La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero

Luego de 25 años volcado en el mundo de la lectura, considero como un rasgo característico que soy un «depredador de literatura». Comencé consumiendo los libros que tenían mis padres y familiares; después los que encontré en las bibliotecas por donde pasé, a la par de los regalados e intercambiados con los amigos. De vuelta a casa y ya en la era del Internet, siguiendo en la medida de lo posible las recomendaciones que se atraviesan o he recibido puntualmente, escarbando por momentos en algún género o autor en particular pero sin desarrollar la devoción del fan.

Mencionarlo es para dimensionar y compartir la sorpresa que me causó el que un libro despertara mi atención tan sólo por el nombre, como con pocos me ha sucedido. Me refiero a La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero. Supe de su existencia los últimos días de diciembre del 2013, encontrándolo entre una compilación de El Norte de los mejores libros del año. Confieso que aún con el impacto provocado no me di a la tarea inmediata de buscarlo. Un año y medio después fue el tiempo necesario para que llegara a mis manos y provocar el milagro que sucede al adentrarte en una historia ajena e irte vistiendo con ella al paso de cada página, terminando al final de la lectura revestido de un traje que parece hecho a tu medida.

En su libro, Rosa nos acerca a la vida de Marie Curie. Más allá de lo biográfico, se apoya en un breve diario escrito por la mismísima ganadora en dos ocasiones del Premio Nobel para deshebrarnos su vida afectiva, tan complicada como tierna y apasionante, teniendo como eje rector la relación con su esposo Pierre. Y desde el cuidadoso relato de lo sucedido con Marie, Montero aprovecha para llevar al lector hasta intimidad de su relación con Pablo, su esposo fallecido a causa de cáncer años atrás. Como atinadamente señala Javier Aranda, «más que reconstruir una historia, Rosa Montero rebotó sus emociones en la intensa vida de la investigadora francesa. Al leer a otra, se leyó a sí misma y quiso contarnos esa historia».

La ridícula idea de no volver a verte nos habla con humor y realismo del trato y naturalidad que debemos dar a la muerte, y en general, a cualquier duelo. Más de un pasaje (hice acopio de algunos) termina provocándote un tremendo sentimiento de identificación porque, aunque la muerte y la pérdida son lugares comunes de todo ser humano, cada uno las enfrentamos con tanta particularidad como la vida nos va preparando. Lo expresa de tal manera Rosa, y sirvan sus palabras de invitación para que en la primera oportunidad que tengan se hagan de tan maravilloso libro:

A veces me pregunto en qué pensará uno antes de morir; qué recuerdos escogerá como resumen para narrarse.  

rosa

Porque un amigo nunca se va

Nos educan para ser productores y consumidores, no para ser hombres libres.»

José Luis Sampedro (1917-2013)

Canta Alberto Cortez: Cuando un amigo se va…; pero creo que se equivoca porque un amigo nunca se va aunque ya no esté presente. Permanece en el recuerdo que albergamos de él, en los improperios y muletillas que empleaba, en los gestos y miradas que lo identificaban, en el eco de sus carcajadas, en la sentencia en la que se ha transformado su voz.

Así que de este año en adelante, cada 9 de abril tendremos el perfecto pretexto para saber que sigue entre nosotros José Luis Sampedro, quien sin conocernos nos quiso, que sin conocerle le querrán, porque la sabiduría y humildad vuelven a cualquier hombre digno de admiración y aprecio. Ahora soy yo quien me equivoco, pues Sampedro no fue cualquier hombre: con su palabra convenció y con su ejemplo arrasó, y aún con su edad y las necedades que la vida nos lleva a acumular no claudicó en su empeño por educar en la libertad.

Sea tu muerte, José Luis, estímulo para seguir tu ejemplo, semilla que cae en tierra fértil y hambrienta de -al igual que tú- abogar por un mundo más humano. Si cada uno de los que lo habitamos despertáramos con la vehemente intención de biendecir una parte de él, podríamos sentirnos tranquilos del futuro que heredaremos a nuestros descendientes.

Las 4 y 10

«Fue en ese cine, ¿te acuerdas?, en una mañana, Al este del Edén…», le resultó imposible evocar aquel momento mágico en el que, aprovechando un descuido de ella, le robó tremendo beso que luego de ser correspondido los invitó a abandonar la sala de proyecciones para continuar su entusiasta intercambio de caricias en un callejón contiguo. 14 años después el recuerdo permanecía vivo: el frío que sintieron en sus rostros luego de la intempestiva salida aquella mañana de enero de 1956 para ser detenidos brevemente por un inspector que prepotente les requirió sus carnets de identidad, el estrechar de sus manos mientras corrían algunos metros en dirección al espacio que les alejara por algunos instantes de los demás, sentir los abrazos apasionados calentándoles la sangre y olvidando de momento las difíciles circunstancias por las que atravesaba por esas fechas su país. ¿Qué podía importar si se tenían para ellos? Un par de semanas antes habían coincidido en una de tantas reuniones clandestinas organizadas furtivamente por el ala socialista más provocadora de la sociedad de alumnos de su universidad, y fue inevitable para él buscar toparse con ella accidentalmente al finalizar la misma para dirigirle la tan poco convincente pregunta de «¿Nos hemos visto en alguna otra parte?» que ella respondió con una brevísima pero alegre carcajada. Aceptó ser acompañada hasta donde tomaría el autobús que la llevaría a su casa y dejaron al destino la oportunidad de volver a verse, así que esa mañana que se volvían a encontrar en la entrada de un cineclub cercano a su Universidad se consideraron los jóvenes más afortunados de Madrid.

Viendo interrumpido su intercambio de cariño por un viejo más cascarrabias que Franco quien los increpó a gritos, salieron disparados de ahí y atravesando la calle decidieron verse de nuevo un par de horas más tarde, tiempo suficiente para que ella acudiera por unos libros a una biblioteca cercana y él cumpliera con su fastidiosa clase de francés. La heladería de la esquina resultaba el lugar ideal para la cita y se despidieron con un pronunciado beso que no podría envidiar en absoluto al más candente entre Rhett Butler y Scarlett O’Hara. Transcurrido ese tiempo, ella lo esperó más de hora y media en lo que devoraba las páginas de La peste de Camús, novela que había sacado a préstamo, lo que le impidió enterarse que la Universidad había sido asaltada por el ejército para sofocar cualquier intento de revuelta promovido por las células socialistas que en ella se albergaban; y él, había sido detenido injustamente y llevado a prisión con otros tantos estudiantes donde pasaron 48 horas incomunicados. No volverían a verse hasta esa tarde de 1970 que sin esperarlo se cruzaron mientras ella aprovechaba su receso laboral para comer y antes de volver en punto de las 4 de la tarde al almacén donde trabajaba. Entre prisas, nostalgia, y un escueto beso, volvieron a despedirse.

 

Luis Eduardo Aute (1943-2020)