1 de mayo: Día Internacional de los Trabajadores

El siguiente texto lo redacté el 1 de may0 del 2007. A principios de año le hice algunos arreglos con la intención de incluirlo entre los escritos de mi libro, más ante el ajuste que estoy por realizar de su contenido tengo casi por seguro que lo retiraré. De ahí que me permita republicarlo este día con motivo de la conmemoración hoy celebrada.

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LLAMAR LAS COSAS POR SU NOMBRE: DÍA INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES

Mayo 1, 2007

El mundo perdió su encanto con el fin de la guerra fría y la caída del bloque socialista soviético. Lo que hasta 1991 se había manifestado más como una rivalidad que como un recorrer la vida de modos alternos, se ha convertido en el abandono del mundo bajo el arrastre del remolino globalizador. Salvo gobiernos como el chino, norcoreano y cubano, hay internacionalmente un innecesario declarado nocaut técnico a favor del capitalismo, corriente económica inspirada en la ideología del escocés Adam Smith, en particular la vertida en su libro La riqueza de las naciones (1777).

Encajó de tal modo su pensamiento en el modo como se desenvolvieron los acontecimientos suscitados alrededor de la Revolución Industrial, a finales del siglo XVIII, que con justa razón Smith es considerado el padre del capitalismo. El autor mantiene, como tesis principal, que la clave del bienestar social está en el crecimiento económico, potenciado a través de la división del trabajo. Esto lleva inherente el surgimiento de la especialización (trabajo en serie) y la apertura de mercados: los productos necesitan llegar a más y más población para que continúen produciéndose.

La orientación del capitalismo respecto a los medios de producción es que éstos son privados y operan principalmente en función de beneficios y ganancias. La posesión de dichos medios recae en la clase burguesa (emergida de la sepultada sociedad feudal), la cual se convierte en dueña de las fábricas. Y si bien el esfuerzo del obrero es el que produce y crea riquezas, predomina sobre éste el capital. Se genera así un movimiento en tres pasos que sostiene la maquinaria capitalista desde sus orígenes: el capitalista busca la magnificación del beneficio propio mediante la acumulación y reproducción de recursos; los trabajadores reciben un salario a modo de recompensa material y los consumidores buscan obtener la mayor utilidad en la adquisición de sus bienes.

Si el capitalismo ha crecido desmedidamente se debe en parte a la ‘procreación’ de una generación consumista y de una mentalidad del ‘úsese y tírese’ y proclive a lo desechable (nos pueden iluminar al respecto las reflexiones aportadas por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman). Si antes comprar una computadora, no se diga un vehículo, significaba una inversión paratoda la vida, ahora el promedio de vida de los nuevos modelos es de tres a cinco años ya que se descontinúan. Este espíritu ha traspasado la barrera de lo material e impregna impunemente las áreas sociales y religiosas de la sociedad. Nos encontramos, dicen los entendidos, ante una crisis religiosa y pérdida de vigencia de los valores morales.

Dirijo mi reflexión ahora al papel del trabajador, del obrero, que es parte fundamental del engranaje capitalista, si bien en la mentalidad más radical de éste se anida el deseo de desplazarlo por maquinaria que no se enferme, que no exija servicio médico, que no reclame vacaciones ni días de asueto. Tal ha sido el grado de deshumanización, que la maquinaria capitalista se ha impuesto sobre sus ‘no reconocidos’ socios, los obreros, y por todos lados con consecuencias fatales. Basta mencionar, por citar un ejemplo de mi país, la continua muerte de mineros en la zona de Pasta de Conchos (Coahuila), las cuales permanecen en el olvido, y los responsables en total impunidad.

Testigos en su tiempo de dichas atrocidades fueron Marx y Engels, dos pensadores que, conscientes de la transformación que el capitalismo estaba ejerciendo en el modus vivendi de las comunidades del viejo continente, escribieron el tratado titulado Manifiesto del Partido Comunista, publicado en febrero de 1848, y en el cuál vertieron los principios que consideraron indispensables para que se genere una revolución que derroque el capitalismo y consiga instaurar una sociedad de masas.

