A los seres humanos nos gusta reír, lo que además de aligerar el ánimo, tiene fines terapéuticos. Una buena dosis de carcajadas puede despejar los oídos, mejorar la capacidad respiratoria, estirar la columna vertebral, reducir el estreñimiento, reforzar el sistema inmunológico, eliminar toxinas, producir endorfinas y limpiar los ojos con las lágrimas resultantes. Por donde se le vea, carcajearse es un ganar-ganar que vale la pena intentar.
Hay muchas manera de conseguir reír. Una, a veces poco explotada, es la de reírse de uno mismo. ¿Cuándo fue la última vez que lo hizo? La última vez que en lugar de reprocharse y maldecir, reaccionó con una sonora carcajada e incluso un humorístico «¡Pero qué pendejo me vi!», doblándose de la risa y respirando con liviandad. ¿Recuerda cómo se sintió? Seguramente bien, o de perdido menos acongojado por el equívoco que le provocó la (auto)risa, mejorando su autoestima y el seguir adelante despreocupado del desliz en cuestión.
Otra -de tantas- es recurrir a profesionales de la risa. ¡En serio, los hay! Si existen profesionales para ayudarnos con los problemas de la psiqué, que no los hubiera para provocarnos reír. Ya en la antigua Grecia el teatro cumplía una activa función en acercar la risa y el humor a las comunidades. Con el paso de los siglos y las civilizaciones, esta actividad se ha perfeccionado, lo que no significa que cualquier comediante (uno de tantos calificativos que podemos atribuirles a los profesionales del reír) sea de un derroche de perfecto humor, pero cabría preguntarnos: ¿Cuál lo sería? Más bien, y ante lo complejo de responderlo, postulo que: El imperfecto humor, el peor de los humores, será siempre el que no se intenta.
Por eso, en beneficio de su estado de ánimo y condición física, hoy no lo pase de largo y ría.
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Fotografía por Gabriela Patricia