El mago de Viena, de Sergio Pitol

Retomando las recomendaciones que comparte Javier Aranda en su cápsula literaria del programa El mañanero viernes tras viernes (como hice con Memorias de un amante sarnoso y NADA), y aunque a algunas semanas de ella, me dispuse a localizar y leer EL MAGO DE VIENA (2005), autoría del mexicano Sergio Pitol.

No podría continuar sin hacer antes la siguiente -y penosa- confesión: me era completamente desconocida la existencia del también traductor y diplomático poblano nacido en 1933 y merecidísimo miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1997. Amainó un poco mi sensación de ignorancia la nota que encontré en El Cultural cuando me interné a documentarme sobre su vida, refiriéndose a Pitol: «El escritor mexicano no acostumbra a figurar en la nómina de la que podría ser su natural promoción latinoamericana». Obvio que tan simple argumento no es suficiente para disculpar mi carencia de conocimiento respecto a su obra. Otro pretexto que encuentro a la mano es que puede considerarse cuentista y este género literario no está entre mis asiduos.

Pasando a la reseña propiamente dicha, mediante El mago de Viena Pitol se aventura en una especie de autobiografía de su faceta literaria, a acercarnos hasta un camino amarillo en el cual vamos conociendo desde su perspectiva e entrañable intimidad a una variedad de autores: de Gao Xingjian a Carlos Monsiváis, de Joseph Conrad a Enrique Vila-Matas (a quien le une una fervorosa amistad por encima del común desempeño profesional), de James Joyce a José Luis Borges, convirtiéndose en un exquisito manual para aquellos interesados en tener una noción general más no ausente de profundidad de lo que podrían considerarse imprescindibles de la literatura del siglo XX. Todo ello aderezado por un nutrido repertorio de anécdotas a través de las cuales también nos va dibujando su personalidad creativa y develando las motivaciones más intrínsecas de su vocación de escritor:

Soy consciente de que mi escritura no surge sólo de la imaginación, si hay algo de ella su dimensión es minúscula. En buena parte la imaginación deriva de mis experiencias reales, pero también de los muchos libros que he transitado. Soy hijo de todo lo visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, de la más prestigiosa a la casi deleznable.»

De paso, y sin proponérselo expresamente, El mago de Viena se convierte en un sentido testamento donde un viejo Pitol, haciendo recuento de anotaciones antiguas y recientes (2004), dispone para quien quiera beberlo suculento cáliz con un profundo sabor a la sabiduría que sólo los años conceden, y por lo tanto valioso instrumento para enamorarse más del oficio de escribir.

El escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o su desdicha dependen de él. He sido un amante de la palabra, he sido su siervo, un explorador sobre su cuerpo, un topo que cava en su subsuelo; soy también su inquisidor, su abogado, su verdugo. Soy el ángel de la guardia y la aviesa serpiente, la manzana, el árbol y el demonio.»

Sirva lo anterior como sentida invitación tanto a leer este libro como a conocer el resto de la producción de Pitol, que sin los reflectores que sobre sí han contado Fuentes, Paz, y Monsiváis, tiene ya su lugar ganado entre los máximos exponentes de la literatura mexicana contemporánea.

Seda, de Alessandro Baricco

Escuchando en días pasados una reseña sobre el libro Mr. Gwyn (2011) del italiano Alesandro Baricco, me entró curiosidad por conocer su obra, a la que me adentro por vez primera mediante SEDA (Seta, 1996).

En Seda, Baricco nos narra la historia de Hervé Joncour, soldado francés que a mediados del siglo XIX es invitado por un comerciante de su pueblo, Lavilledieu, a emprender un aventurado y riesgoso viaje hasta Japón para proveerle de huevos de gusanos de seda oriundos del en ese entonces misterioso y atrincherado país, y con lo cual provocaría la bonanza económica de la región. La experiencia marcará su modo de vivir tanto en lo social como en lo sentimental por el encuentro con Hara Kei (gobernante de la aldea donde se surtirá de la mercancía) y su concubina en turno.