La tesis marxista gira en torno a la separación inminente de la sociedad en dos clases antagónicas: burguesía y proletariado. La manufactura artesanal cedió su lugar a la gran industria moderna, controlada por los burgueses modernos, herederos de la clase media industrial. Marx no se detiene al reconocer en la burguesía un verdadero papel revolucionario: el de desgarrar los lazos naturales entre los hombres para sembrar en su lugar el interés escueto del dinero. Terminó con el santo temor de Dios, con el ardor caballeresco, con la dignidad personal, reduciendo todas las libertades hasta entonces ganadas a una sola y visceral libertad con carácter de ilimitada: la de comerciar.

Si ya existía un régimen de explotación disfrazado de ilusiones políticas y religiosas, ahora éste es descarado y directo. Para que pueda subsistir la burguesía necesita incesantemente revolucionar los instrumentos de producción. La exploración mundial del capitalismo para encontrar nuevos mercados, es lo que da a éste su sello cosmopolita. Va desvaneciéndose el hasta entonces existente mercado local y nacional, formándose en su lugar un acervo común internacional tanto material como espiritual. Exacto: predecía Marx desde 1847 el fenómeno de la globalización y el concepto de aldea global. La clave con la que se filtra la burguesía, en todos los rincones, es el bajo precio de la mercancía, haciendo capitular cualquier ideología. Se consigue por lo tanto un aburguesamiento del mundo. Si hasta entonces Dios había creado al hombre a su imagen y semejanza, es ahora la burguesía la que hace lo mismo con el mundo.

Sin embargo, el fenómeno burgués se vio afectado por un virus del cual le es imposible librarse: la sobreproducción. Los remedios para atacarlo son, por un lado, la destrucción violenta de una gran masa de fuerzas productivas, y por otro, la conquista de nuevos mercados a la par del haber desahuciado los antiguos. Lo que da pie al desarrollo de la burguesía, lo es también para el desarrollo del proletariado, que se convierte en mercancía, sujeta a la fluctuación del mercado. La división del trabajo y la fabricación en serie de la producción lo han convertido en un simple resorte de la máquina. No sólo son esclavos de los jefes y capataces, sino también de las máquinas.

Debe, por lo tanto, el proletariado fortificarse y consolidarse en su lucha contra la burguesía: en un principio serán una masa amorfa y aislada de otras similares. Una de las herramientas que tiene la burguesía contra estas uniones informales, es a la vez tentáculo del mismo sistema: la competencia, que vuelve inseguro el salario del obrero y provoca su alienación. El verdadero triunfo del obrero consistirá en la consolidación a largo plazo de su unión.

Lamentablemente el Estado ocupa un lugar secundario, resultando testigo mudo de los altercados entre ambos bandos y volviéndose inocuo, de ahí que no sea descabellado considerar que el proletariado ocupe su lugar ante el vacío de poder.

Sinteticen las líneas anteriores el espíritu del primer capítulo del Manifiesto Comunista, titulado: Burgueses y proletarios. La actualización que tuvieron tales pensamientos en los países de gobiernos capitalistas fue la creación de los sindicatos. En Estados Unidos, país que entró de lleno en el capitalismo durante la segunda mitad del siglo XIX, el movimiento obrero se aglutinó los últimos 15 años de dicho siglo, siendo su punto álgido la represión de parte del gobierno a los obreros de Chicago, que se levantaron en huelga precisamente un 1 de mayo de 1886, y con saldo fatal de cinco obreros ejecutados en la horca y tres más condenados a cadena perpetua.

Tres años después (1889) el Congreso Obrero Socialista convocado en La Segunda Internacional estableció la fecha mencionada como el Día Internacional de los Trabajadores. Es por lo tanto deplorable cómo la maquinaria del poder transformó, con los años, tan emotiva conmemoración en el “Día del Trabajo” rindiendo culto a la acción y no al ejecutor. Incluso, paradójicamente, en el país donde se desarrollaron los eventos, que posteriormente inspiraron la institución de la celebración, no existe tal, debido al temor del gobierno norteamericano de la época, de que se reforzase el movimiento socialista, y sustituido arbitrariamente por una conmemoración el primer lunes de septiembre, conocida como Labor Day.

