Hay mañanas en que no despiertas como de costumbre, al igual que otras, recostado hacia tu lado preferido en el confort que ofrece un mullido colchón.
La que hoy recuerdo comenzó cuando abrí con esfuerzo los ojos, tras varios minutos escuchando diversos pitidos asincrónicos. Despegué con lentitud los párpados hasta encontrar del otro lado una barra luminosa blanca, que desprendía un tenue pero voluntarioso sonido que se sumaba alegre al resto. El golpe de luz fue como correr el telón de un teatro y encontrar un cañón apuntando a un único espectador entre las butacas. A pesar de la intensidad no despegué la vista ni cerré los ojos de nuevo: absorbí la luz con las pupilas mientras en vano intenté jalar aire por la nariz. Un tubo ocupa mi boca hasta la tráquea llevándolo a los pulmones, impidiéndome respirar naturalmente.
¿Te ha pasado que quieres sentir tu cuerpo pero no puedes? Después de una anestesia, cuando medio despiertas en la penumbra de la madrugada, en el clímax de la embriaguez antes de perder la noción… Así me sentí. Levanté con dificultad el brazo derecho, jalando varios cables que se dirigían a uno de los pitidos que fluían enmarañados en la habitación. Distinguí prensado en mi dedo índice un pequeño artefacto del que destellaba rítmicamente una lucecita verde. ¡Gran consuelo! Que no fuera ámbar o roja, por tonto que parezca, me provocó alivio.
Volátil emoción que dio paso al sorpresivo descubrimiento de una mano hinchada, reseca, entumida. ¿Seguía siendo mi mano? No era como me las recordaba. Manteniendo en alto el brazo, giré la cabeza alzando al mismo tiempo el izquierdo, que a la mitad mantenía un dispositivo adherido con cinta, del que se desprendía una delgada y transparente manguera que llegaba hasta una bolsa de suero blancuzco, que pendiendo de un asta descendía gota a gota. Observé también la mano izquierda hinchada y entumida, y mis dedos desafiantes a la orden de extenderse o contraerse. Agotado, bajé ambos brazos y cerré los ojos.
En resumen: desperté en otra cama, en otra habitación, y quizá hasta en otro cuerpo. Porque el mío, si bien delgado, es resistente, obediente y ágil. Obligué a mi mente a no imaginar nada, a abstraerse de pensar si es posible conseguirlo. Apreté los ojos y aparecieron flotando irregulares formas, que acompañadas por los ruidos que atiborraban el ambiente asemejaban una desordenada danza. Sumido en tal ensoñación, como si fuera un entendido en cuestiones técnico-médicas, fui desmenuzando el motivo de cada sonido. En algo tenía que ocupar la mente lo indispensable para no pensar en lo que me tenía allí.
Atiné a descubrir entre la maleza de ruidos aquel que pertenecía a la máquina que llevaba conteo de mi pulso cardiaco, un delicado pib, pib, pib al ritmo de mis latidos. Lo confirmé cuando en un derroche de esfuerzo agité varias veces el brazo derecho y el pib, pib, pib se volvió por momentos más corto y continuo. Después, ubiqué como origen de un pooof, pooof seco y tosco que parecía venir del interior de la cama al ventilador artificial, por coincidir con breve anticipación a la sensación de expansión de mi pecho. Con éste no quise experimentar, ignorante de por qué lo usaba y sus alcances más allá de la tosca molestia en la garganta y la resequedad de lengua y labios.
Del lado izquierdo brotaban otro par de ruidos: un clic, clic sencillo pero elegante a intervalos de un minuto, que provenía del difusor del suero confirmando su buen funcionamiento. Y uno más, un tic, tic, tic que emergía con diferencia de entre 15 y 20 segundos uno de otro, que imaginé monitoreaba el trabajo de los chupones que sentía prendidos al pecho, arriba de las tetillas, cuyos cables pasaban por encima de mi hombro izquierdo hacia la parte trasera de la cama. Redondeaba la peculiar sinfonía el inflexible tdddddd que emanaba la barra de luz, semejante a quien toca al menospreciado bombo en una orquesta, que aunque sin mucho protagonismo con igual emoción da lo mejor de sí.
Al fondo, donde suponía que se encontraba la entrada de la habitación, alcanzaba a escuchar esporádicamente algunas voces e incluso risas. A cuentagotas pero suficientes para descartar estar en algún confinamiento solitario abandonado a mi suerte o a un trágico desabasto de luz, como pudiera sospechar bizarramente algún escritor de ciencia ficción.
Ignorante del tiempo transcurrido, escuché la puerta abrirse permitiendo el paso de una pequeña horda enfundada en batas blancas que rodearon de inmediato la cama, como atestigüé al abrir de nuevo los ojos. Mis pupilas oscilaban de un lado a otro mientras un par de ellos inspeccionaban los aparatos y hacían anotaciones en grandes libretas, y el de mayor edad y jerarquía revisaba un tablón que tomó del pie de la cama. Tres más, sin oficio momentáneo, miraban azarosamente. Con uno (una, para ser más preciso) hice contacto visual por segundos, devolviéndome una diminuta sonrisa interrumpida por el movimiento del jefe de la comitiva hacia un costado de la cama para acercarse un poco.
“Soy su neurólogo, y nos emociona que desde ayer haya recuperado la conciencia así como notarlo más lúcido por sus signos y su semblante”, afirmación que no me provocó reacción alguna pero avalada con breves susurros de los presentes. “Ahora procederé a hacer una sencilla prueba para que nos haga saber dónde siente. Con esta pequeña pinza iré punzando desde la planta de su pie hacia arriba, preguntando tras cada presión si siente algo; basta que con un ligero movimiento me niegue o afirme. ¿Entendido?”. No supe si subieron la refrigeración de la habitación o las palabras del médico se volvieron un viento helado que me envolvió instantáneamente la piel, tan veloz que demoré en mover un par de veces el mentón confirmando la indicación.
Uno de los acompañantes retiró la sábana que me cubría y el galeno comenzó el procedimiento. “¿Siente?”. No. “¿Siente?”. No. “¿Siente?”. No. “¿Siente?”. No. “¿Siente?”. No. “¿Sient…”. Obligué a mi mente a no imaginar nada, a abstraerse de pensar si es posible conseguirlo. Sólo concentrarse en sentir, maldita sea, ¿acaso es tan difícil? Devuélvanme mi cuerpo, el que –aunque delgado– sí sentía. “¿Siente?”. El inesperado pinchazo debajo de la axila me hizo devolver un desesperado SÍ con la cabeza. El rostro del neurólogo dijo tantas cosas antes siquiera de abrir la boca. “Es muy pronto para dar un pronóstico; lo que podemos deducir es que…”. En lugar de los ojos cerré los oídos.