El arte de la fuga, Sergio Pitol

Tres años, tras haberlo adquirido en la Feria del Libro Monterrey 2016, me tomó concluir “El Arte de la Fuga” del poblano Sergio Pitol (1933 – 2018). No porque sea de lectura difícil; más bien porque por su tamaño y garantía de buen contenido lo volví mi compañero de viajes, de ahí que haya paseado por Buenos Aires, Bogotá, y distintas ciudades de México.

Honrando lo que encontré entre sus páginas, un compendio de ensayos de corte experiencial y un tanto didácticos, rebosantes de la humilde sabiduría acumulada por su autor tras décadas volcado al oficio de lector preponderantemente, extraigo las citas que fui marcando con una esquinita de hoja doblada, a manera de colección de consejos para quienes con cierta ingenuidad nos animamos a escribir.


LA MARCHA hacia la vejez y, digámoslo sin rodeos, hacia la muerte, sigue deparándome sorpresas notables, como si todo fuera fabulación, espectáculo en que soy actor y público al mismo tiempo, y en que con bastante frecuencia las escenas se caracterizan por su calidad paródica, como una ilusión escénica risible, pero también ácida.

UNO, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas.

UN NOVELISTA tiene que aprender a mantener un diálogo con los demás, pero sobre todo consigo mismo, debe aprender a escrutarse y a oírse; eso le ayudará a saber quién es. Si no lo logra, en vez de una novela construirá un artefacto verbal que intentará simular una forma narrativa, pero cuya respiración será la equivocada.

EL NARRADOR que por lo regular aparece en mis novelas ensaya varios puntos de partida en la persecución de una verdad, de una revelación, y en ese empeño perderá mil veces el camino, tropezará a cada instante, mantendrá el paso a duras penas entre alucinado y sonámbulo, para al final declararse derrotado. Llegará a saber que no existen absolutos, que no hay verdad que no sea conjetural, relativa y por ello, vulnerable. Pero buscarla, por efímera, parcial, e inconstante que sea, siempre será su objetivo.

EL VIAJE era la experiencia del mundo visible, la lectura, en cambio, me permitía realizar un viaje interior cuyo itinerario no se reducía al espacio si no me dejaba circular libremente a través de los tiempos. Escribir significaba la posibilidad de embarcarse hacia una meta ignorada y lograr la fusión del mundo exterior y de aquel que subterráneamente nos habita.

¡VIAJAR Y ESCRIBIR! Actividades ambas marcadas por el azar; el viajero, el escritor, sólo tendrán certeza de la partida. Ninguno de ellos sabrá a ciencia cierta lo que ocurrirá en el trayecto, menos aún lo que le deparará el destino al regresar a su Ítaca personal.

CADA AUTOR, a fin de cuentas, ha de crear su propia poética, a menos que se conforme con ser el súcubo o el acólito de un maestro. Cada uno constituirá, o tal vez sea mejor decir encontrará, la forma que su escritura requiere, ya que sin la existencia de una forma no hay narrativa posible. Y a esa forma el hipotético creador habrá de llegar guiado por su propio instinto.

JAMÁS CONFUNDIR redacción con escritura. La redacción no tiende a intensificar la vida; la escritura tiene como finalidad esa tarea. La redacción difícilmente permitirá que la palabra posea más de un sentido; para la escritura las palabra es por naturaleza polisemántica: dice y calla a la vez; revela y oculta.

TODO ESCRITOR deberá desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y tratar de afinarlas; tener el mayor respeto al lenguaje, mantenerlo vivo, renovarlo si es posible; no hacer concesiones a nadie, y menos al poder y la moda, y plantearse en su tarea los retos más audaces que le sea posible concebir.

LA LECTURA es un juego secreto de aproximaciones y distancias. Es también una lotería. Se llega a un libro por caminos insólitos; tropieza uno con un autor de modo en apariencia casual y luego resulta que no puede dejar de leerlo nunca.