Recayó, por tanto, en la responsabilidad de los sindicatos la defensa y lucha por los derechos básicos e inherentes al trabajador. En nuestro país, la C.T.M. hábilmente y a conveniencia de sus líderes, se dejó absorber por el partido en el poder desde tiempos del general Plutarco E. Calles (el actual PRI), con las consecuencias por todos conocidos y quedando en último lugar los propósitos originales por los cuales nacieron dichas centrales obreras. El poder corrompe definitiva y lamentablemente.

Acribilladas las ilusiones marxistas, comunistas, socialistas, leninistas, izquierdistas… Con el transcurso de los años, respecto al papel que debe jugar el obrero en la dinámica del gobierno de la sociedad en que vive, no está, por lo tanto, de más apelar a la nostalgia como un recurso para no dejar morir tales utopías.

¡Arriba, parias de la tierra! ¡En pie, famélica legión!
Atruena la razón en marcha: es el fin de la opresión. Himno de La Internacional

El guión, de Robert McKee

Como lo mencioné recientemente, estoy embarcado en la aventura de publicar mi primer libro, para lo cual recibí la invitación a leer EL GUIÓN de Robert McKee (Story, Substance, Structure, Style and the Principles of Screenwriting, 1997), misma que de inmediato tomé en cuenta. Dedicándole un promedio de 2 horas al día, me tomó poco más de una semana terminarlo porque rebasa las 340 páginas.

Confieso que es una de las mejores sugerencias que he recibido en cuanto a libros útiles se refiere, ya que, aún sin tomarme la tarea de llevar una recopilación de los consejos que señala, el cúmulo de recomendaciones compartidas por McKee -y la reiterada ejemplificación de las mismas citando guiones de una variedad de películas- permite abrir el panorama de los elementos necesarios para generar una estructura atractiva al destinatario de una obra literaria. La premisa sobre la que gira el discurso de McKee es considerar la escritura como el arte de contar una historia, y en la medida que alcance satisfactoriamente tal objetivo se podrá hablar de un guion o novela exitosa.

Dedicamos tanto tiempo a narrar y a escuchar historias como a dormir, e incluso entonces soñamos. ¿Por qué? ¿Por qué dedicamos una parte tan grande de nuestra vida a las historias? Porque, como dice el crítico Kenneth Burke, las historias nos aprovisionan para la vida.”

Y conforme avanzan las páginas, McKee nos va develando una serie de conceptos intrínsecos a los elementos básicos que deben componer toda historia y los principios del diseño narrativo (sustancia, incidente incitador, escenas, crisis, climas, resolución…), apoyándose en teorías y el trabajo de un vasto número de personajes desde Aristóteles hasta Ingmar Bergman, pasando por Shakespeare, Henry James y Alfred Hitchcock, por mencionar unos cuantos.

Imposible me resultó con el transcurrir de la lectura sospechar diferentes formas de organizar el contenido de mi libro para sacar provecho a las recomendaciones de McKee, percibiendo un tenue pero continuo brillo al vislumbrar un satisfactorio resultado mediante su empleo, y “se me queman los dedos” por comenzar a implementarlas, y mejor aún, incluirlas en mi bagaje técnico para el posterior desarrollo de mis escritos.

Presentimiento

Aquel día la madre despertó a la hora acostumbrada, pero una sensación incómoda, parecida a la sentida cuando se recibe una mala noticia, se atravesó en su pecho. Poniéndose de pie y afrontando el ligero dolor se dispuso a comenzar sus actividades cotidianas. A 1,000 kilómetros de distancia su hijo mayor estaba por salir de viaje, y algunos días después se encontraría toda la familia disfrutando de unas cómodas vacaciones antes del inicio del ciclo escolar.

