Tarde de cine

Tenía 25 años de no venir a Zaragoza. No lo hacía desde que mi padre me corrió de la casa y mamá decidió mandarme a Reynosa con una prima de ella. Lo que me trae de vuelta es su muerte, y la insistencia de mi madre de que viniera a despedirme de él, como si de algo sirviera.

Mentiría si dijera que no le guardo rencor. No por insultarme y gritarme «pinche maricón» delante de mis hermanos. No por forzarme a empezar una nueva vida en una ciudad áspera y gris, tan lejana a la naturaleza en la que crecí y que llenó por 15 años mis pulmones. Tampoco por impedir que tuviera contacto con mi familia, no fuera a resultar una ‘mala influencia’. Si le guardo rencor es porque me truncó la ilusión de un amor puro y nuevo que había descubierto en Martín, y eso sí no se lo perdono.

Después del entierro pasamos por la calle Allende, y me sorprendió que sigue ahí, como mudo testigo de un pasado que se aferra a desaparecer, el Cine Haslh. Imposible no reír ahora por la ridícula idea de que un cuartucho de 4 x 6 hiciera las veces de cine. Pero hace 25 años, cuando el papá de Martín tuvo la iniciativa de sacarle provecho a un enorme televisor de 50 pulgadas y una videocasetera VHS que le trajo un pariente del gabacho,  nos pareció a todos en el pueblo, no se diga a los chiquillos y adolescentes, la llegada de la modernidad a Zaragoza.

Recuerdo que la película de estreno, La Familia Adams de Anjelica Huston y Raul Julia, fue un rotundo éxito. Se presentó con dos funciones en viernes, y tres en sábado y domingo. Esa primavera del ’92 aún se usaban los viejos pesos, y la entrada fue de $1,000. El cupo del cinito era de 20 personas, lo que don Anselmo dejó estipulado desde el primer día para garantizar la comodidad de los asistentes -y además, porque no pudo conseguir más sillas de la Carta Blanca-. Junto al televisor, la videocasetera y las butacas, en el lugar había un par de ventiladores colocados en contraesquina, que ayudaban a mantenerlo ventilado.

Pero el verdadero negocio del Cine Haslh no estaba en las entradas, que eran administradas por don Anselmo (a Martín correspondía la parte técnica de colocar la cinta, darle Play y ajustar el tracking de ser necesario). El negocio estaba en la vendimia que tenían afuera doña Zulema y Margarita -madre y hermana de Martín, respectivamente-, compuesta por yukis, frituras, palomitas caseras y una serie de golosinas para apaciguar la lombriz durante las dos horas que duraba la función, la cual contaba con su respectivo intermedio para que los asistentes salieran a orearse y de paso comprar alguna chuchería.

A Martín había dejado de verlo con frecuencia desde que salió de secundaria y pasé yo a tercero. Por eso, que su papá abriera el cinito y él estuviera encargado de la película y el orden en la sala, fue la oportunidad perfecta para verlo al menos una vez por semana. Me colocaba en el extremo derecho de la segunda fila, y podía tanto ver al televisor como mirarlo de reojo en el extremo contrario de la habitación, junto al ventilador. Después de un par de un funciones, me percaté que Martín buscaba también ese lugar para voltearme a ver con disimulo, sin despertar sospecha alguna de que nos gustaba cruzar miradas y sonreírnos en las escenas donde reinaba lo oscuridad, lo que evitaba que los demás nos vieran.

Así, aquel 1992 pude ver a Martín una o hasta dos veces por semana, según la disponibilidad de las películas que «tomaba prestadas» de un Blockbuster un primo de don Alselmo que venía a Zaragoza cada viernes. Claro, también vi El GuardaespaldasSoldado UniversalBatman Regresa, –fenomenal porque la proyectaron junto con Batman-, Un equipo muy especialEl curandero de la selva, entre otras más, no necesariamente estrenos pero sí demandadas por la clientela. En el pueblo no todos tenían televisor, por lo que pagar 1 peso no era nada descabellado, más cuando algún padre de familia quería mostrarse magnánimo y acudía con toda su prole a alguna de las funciones dominicales, que en ocasiones llegaron a ser hasta cinco. Don Alselmo estaba colgado de un poste de la CFE y no pagaba un solo quinto de luz, lo que permitía mantener un bajo costo en las entradas y pura ganancia de su parte.

