Tardes de jacaranda

¿Te acuerdas la de veces que te esperé debajo de la jacaranda que está a la vuelta de tu casa? Eran otros tiempos, sin Whatsapp ni inbox en Facebook. Volver de la escuela, comer, hacer la tarea, prender la compu y conectarla a Internet, previa advertencia a los miembros de la familia de que no levantaran el teléfono para no cortar la conexión. Comenzar a platicar por MSN con los amigos, como si no hubiera sido suficiente el tiempo de convivencia en la escuela. Esperar a que aparecieras disponible, enviarte un zumbido, recibir un divertido emoji como respuesta, ponernos de acuerdo para vernos en un par de horas, mientras platicábamos de canciones, de películas y conciertos a los que no iríamos, de viajes y sueños que entre bromas y risas de cada lado del monitor se iban desgranando.

En cualquier momento aparecía en la ventana del chat tú «¡Ándale, vente!», que respondía con un zumbido para tomar mi iPod, abandonar mi habitación y la casa despidiéndome con un grito de «¡Ya pueden usar el teléfono!». Salir corriendo, atravesar Prolongación Acueducto y caminar a paso más relajado hasta la esquina de tu casa, para recargarme en la jacaranda y en lo que llegabas ponerme los audífonos, buscando en el iPod alguna canción bonita para compartirte recién llegaras. Entre mi distracción y concentración en la biblioteca de canciones,  aparecías: linda, diferente, sin el uniforme de la escuela. Y me encantaba verte, rozar tu mano, sentir el beso que me plantabas en la mejilla, tibio y delicado muy cercano a mis labios. «¿Qué escuchas?», decías, tu manera de que retirara uno de los audífonos de mi oreja y lo colocara en la tuya, para comenzar a caminar por la orilla de la calle sin rumbo fijo pero con la felicidad de acompañarnos, como si nada más importara.

Ayer, visitando un cliente, llegué hasta tu colonia. Bueno, en la que siguen viviendo tus padres. Pasé frente a su casa, y justo en la esquina mi mirada se dirigió a la noble jacaranda. Orillé el auto, me bajé y acerqué hasta ella, recargándome un rato. El vecino de enfrente, que justo en ese momento entraba a su casa, me miró extrañado. Volteé la mirada en otra dirección y mi mente en otros rumbos del recuerdo, aquellos en los que la vida no era tan complicada, en los que al volver de la escuela bastaba comer y hacer la tarea para después salir corriendo de casa a encontrarme contigo debajo de aquella jacaranda. Y por un instante, un pequeño pero disfrutable instante, recordé lo hermoso que fue tener 14 años y ser feliz.

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Fotografía de Alma Erazo