Pasadas las 4 de la tarde, una vecina de la madre acudió a su casa para llevarla a una reunión de la asociación regional de diabéticos, padecimiento que la achacaba desde hacía un año y que después de la etapa de crisis inicial estaba apenas comenzando a sobrellevar. Revisó, como era su costumbre, las mechas de la estufa para cerciorarse estuvieran apagadas, así como los focos de todas las habitaciones del hogar y la puerta trasera. Sin embargo, de nuevo una sensación extraña no le permitía sentirse a gusto, al grado de pasarle por su cabeza el no acudir a la reunión a la que estaba siendo invitada. «Qué tonterías», pensó, y echando cerrojo sobre la puerta principal de su casa se dispuso a salir acompañada de la vecina y dirigiéndose al coche de ésta para partir rumbo al centro de la ciudad.

Al terminar la reunión se les ofreció a los asistentes un pequeño refrigerio con el fin de compartir sus experiencias de manera más informal y generar entre ellos vínculos de empatía, pero la madre de nuevo sentía su pulso inquieto y la sensación de zozobra que durante el día le había acompañado se apoderó nuevamente de ella. Acercándose a la vecina la convidó a regresar lo más pronto posible a sus casas, lo que le fue respondido afirmativamente, y a los pocos minutos se encontraban ambas de regreso, lidiando con el tráfico habitual que se dejaba sentir todas las tardes en las avenidas de Monterrey. Tardaron poco más de media hora en el regreso y agradecida, la madre se despidió de su vecina para ingresar al hogar.

No habían transcurrido 10 minutos, poco antes de las 7 de la noche, cuando el teléfono sonó. La madre, como si lo hubiese esperado, se acercó a él con determinación, y sin poder evitar que le temblara un poco la mano, contestó. Del otro lado de la línea escuchaba una voz que no le resultaba tan familiar pero había ya oído en alguna ocasión, la de un amigo cercano de su hijo y que también viajaría con él esa mañana.

— Buenas noches, ¿es usted la mamá de Víctor?

— Así es, ¿qué se le ofrece?

— Le llamo de Salamanca, señora, soy amigo de su hijo. Esta mañana tuvimos un accidente en la carretera, él está bien pero se encuentra hospitalizado.

Un frío seco recorrió toda la piel de la madre y la sensación de incomodidad que la acompañó a lo largo del día se transformó en una dolorosa punzada en el corazón que se incrementaba en cada palabra que escuchó del otro lado de la línea. La voz parecía escondérsele en lo profundo de su garganta, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió exclamar:

— Si lo tienen hospitalizado, ¿cómo me dice usted que está bien? ¿En qué hospital lo tienen?

— Estuvo todo el día en la Cruz Roja, pero necesita mejor atención médica y están a punto de trasladarlo a León. Le pedimos que se trasladen para allá, lo internaremos en el hospital Aranda de la Parra, a dos cuadras de la plaza principal.

— ¿Usted va estar con él, no me lo va dejar solo?

— Pierda cuidado de eso, señora. Hemos estado con él todo el día, y seguiremos así hasta que ustedes lo vean, si puede salir esta misma noche es mejor.

La madre esbozó con dificultad un breve comentario de despedida; su mente estaba ya ocupada en localizar a su esposo y salir lo más inmediatamente posible rumbo a León, al encuentro con su hijo. Como si de una película se tratara, le pasaban por la cabeza confusas imágenes de muchos momentos con él, incluso desde su embarazo. No le asustaba cómo encontrarlo, sino el temor a no encontrarlo vivo, y la sorpresa de que una madre pueda presentir cuando uno de sus hijos está en peligro.

El mago de Viena, de Sergio Pitol

Retomando las recomendaciones que comparte Javier Aranda en su cápsula literaria del programa El mañanero viernes tras viernes (como hice con Memorias de un amante sarnoso y NADA), y aunque a algunas semanas de ella, me dispuse a localizar y leer EL MAGO DE VIENA (2005), autoría del mexicano Sergio Pitol.

