El Jarrón Chino

«Te recomiendo entrar por la última calle; si te pasas puedes regresarte en la avenida principal». Fueron las últimas palabras que escuché de Mark, en esa llamada que hice para avisarle que me dirigía a su casa a recoger el valioso jarrón de porcelana chino que había encontrado en casa de su abuela, muerta recientemente, que por fin y después de dos años de insistencia se había animado a venderme.

Pero parece que alguien más estaba interesado en tenerlo. No necesité de mucho para darme cuenta que algo no andaba bien cuando aprecié quebrada la ventana frontal de su casa. En el intento por no dejar que robaran su costosa pertenencia seguramente forcejeó con el ladrón, que no tuvo más remedio que empujarlo contra la ventana para deshacerse de él, corriendo con la mala fortuna de encajarse una forja de hierro que servía de fatídico adorno.

Curiosamente la cerradura de la puerta no estaba forzada, lo que me hizo pensar que fue alguien allegado o al menos conocido por Mark quien había cometido semejante ultraje. No habían pasado ni 15 minutos desde que terminamos la llamada telefónica, por lo que incluso era posible que el ladrón estuviera con él en la habitación y se enteró de sus planes de venderme el jarrón por la cantidad de 50,000 dólares, que mantenía con celo en un compartimento secreto de mi auto.

Pero entonces al perpetrador no le interesaba el dinero, pues habría aprovechado el momento en que se lo entregara para liquidarlo. ¿Acaso el jarrón valía más de lo que consideraba pagar por él? Mis contactos en el mercado negro me indicaron el costo de la pieza en no mayor a los 70,000 dólares, por lo que adquirirlo en 20,000 menos de su posible valor despertó más mi interés por adquirirlo para enriquecer mi excéntrica colección. Si bien con la incómoda sensación de haber perdido tan codiciado objeto, lo que ahora ocupaba mi atención era limpiar las huellas digitales que había dejado en la manija de la puerta al entrar, y alejarme del lugar para luego llamar a la policía y enterarlos de mi descubrimiento.

Estaba por abandonar el lugar cuando un reluciente brillo que atravesó la habitación principal me hizo voltear hacia la parte posterior de la casa, para encontrarme cruzando la mirada con la de una anciana que, sigilosa y agazapada tras un sofá, abrazaba con toda la fragilidad de su existencia el preciado jarrón. Me acerqué con la mayor de las cautelas, esperando que mi atrevimiento no le hiciera levantarse súbitamente y con ello soltar por los aires el tesoro que llevaba entre sus brazos. Después de los primeros pasos me percaté que no era muy aguzada de vista pues no se manifestaba indicio alguno de haberse percatado de mi presencia.

Ya más cerca comencé a percibir un ligero murmullo navegando entre el silencio sepulcral de la habitación. «¿Por qué lo querías vender, hijo, por qué?», palabras que salían repentina y repetidamente de la boca de la anciana y que me bañaban de escalofríos tras cada pronunciación. Regresé mis pasos con sigilo y después de salir del sitio me prometí jamás hablar de lo que pasó, hasta hoy.

*Publicado en Escrito Semanal Semana 38 2013*

Inquietud

«Hasta yo me canso de hacer protagónicos», declaraba aquella tarde Leonardo DiCaprio, «…tanto que he decidido tomarme un descanso». La noticia no tomaba por sorpresa a muchos, menos luego del arduo trabajo al que se había sometido el actor filmando tres películas durante el último año. Peculiarmente en una de ellas no ocupando el papel principal, algo que no sucedía desde 1993 en What’s Eating Gilbert Grape. Desde entonces, con mayor o menor éxito, para todo proyecto en el que se embarcaba había sido convocado a interpretar el rol estelar, pudiendo contar con sus actuaciones en The Basketball Diaries, Romeo + Juliet, Titanic, The Man in the Iron Mask, The Beach, Gangs of New York, Catch Me If You Can, The Aviator, The Departed, Blood Diamond, Body of Lies, Revolutionary Road, Shutter Island, Inception y J. Edgar. ¿Había topado con su techo de cristal? Aunque le angustiaba hacerse esa pregunta, había decidido evadirlo de momento comprometiéndose de lleno con las causas altruistas a las que tenía varios años apoyando y que resultaban la manera de anclar sus pies en la tierra para no volar por el cielo y reventar por la presión llegando a inconmensurables alturas como les había sucedido a tantos otros. Sin embargo, desde 2006 que viajó hasta Sierra Leona para la filmación de Blood Diamond y conoció en carne viva las carencias y sufrimientos que se atraviesan en aquella región del planeta se propuso salir del círculo de glamour y burbuja de cristal al que la súbita fama alcanzada nueve años antes con Titanic cual pieza de rompecabezas libre de albedrío lo había instaurado.

