Los rusitos

Recuerdo como si fuera ayer la tarde que se corrió la noticia que en mi barrio, más precisamente en un baldío del que un pudiente empresario desalojó a 20 familias para construir unos modernos edificios departamentales, se descubrió «la Garganta del Diablo», como le llamaron los sensacionalistas medios de la época.

Después de excavar unos cuantos metros para echar los cimientos del primer par de edificios, los constructores se empezaron a inquietar cuando la excavación en el resto del terreno rebasaba los 14 metros, profundidad inverosímil para la época. Por fortuna un honesto y avispado inspector de gobierno -espécimen demasiado extraño para cualquier época- advirtió al Departamento de Obras y no dejaron que en aquella elitista obra se diera una paleada más.

En su lugar, ve tú a saber cómo, el hallazgo de la anomalía se difundió por todo Ecuador y más allá de nuestras fronteras. Tan más allá que llegó desde Rusia un sofisticado equipo de rudos investigadores, que, en resumidas cuentas, se propuso seguir taladrando hasta encontrar el punto donde su barreno topara con roca. La mayoría de los vecinos cada tarde abarrotábamos las azoteas, apenas sostenidas por unos cuantos barrotes, para admirar la destreza con la que maniobraban al tiempo que vociferaban en su áspero idioma. Con el paso de las semanas les perdimos interés, y al parecer, ellos también a su proyecto, que no tuvo el éxito esperado. A menos, claro, que haya salido el barreno en algún punto del desierto del Sahara sin llegar nosotros a saberlo.

El resultado: un par de edificios abandonados, un baldío cercado para evitar el asalto de los curiosos, una clara advertencia de PELIGRO, y varios pequeños que ahora rondan los 23 años, blancos, altos y de barba espesa aún a su tierna edad, que desde siempre los hemos conocido en nuestro barrio como los rusitos.

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Fotografía por Iván Lasso