No podría continuar sin hacer antes la siguiente -y penosa- confesión: me era completamente desconocida la existencia del también traductor y diplomático poblano nacido en 1933 y merecidísimo miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1997. Amainó un poco mi sensación de ignorancia la nota que encontré en El Cultural cuando me interné a documentarme sobre su vida, refiriéndose a Pitol: «El escritor mexicano no acostumbra a figurar en la nómina de la que podría ser su natural promoción latinoamericana». Obvio que tan simple argumento no es suficiente para disculpar mi carencia de conocimiento respecto a su obra. Otro pretexto que encuentro a la mano es que puede considerarse cuentista y este género literario no está entre mis asiduos.

Pasando a la reseña propiamente dicha, mediante El mago de Viena Pitol se aventura en una especie de autobiografía de su faceta literaria, a acercarnos hasta un camino amarillo en el cual vamos conociendo desde su perspectiva e entrañable intimidad a una variedad de autores: de Gao Xingjian a Carlos Monsiváis, de Joseph Conrad a Enrique Vila-Matas (a quien le une una fervorosa amistad por encima del común desempeño profesional), de James Joyce a José Luis Borges, convirtiéndose en un exquisito manual para aquellos interesados en tener una noción general más no ausente de profundidad de lo que podrían considerarse imprescindibles de la literatura del siglo XX. Todo ello aderezado por un nutrido repertorio de anécdotas a través de las cuales también nos va dibujando su personalidad creativa y develando las motivaciones más intrínsecas de su vocación de escritor:

Soy consciente de que mi escritura no surge sólo de la imaginación, si hay algo de ella su dimensión es minúscula. En buena parte la imaginación deriva de mis experiencias reales, pero también de los muchos libros que he transitado. Soy hijo de todo lo visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, de la más prestigiosa a la casi deleznable.»

De paso, y sin proponérselo expresamente, El mago de Viena se convierte en un sentido testamento donde un viejo Pitol, haciendo recuento de anotaciones antiguas y recientes (2004), dispone para quien quiera beberlo suculento cáliz con un profundo sabor a la sabiduría que sólo los años conceden, y por lo tanto valioso instrumento para enamorarse más del oficio de escribir.

El escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o su desdicha dependen de él. He sido un amante de la palabra, he sido su siervo, un explorador sobre su cuerpo, un topo que cava en su subsuelo; soy también su inquisidor, su abogado, su verdugo. Soy el ángel de la guardia y la aviesa serpiente, la manzana, el árbol y el demonio.»

Sirva lo anterior como sentida invitación tanto a leer este libro como a conocer el resto de la producción de Pitol, que sin los reflectores que sobre sí han contado Fuentes, Paz, y Monsiváis, tiene ya su lugar ganado entre los máximos exponentes de la literatura mexicana contemporánea.

Ir al cine solo, ¡claro que sí!

Hay un tema sobre el que se habla más de lo que se escribe, y haciéndole justicia, le dedico las siguientes palabras escritas: acudir al cine solo.

La frase, por sí misma, resulta ambigua, pues valdría acotarla al proceso de trasladarse sin compañía a una sala cinematográfica y presenciar la película en cuestión sin acompañamiento específico, si bien en el recinto se contará, para beneplácito o no, de la presencia de otros congéneres, también solos o acompañados, que han acudido con el mismo -u otros, cabe tenerlo presente- propósito que usted. Se vuelve entonces cada sala de cine un templo en el cual se permanece durante la liturgia cinéfila, y en el que se rinde culto de manera tácita y silenciosa, más no por ella ausente de ocasionales risas, murmullos, gritos e incluso llanto, a lo que pasa frente a nuestros ojos por 90, 120 o más minutos. Basta recordar Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) para confirmarlo, o a modo de ejemplo más reciente, la inquietante primera escena de Holy Motors (Leos Carax, 2012). Agregando un poco de teoría, señala Humberto Macías en su tesis sobre Krzystof Kieslowski que «…el espectador de cine, por lo regular, asiste deliberadamente y con ánimo preparado para experimentar una historia», lo cual se vuelve el común denominador de cada uno de los ocupantes de una butaca.

