Primerizo

Recuerdo la primera vez que morí.

Tenía el ímpetu y fogosidad propios de los 16 años. El intenso calor del verano sólo se mitigaba sumergiéndose al mar y dejándose mecer por las imperturbables olas del Golfo de México que bañaban aquella playa tamaulipeca. Poca gente en el lugar la volvía apacible, más no exenta de chiquillos -entre ellos mis hermanos- que se divertían a raudales, ya escarbando un poco en la arena para descubrir pequeños cangrejos, ya construyendo colosales castillos, ya formando represas de dimensiones inconmensurables en su imaginación.

Acompañado de la rústica caña de pescar que surge de combinar una lata de aluminio, sedal y un anzuelo, me dirigí al camellón de roca levantado artificialmente para amainar el golpeo del oleaje y volver menos brusca la salida de navegaciones por la desembocadura del río aledaño. Avancé 50 metros y descendí entre las rocas hasta que mis pies rozaron la cristalina bóveda que permitía ver la fauna marina que la habitaba. Mejor lugar para una apacible pesca no podía encontrar, me dije, y desenredando un poco de sedal, con el brazo derecho arrojé el anzuelo al mar.

Menos de un minuto bastó para sentir el picoteo de una presa, y la adrenalina circuló por toda mi sangre provocándome una súbita erección. Reaccioné tirando con fuerza el sedal y así ganchar al animal al anzuelo y evitar su huida, manteniendo la tensión para que su desesperación completara la tarea. También fue cuestión de un minuto el que finalizara tan delicado trance, a lo que correspondía ir enredando el sedal en la lata hasta recoger a la víctima. Tras algunas enrolladas sentí el extremo atascado y reacio a seguir avanzando, e intuí que de seguir jalando corría el riesgo de reventar el sedal, perdiendo tanto la presa como el anzuelo. Encajando la lata en la cavidad de una roca, decidí sumergirme utilizando las rocas inferiores de escalón hasta donde me fuera posible para destrabar el sedal.

Recorrí un par de metros y el agua llegaba a mis axilas. Respiré lo suficiente, y llevando una buena bocanada de aire a mis pulmones, me sumergí avanzando un metro más, guiado a la profundidad por el sedal. La lama de las piedras que pisaba impedía me detuviera en ellas con firmeza y fue al dar un tercer paso cuando no sentí ya piso alguno, al contrario, una inmensa fuerza había en su lugar que me jalaba con rudeza. Fue en vano mi esfuerzo por regresar el pie; al contrario, el otro terminó por resbalar también y, aunque intenté detenerme sujetándome del sedal, éste no hizo más que llagar mis dedos por la fricción contra ellos, quedando tras de mí una vaga estela de sangre. No recuerdo cuanto tiempo pasó hasta que la tráquea cediera por la violenta presión del agua y mis pulmones se inundaran de salado líquido desembocando en mi inmediata muerte.

Pasaron dos meses, y fue hasta el primer azote de la temporada de huracanes sobre la playa que mi carcomido esqueleto terminó depositado en su fina arena. La poca carne putrefacta aún adherida a los huesos advertía que por un par de días me volví el festín de toda clase de animales acuáticos que tenían su morada en la escollera. Mi familia fue notificada a las pocas horas, pues mantenían constante comunicación con la capitanía del puerto en espera de algún escabroso hallazgo. Un día después  fui incinerado y lo escaso de mis pulverizados huesos descansa en un pequeña urna en la sala de la casa de mis padres, donde soy testigo desde el apresurado saludo de mis hermanos y las travesuras de mis sobrinas, hasta el cada vez más apagado llanto de mi madre dos o tres noches por semana, cuando le gana el insomnio y, acercando una silla al librero, estira su brazo hasta el recipiente para acariciarlo con cariño. Pensarán que estoy loco, pero cuando lo hace una extraña sensación me recorre y conforta.

Esa fue la primera vez que morí y han pasado veinte años desde entonces. De las demás, después les cuento.