Lo anterior, por mencionar las causas medianamente razonables de sus inquietudes, pues muy en el fondo la vanidad establece su morada, y le llenaba de preocupación el asalto que a sus terrenos tenían ya algunos años haciendo actores guapos y talentosos como Ryan Gosling, Joseph Gordon-Levitt o Michael Fassbender, lo cual no era un asunto para tomarse a la ligera. ¿Tendría que considerarse ya relevado generacionalmente a sus 38 años? Algo que poco se atrevía a ventilar es que después de protagonizar a Howard Hughes en The Aviator y verse sometido a una intensa carga de trabajo para conseguir la caracterización más adecuada al papel, había quedado resentido de los nervios. De hecho se vio en la necesidad de pasar, después de la no menos intensa gira de exhibición de la cinta, recluido un par de meses en una reconocida, además de carísima, clínica de recuperación psicológica en Melbourne, famosa por ser el refugio ideal para personalidades a nivel internacional que atravesaban por situaciones parecidas a la de DiCaprio. Sólo para dimensionar, cada día de estancia en este especializado centro tenía un costo de 4,000 dólares. Y desde 2005 a la fecha acostumbraba pasar un par de semanas al año en dicho lugar como parte de una terapia de purificación emocional, como solía denominarlo. «Vuelvo pronto, no me extrañen, y si no me reconocen síganme queriendo igual», acostumbraba decir a sus más cercanos al momento de salir, y esa tarde, después de la conferencia de prensa para anunciar su temporal descanso de los sets, marcó en su teléfono el tercer número agendado en la letra «M», preguntando sin mayor dilación a la persona que contestó al otro lado de la línea: «¿Qué tal doc, tiene espacio para un paciente más?».

Desaparición

«Debo darme prisa», se repetía con insistencia desde hacía un par de horas, momentos después de haber apuñalado a su compañero de trabajo por una discusión trivial sobre el resultado de un partido de fútbol a celebrarse dentro de dos días. Si no conseguía deshacerse del cuerpo antes de las 6 de la mañana en la que se diera el relevo de guardia en su zona laboral sería irremediablemente descubierto. Pero, ¿cómo «desaparecer» a un ser humano de 1.85 metros de altura y casi 100 kilogramos de peso sin dejar el menor de los rastros, y además, sin abandonar la fábrica en la que trabajaba como velador? De inmediato se le vino una macabra idea a la mente, recordando uno de los capítulos de la serie de televisión Breaking Bad: disolverlo en ácido para posteriormente arrojar sus restos por el drenaje. Por fortuna contaba con la llave de una de las bodegas donde se almacenaban productos peligrosos, así que no resultaría tan complicado hacerse de la materia prima necesaria para tal acto de desaparición. Luego de ir hasta ella para retirar un de par de cubetas de ácido, material empleado en la fábrica en abundantes cantidades para el pulido perfecto de los cilindros metálicos que producían, se dirigió hasta los basureros para desocupar algún tambo de plástico en el cual colocar el cadáver con el fin de proceder a su desintegración. «Pinches cosas que aprende uno en la televisión», no podía sino pronunciar entre incrédulo pero a la vez animado por conseguir salir impune de su flagrante si bien no intencionado crimen. La parte más difícil llegó cuando luego de arrastrar el cuerpo de su compañero hasta una alcantarilla en uno de los rincones menos transitados de la fábrica en la cual vertería los desechos, se percató que por la dimensiones del recipiente a usar se vería en la necesidad de desmembrar el cuerpo, más el apresuramiento al que estaba sometido no le permitió perder tiempo para dirigirse hasta el cuarto de herramientas y extraer un serrucho con el cual pudiera dar paso a tal acción, que concretada, le permitió ahora sí llevar a cabo el penúltimo movimiento de su plan maestro. El ácido no tomó más de 30 minutos en llevar a cabo su tarea, mismos que aprovechó para tomar una siesta, pues vaya que el ajetreo y cansancio que la inusitada labor que estaba efectuando la demandaba. Luego de verter los restos del asesinado por la coladera roció sobre ella abundante agua con una manguera, aprovechando también para lavar el tambo y colocarlo de nuevo en su lugar, al igual que el serrucho. Siendo las 5:58 am se acercó hasta la puerta de salida, tomó su tarjeta y la marcó en el reloj checador. Una jornada más de trabajo había terminado.

