Viernes por la noche

Viernes por la noche. El intenso tráfico refleja la desesperación de una ciudad urgida de calma, de olvidarse de todo hasta el próximo lunes, de guardar por 48 horas la rutina en un cajón. Ahora lo que importa es llegar a casa, o a la reunión, o a la fiesta, o al antro, o al motel, o a donde encuentres refugio al hastío y la monotonía. El lunes habrá tiempo de hacer el recuento de los daños, de aparecer con cruda en el trabajo, de hacer la tarea en el salón de clases, de camuflar con maquillaje las huellas del desvelo y las malpasadas. Mientras, a disfrutar, a olvidar, a convenir colectivamente que no somos tan infelices, que el trabajo tiene sus recompensas, que la vida es aspirar a breves momentos de tranquilidad. A menos que seas uno de los malditos diablos que tiene que trabajar en sábado (no se diga también en domingo); esos sí son unos desdichados. Lo bueno es que no eres de esos, lo bueno es que a las 6 pm del viernes te quitas el disfraz de asalariado y puedes por un momento ser tú. Qué chingón güey. Qué buen pedo. Qué cool.

Mientras veo los coches pasar, por un sentido a velocidad desproporcionada cuando el flujo vial lo permite, por el otro a vuelta de rueda por el alto congestionamiento, imagino las historias de sus ocupantes. Alcanzo a ver algunos rostros y les adjudico un destino. En algunos casos alegres, en la mayoría tristes y fatídicos. Encontrar a la mujer con el vecino, chocar contra un inmenso muro, caer abatido por un infarto fulminante… Pero la peor de las tristezas que puedo concebir es la de conducir casi en automático, dejando que el instinto de supervivencia haga lo suyo. Llegar hasta el hogar, entrar y encontrarlo oscuro, vacío, impregnado del olor tan peculiar de la soledad. Avanzar en la penumbra, aventando la mochila, el bolso o el maletín, dirigirse a la cocina y abrir el refrigerador, habitado por restos de comida, recipientes mal cerrados y un hedor pestilente. Tras rescatar algo comestible y calentarlo un par de minutos en el micro, dirigirse al sofá, descombrarlo de un manotazo para sentarse en él frente al televisor, sintonizado en el Discovery, que transmite en ese momento Kilos Mortales, las desventuras de gente con obesidad mórbida salida de control y que al verlo hace sentir tu vida no tan ingrata. «Al menos no me tienen que bañar en una alberca inflable», te dices mientras hundes la cuchara en el tibio recipiente que tienes entre manos. Después de cenar la pereza te gana, subes los pies al sofá y te dejas ganar por el sueño, entre la incomodidad y el ruido del siguiente programa.

Así pasa cada noche de viernes, hasta que decides vencer la inercia. En lugar de conducir hasta casa, te diriges al estacionamiento de un centro comercial. Bajas del coche y caminas al puente peatonal más cercano.  Lo subes y lo encuentras vacío -la gente prefiere cruzar por abajo-, y avanzas hasta la mitad, donde ves el tránsito vehicular en ambos sentidos. Distingues entre los coches algunos rostros y te provoca felicidad romper la cadena de la inercia al menos por una noche. ¡Felicidad! ¿Hace cuánto que no la sentías? Te permites ir más allá, no echar a perder el momento, explorar el hilo de adrenalina que recorre tu espalda. De un brinco estás encima del muro de contención del puente, en un espacio donde no hay malla metálica que impida colocarse a un instante del vértigo. Lo experimentas y una erección se manifiesta bajo tus pantalones. O la humedad de una vagina excitada. Lo más cercano e intenso que has estado del placer sexual en mucho tiempo te sucede de cara a un vacío iluminado por las luces de decenas de coches. El clímax te llama. Alzas tus brazos y vuelas, explotando en un fugaz orgasmo que queda interrumpido con tu muerte. Qué importa, si por un instante viviste.

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Fotografía por Mel May