Resignación

Anoche te vi. No en la acera de enfrente, como Anibal a Sara en el entrañable «Deshoras» de Cortázar; o Alex a Aimee, entre las calles de la Copenhague de «Reconstruction». Tampoco en una plaza comercial, un parque o una biblioteca -lo que hubiese resultado singularmente sexy-.

Pero no. Te vi en tu nueva foto de perfil, ¿dónde más encuentra uno a quienes no tiene cerca? Algunos le llamarán «stalkeo», otros, un recurso para aminorar la añoranza, al alance de cualquiera con un dispositivo para navegar en internet con wifi o plan de datos. Llámese como se llame, lo que vi no me gustó, por eso te lo escribo.

Podrás pensar: «¡me importa un rábano tu opinión (jódete)!». Tienes toda la razón. Pero nunca será un atrevimiento expresar lo que uno siente al ver el rostro de alguien a quien quiere. Tanto el habitual «¡Qué gusto verte!» como el incómodo pero sincero «¡Qué acabado te ves!», reflejan interés genuino.

Lo que me alarmó ver en tu rostro no fue tristeza, decepción o desgano, sino resignación. ¿Sabes cómo define la RAE esta palabra? Entrega voluntaria que alguien hace de sí poniéndose en las manos y voluntad de otra persona. Y la partecita de «voluntaria» es la que la vuelve contundente y mordaz.

¿En qué momento decidiste resignarte? ¿Cuándo abandonaste tu voluntad en la de él? ¿Dónde se escondió la tuya? Podría seguir con las preguntas, pero basta una solamente: ¿por qué te resignaste a no ser feliz?

Aún en medio de la oscuridad, cada mañana sale el sol, y con él, la oportunidad de sacudirse la resignación para vestirse de ilusión, de deseo, de felicidad. Cuando pasé me daré cuenta por tu foto de perfil, pero sobre todo, porque he visto en tu rostro la ilusión, el deseo y la felicidad, y eso no se olvida.

Ahora lo que me queda es acercarme al espejo, vencer el miedo de mirarme en él, y si me veo resignado, desear que amanezca.