Ahora bien, ¿por qué pareciera rondan respecto al «acudir al cine solo» un conjunto de estigmas que demeritan tal situación? En primer lugar se me ocurre pensar que es una mentalidad muy «latinoamericana», en cuanto somos entre los grupos demográficos del ‘mundo occidental’ quienes más nos distinguimos por un espíritu de camadería, compañerismo, aún no contagiado de individualismo y aislamiento. Por tanto, el acudir al cine solo se traduce popularmente hablando en una incapacidad para socializar, en la expresión máxima de forever-alonismo y lo más cercano a la miseria social. Lo anterior, reforzado por la concepción del cine como una actividad lúdica, de entretenimiento, y como tal ameritable a ser ejercitada en compañía, cual si de un juego de dominó se tratara. Me extiendo ahora hacia otro aspecto que amerita ser mencionado. El cine, para buena parte de los habitantes sobre la Tierra, está arraigado a profundas y -en su mayoría- agradables experiencias emocionales que lo vinculan a disfrutarse en compañía de nuestros seres queridos. Responda las siguientes preguntas: ¿Con quiénes entramos por vez primera en una sala de cine? ¿Qué lugar se volvía el preferido por muchos aquellas tardes en las que salía temprano (o se volaba clases) de la preparatoria? ¿Cuál es uno de los refugios por excelencia para gozar de un momento de intimidad con la pareja? Advertirá que planear una ida al cine inconsciente e impulsivamente emana la necesidad de vivirse en circunstancias similares a las recordadas con cariñosa nostalgia.

Pero entonces, ¿qué atributos podemos enumerar a favor de acudir solos al cine? Desde luego, por encima de la muy evidente salubridad económica. Con el aumento de las tarifas (oscilando entre 40 y hasta 80 pesos) y el nada módico precio de los combos, diseñados para gastar al menos de 100 pesos en adelante, acudir con la pareja o pagafanteando termina siendo un asalto consensuado. En motivos más trascendentes, señalo en primer lugar que el cine, considerado por meritos propios entre las sietes bellas artes, es una vivencia artística que el espectador experimenta de manera individual, como lo hace al contemplar una pintura o una escultura, si bien durante un mayor período de tiempo. Puede resultar trivial hacer tal puntualización, pero pareciera que en la praxis es un detalle poco tomado en cuenta y olvidado al momento que asalta la incertidumbre ante la posibilidad (para muchos sincera amenaza) de imaginarse «solo» delante de una pantalla disfrutando de una película. Cabe, a propósito de ello, escarbar por el lado de qué tan acostumbrados estamos a la «soledad», a “convivir con nosotros mismos”, y el cúmulo de inquietudes que se desbordan de pasar 2 horas en tales circunstancias, aún en medio de otros seres humanos y en un evento que, como principio, tendría que provocarnos distracción y no angustia. La respuesta es tan íntima como a la vez escabrosa, y está supeditada a la constitución emocional de cada persona, por lo que incluso la carencia de tal capacidad no es motivo de reproche pero sí punto de partida para la introspección.