* Colaboración para la Semana 3 en escritosemanal.com.

Propósito

Quería comenzar el año dispuesto a no extrañar. Despertó temprano con un ligero dolor de cabeza producto de la borrachera que se había pegado la noche anterior, sin embargo, ello no iba a detenerle de manera alguna. Luego de tomar un paracetamol y medio litro de agua, y habiendo, desde luego, refrescado su cara con una buena lavada, se dispuso a ordenar su habitación y guardar en una bolsa de plástico todos los recuerdos de ella, la cual posteriormente colocaría con devoción en algún lugar aún no determinado de la pieza. Libros, postales, fotografías, dvd’s, boletos de avión y recibos varios que acumulaba en uno de los cajones de su escritorio formaban parte del repertorio de recuerdos tangibles acumulados. La tarea le tomó poco menos de 30 minutos, pues si bien no acostumbraba distinguirse por ser organizado, solía mantener en un mismo sitio todos aquellos detalles que a lo largo de los meses los tuvieron vinculados. Cada objeto que pasaba por sus manos disparaba un recuerdo diferente, lo cual, además de hacerle olvidar el dolor de cabeza que menos de una hora atrás le aquejaba, le sumergieron en un profundo sentimiento de nostalgia y melancolía que aderezó escuchando en repetidas ocasiones la canción de Pulp de la cual había editado un video como si tuviera 17 años. Tarareaba no sin dificultad la letra, jamás estuvo la práctica del idioma inglés entre sus contadas virtudes, y repasaba otros tantos momentos de los que si bien no había testimonial físico, éste resultaba innecesario pues, según cuentan, las experiencias acuñadas en el corazón son las que nunca se olvidan, y vaya que ambos habían atravesado por muchas de ellas. Eventualmente esbozaba una ligera sonrisa, por ejemplo, recordando aquella mañana que la vio por vez primera en la sala de arribos nacionales del aeropuerto de su ciudad, o la torrencial lluvia que tuvieron que atravesar que incluso olvidaron darse el típico beso de parejita enamorada escurriendo a cántaros. Súbitamente recordó la vasta cantidad de fotografías digitales con las que contaba, y atinó a considerar como buena idea grabarlas en un disco para incluirlo también en la bolsa, y completar de manera más simbólica el ritual en el que se había embarcado. Después de ello hizo repaso mental de qué podría estar pasando de largo, constatando que la tarea emprendida estaba concluyéndose con éxito. Hizo un fuerte nudo a la bolsa, buscó un espacio en su armario detrás de algunos cobertores y ropa de invierno donde colocarla, y la depositó con suavidad. Satisfecho por haber cumplido cabalmente con su primer propósito del año, retrocedió hasta casi tropezar con su cama, en la cual se recostó cuan largo era y acomodó fiel a su costumbre sus manos bajo la nunca. Y fue justo entonces, cuando sin darse cuenta, comenzó a extrañarla.

* Colaboración para la Semana 2 en escritosemanal.com.