Pero la película que nunca olvidaré será Perros de Reserva. Había cumplido 16 años unos días antes de que la pasaran en el Cine Haslh, y Martín, que esa ocasión estaba encargado de la entrada (sus padres habían salido a una diligencia fuera de Zaragoza, por lo que tampoco había vendimia) me dejó entrar sin pagar. Titubeante, acepté su cortesía y al pasar me señaló con la mirada una de las sillas, pegada a la pared, lo que también acepté. 10 minutos después, y con sólo 4 asistentes más acomodados en las primeras sillas, Martín se dirigió a la videocasetera para darle Play y acto seguido encender los ventiladores, apagar la luz, cerrar la puerta del cinito y ocupar la silla inmediata a la mía. Nervioso de sentirlo tan cerca pasé saliva, y más confusa pero excitante fue mi reacción cuando acomodó su mano izquierda sobre mi rodilla derecha, para comenzar a subirla despacio y cosquilleante hacia mis genitales. Esto mientras un grupo de singulares mafiosos planeaba su asalto maestro en una cafetería. El asalto maestro de Martín, en cambio, fue desabrochar mi brageta para comenzar a masturbarme al tiempo que Little Green Bag adornaba con sus notas los créditos de la película…

Looking for some happiness
but there is only loneliness to find
Jump to the left, turn to the right
looking upstairs, looking behind

A la siguiente escena, y tras brotar un chorro de esperma de mi pene, salí catapultado de la silla de Carta Blanca, abrochando mi pantalón antes de abrir la puerta del cine. Martín me impidió hacerlo, y pasando su mano por mi espalda para serenarme me condujo de nuevo a la silla. Acercándose lo más posible y tomando mi mano entre las suyas continuamos viendo la película. Mi mente divagaba en mil pensamientos, mientras que los personajes trataban de sobrevivir a sus incompetencias y demonios. El inesperado final, tan inesperado como lo sucedido minutos antes, lo tengo grabado desde entonces en la mente, como quedó grabado en mi vida sexual el acercamiento de Martín.

Las siguientes dos semanas fueron de fugaces pero intensos acercamientos entre ambos, en momentos donde nuestras ocupaciones lo permitían. Si vivir en un pueblo chico es difícil, ser gay en un pueblo chico lo es todavía más, pero eso no nos importaba, o al menos así lo pensé hasta la noche que llegué apresurado a la casa, tras haberme visto unos minutos con Martín en el establo abandonado de don Hilario. Abrí la puerta y al dar apenas dos pasos dentro un brusco jalón me aventó hasta el sofá del recibidor. Aturdido, vi a mi padre aventarse sobre mí para soltarme unos duros puñetazos, que alcancé apenas a cubrir. Al tomarme del brazo para aventarme nuevamente intervino mi madre, pero en ella también desembocó la furia de aquel macho herido en su orgullo, porque uno de sus compadres había visto a su hijo mayor «joteando con el hijo de don Anselmo», y se había corrido el chisme por toda la cantina, y seguramente el pueblo entero.  «Ya no tienes casa ni padre», fue lo último que le escuché antes de que saliera azotando la puerta. En la esquina de la habitación, mis tres hermanos miraban asustados lo sucedido, y fue mamá a llevarlos a la recámara para que me dejaran llorar a gusto. Al regresar, me dijo que al día siguiente me mandaba tempranito con su prima Carmen. Esa noche mi padre no volvió a casa. Al amanecer tomé la pesera que salía todos los días de la entrada del pueblo hasta la Central de Monterrey, apenas con los pesos suficientes para comprar el pasaje que me llevaría hasta Reynosa, donde estaría la tía Carmen esperándome.

Si de mi padre no volví a saber, de Martín tampoco. Al menos por un par de años. En una visita que hizo mi mamá a Reynosa, acompañada de mi hermana Lupita, ésta me comentó que se había casado hacía unos meses con una chica del pueblo porque la dejó embarazada. Oír la noticia no me impactó en absoluto, había decidido darle vuelta a su capítulo en mi vida y si sus actos lo tenían ahora con esposa e hijo, que fuera lo que Dios quisiera. Por mi parte, no es que Reynosa fuera la cuna del libre pensamiento, pero a diferencia de Zaragoza, podía ser yo sin sentir el juicio ajeno mordiéndome la yugular. Eso y que mi tía Carmen y sus hijas me trataron desde el primer día con mucho amor y respeto, como un hermano más.

Mañana vuelvo a Houston, donde vivo desde hace 8 años. Bill quiso acompañarme, pero este viaje debía hacerlo solo. Este encuentro fugaz con mi pasado, esta despedida insípida de mi padre, este recordar la tarde de sábado de noviembre en que un hombre tomó por primera vez mi pene y confirmó la atracción que sentí desde niño, la elección que hice desde esa tarde de sábado y para siempre del rumbo que tomaría mi vida. No me arrepiento: soy feliz.

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Fotografía por Jazzia Rimbaud