En mi caso, si bien suelo ir acompañado al cine (motivo entendible para quienes conocen un poco de mi vida), en su momento e incluso reciente fecha tuve oportunidad de acudir solo, sin provocarme en ninguno de los casos conflicto de algún tipo, al contrario, resultando la mejor oportunidad para disfrutar de la película que quería. Sin afán de aburrirlos, mencionaré tres de las ocasiones. La primera con la intención de ver Good Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), estrenada en México en marzo de 1998. Vivía en Tlaquepaque, Jalisco, y gozaba de la mañana de un día entre semana para ir al cine. Revisando la cartelera, esta película protagonizada por Matt Damon y Robin Williams fue la única que despertó mi interés, y entre los amigos con los que me encontraba a ninguno le apeteció. Tomada la resolución de ir solo, abordé un camión de transporte público hasta Plaza Milenium en un recorrido de poco menos de una hora. Al llegar al complejo de cines para aprovechar la 1era función (alrededor de las 11:15 am) y entrar a la sala, me descubrí como el único en ella. Pasaron 10 minutos y seguía siendo el único, lo cual no me incomodaba pero me resultaba poco productivo fueran a proyectar la película sólo para mí. Sumado a ello, no habían dado siquiera avance a los cortos, quizás esperando aparecieran algunas personas más, lo cual sucedió hasta las 11:30 am: un grupito de tres chicas, que parecían haberse hecho la pinta de la escuela, y posteriormente una pareja de adultos mayores. Fue hasta las 11:35 que se apagaron las luces de la sala, comenzaron a correrse los cortos, y llegaron un par de jóvenes más. Créanme antes de la llegada de estas personas estuve a punto de dirigirme con quien fuera pertinente para externarle que no tenía inconveniente en mudarme a otra sala y se ahorraran la proyección de la película -así de aprehensivo puedo ser-, lo cual para mi fortuna no fue necesario. La cinta resultó mucho de mi agrado y sin ser una obra maestra, creo cumple su propósito (al grado que en IMDB alcanza un 8.2 de calificación). Destacado que los escritores de la historia son el mismo Bacon y Ben Affleck, quien también aparece en el film como actor secundario.

Como una segunda experiencia de acudir solo al cine, cito la ocasión que vi Del olvido al no me acuerdo (Juan Carlos Rulfo, 1999), muy posiblemente entre los meses de junio y julio de su año de estreno, en los complejos Cinemark junto a Pericoapa en el Distrito Federal. También algún día entre semana, aunque por la tarde con seguridad, aprovechando la visita a Pericoapa para llevar a recargar unos cartuchos de impresora y la no prolongada duración -75 minutos- del documental que sobre su padre realiza Rulfo, con locaciones en Sayula, Jalisco (lugar de nacimiento del autor del célebre Llano en llamas), y el Distrito Federal, ciudad en la que se estableció a partir de 1946. Confieso dormité durante algunos segmentos, y sin justificarme, espero que quienes la han visto estén de acuerdo conmigo que el ritmo de la misma puede dar pie para ello, sobre todo si no se durmió lo suficiente la noche anterior. En la sala no habríamos más de 20 personas, algunas también «solitarias”, comprensible tanto por el día como por la temática y formato del film, el cual lamentablemente no goza de mucho quorum en México.

Y la más reciente ocasión que acudí al cine solo fue el pasado mes de mayo; se exhibía en la Cineteca Nuevo León, localizada en el corazón del Parque Fundidora, la película francesa Copie conforme (Abbas Kiarostami, 2010), protagonizada por la bellísima Juliette Binoche, a quien profeso una platónica admiración, y si bien es un film que ya había visto descargándolo de Internet, me resultó imposible resistirme a disfrutarla en pantalla grande. Por encima de mi crush con Juliette, la película tiene una narración amena y un guión que profundiza el significado entre una producción artística original y una reproducción del mismo, involucrando en ello el sentimiento de los personajes y soltando en una de las escenas un profundísimo: «Creo que lo único que ella quiere es que camines a su lado y pongas tu mano en su hombro. Es todo lo que espera de ti». Para la ocasión no busqué ni solicité acompañamiento alguno, limitándose mi señor padre a acercarme hasta la entrada del edificio que aloja la Cineteca y desplazándome por mi cuenta hasta la sala, siendo auxiliado por alguno de los asistentes para entrar y salir de la misma. Aquella tarde tuve una cita con Bichoche y no requería a nadie más cerca de mí.

Como podemos concluir, el acudir solos al cine es una experiencia que vale la pena aprovechar con regularidad, y resultará una magnífica oportunidad para otorgarle un muy profundo sentido al apreciar la verdad 24 veces por segundo (Le petit soldat, 1963).

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