la embarcación y a personas que la tripulaban, una desagradable escena que aconteció con mi padre y yo como mudos e inertes testigos. Recuerdo ese instante y el inmediato: mi padre tomándome con brusquedad del tronco y sin importarle su caña y aparejos de pesca, alzándome con firmeza para echarse a correr conmigo en brazos al extremo del muelle. Asustado por la velocidad con la que sucedían los hechos, me sentía llevado por los aires como una hoja de papel, para luego ser casi aventado a la arena desde los escalones del muelle. Acto seguido, y subiendo un par de escalones para alcanzar a verlo, mi padre regresaba con velocidad al otro extremo, quitándose tenis y playera en el recorrido para zambullirse en el agua lo más pronto posible, buscando auxiliar a quien pudiera necesitarlo. Al disminuir mi estado de alerta, aparecieron en su lugar una serie de gritos, lamentos, sollozos de gente que desde la playa no cabía en razón de lo sucedido, y de algunos sobrevivientes que habían llegado braceando a tierra firme. Me aferré a uno de los postes del muelle y desde ahí fui testigo de los hechos subsecuentes. Pocos minutos después apareció mi madre, me tomó en sus brazos y nos conducimos hasta el bungalow que teníamos varios días ocupando. Me dio un baño, y nos recostamos juntos en la cama. Fue hasta por la tarde, después de comer, que apareció mi padre con una expresión de tristeza y cansancio que nunca le había visto y nunca le volví a ver.

Esto pasó hace 30 años, y por mucho, mucho tiempo, quedó como un recuerdo arrinconado en el fondo de la memoria, expresamente mandado a ese lugar, donde no hiciera ruido. Pero en los últimos quince días aparece con tal reiteración que incluso dejo de hacer lo que esté haciendo para revivirlo como se deja venir, con el cúmulo de emociones y sentimientos que guarda, tanto por lo sucedido como por la reacción de mi padre. Nunca se lo dije, quizá nunca se lo diré, pero desde entonces es la persona que más admiro en este planeta. Y quizá lo sepa. Y quizá si se lo diga me volteará a ver con su rostro adusto -para no perder la pose-, como aquella mañana que con falsa emoción y para mejorar su ánimo le dije «¡qué gran lance, papá!».

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Fotografía por Mirinda Palafox

Un comentario en «El muelle»

  1. 👏👏👏👏excelente narrativa, recordé cuando mi padre, mi abuelo o mi madre me tomaban de la mano y me sentía ligera como hoja de papel…. (nunca en una circunstancia de peligro, gracias a Dios) que linda sensación, gracias por recordarlo, me gustó mucho la historia.

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