No siempre se tiene tiempo para escribir, sin embargo, ello no significa que no se desee hacerlo, o incluso por curioso que resulte, que no se escriba.
Muchas veces escribimos también con la voz, con la mirada, con los gestos y abrazos, con el silencio. Escribimos en el aire, en la espalda de nuestros seres queridos, en esa llamada telefónica con el amigo que teníamos mucho de no escuchar, en ese amplio espacio que divide a dos personas cuando prefieren permanecer calladas en vez de afrontar sus diferencias.
Escarbo en mi pasado y no recuerdo cuando fue la primera vez que escribí. Seguramente fue en alguna de las paredes de la primera casa que tuvieron mis padres, aprovechando uno de tantos lápices o plumas con los que contaba mi madre por el oficio que desempeñaba, maestra. Reconstruyo en la mente tal imagen y me es inevitable evocar las pinturas rupestres en Altamira, y él como nuestros ancestros desde épocas antiquísimas también tuvieron ese anhelo de dejar registro de sus aventuras, en ese entonces limitadas a la caza y protección contra los depredadores. En mi caso (como el de muchos), y varios milenios después, dicha necesidad se vio secuestrada por una madre afanosa que con agua, jabón y estropajo se esmeraba en recuperar la pulcritud de las paredes de su hogar.
30 años después ya no rayoneo, pero mantengo esa efervescencia tanto en mis manos como en mi boca por expresarme, el cosquilleo por volcar, ahora en el teclado, aquellas cosas que pienso, que imagino, que deduzco e incluso que deseo. Porque si se puede pensar, se puede escribir. ¿Qué esperas?