El libro es de lectura ágil y para consumirse en un par de tardes, con una narración alejada del rebuscamiento y profundizando sobre todo en las emociones y explicación de las conductas de los personajes. Como dato al margen, el director francés François Girard llevó de muy lograda manera esta historia al cine (Silk, 2007). Comparto un breve extracto del mismo:

Hervé Joncour siguió por días conduciendo una vida retirada, dejándose ver poco en el pueblo y pasando el tiempo trabajando en su proyecto del parque que tarde o temprano construiría. Llenaba hojas y hojas de diseños extraños, que parecían máquinas. Una tarde Hélene le preguntó: 
-¿Qué son ?
-Es una jaula.
-¿Una jaula?
-Sí.
-¿Y para qué sirve?
Hervé Joncour tenía los ojos fijos en aquellos dibujos.
-Tú la llenas de pájaros, todo lo que puedas; después, un día que te suceda algo feliz, la abres de par en par y los miras volar afuera. 

Bartleby y Compañía, de Enrique Vila-Matas

Un escritor sobre quien he leído un cúmulo de buenas impresiones y no me había tomado el tiempo para degustar alguna de sus obras es Enrique Vila-Matas, y para romper con tal situación -y también por asuntos de la bendita casualidad- me dispuse a leer BARTLEBY Y COMPAÑÍA (2000).

En este libro el escritor catalán (Barcelona, 1948) aborda el primera persona el delicado tema de aquellas personas que, sintiendo inclinación por el mundo de las letras, luego de sus primeras obras -o incluso bastándole solamente una- caen en un vacío o impedimento tan profundo que no vuelven a escribir o retoman tal actividad hasta muchos años e incluso décadas después, ofreciendo una abundante recopilación de casos con reflexiones precisas en cada uno de ellos, así como los dilemas que van acompañando al personaje en tal empresa.

De lectura amena y digerible, termina Bartleby y Compañía convirtiéndose tanto en manantial del cual recoger una amplia cuota de recomendaciones de lectura, como en estimulante para sacudir la desidia de escribir y al mismo tiempo revalorar el compromiso personal con esta necesidad de expresión volcada en palabras, mediante las cuales aspiramos salir de nosotros y trascender. Comparto aquí un extracto del mismo:

Como dice Blanchot, la esencia de la literatura nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. Así vengo yo trabajando en estas notas, buscando e inventando, prescindiendo de que existen unas reglas de juego en la literatura… Quien afirme a la literatura en sí misma, no afirma nada. Quien la busca, sólo busca lo que se escapa, quien la encuentra, sólo encuentra lo que está aquí o, cosa peor, más allá de la literatura. Por eso, finalmente, cada libro persigue la ‘no-literatura’ como la esencia de lo que quiere y quisiera apasionadamente descubrir.

Leer a Chéjov

– Si no has leído a Chéjov, no has leído – le dijo con tal vehemencia que sólo provocó en su interlocutor una respuesta seca y ahogando la incomodidad. – He leído lo suficiente para considerar que he leído, aún sin haber leído a Chéjov. Mi cuota de literatura rusa la cubrí con Los hermanos Karamasov y toda la tradición literaria rusa puede darse por bien servida con ello.

– Si no fueras tan terco me harías caso y leerías algo de Chéjov, para que te des cuenta que hay más en la vida que tu Dostoyevsky, tu Saramago y tu Benedetti – reiteró. No iba a darse por vencida con facilidad, aunque conversaciones similares ya habían tenido en otras ocasiones. – No, bien lo sé: también están los García Márquez, los Vila-Matas, los Cortázar, los Paz… – Cuando te lo propones te vuelves odioso, y lo que me preocupa es que te lo propongas con mucha frecuencia – añadió dando por terminada la charla.

No se dirigieron la palabra por el resto de la tarde al estar cada uno inmiscuidos en sus asuntos. Ella, ocupándose de pendientes laborales que había llevado para finiquitar en casa; él, saliendo a caminar como acostumbraba ocasionalmente cuando la retirada del sol lo permitía. Pero esta ocasión salió poco antes de lo habitual y tras recorrer algunas calles abordó un camión que lo acercó hasta el centro de la ciudad. Luego de descender de la unidad y caminar otro par de calles entró a una librería de viejo y acercándose al dependiente, un señor mayor de abundante barba canosa y anteojos, le preguntó: – Mi estimado, ¿tendrá algún librito de Chéjov? – Amigo, ninguna obra de Chéjov podrá ser nunca un librito – respondió, y despegándose de la silla en la que reposaba avanzó hasta uno de los anaqueles para retirar de él un ejemplar algo envejecido pero completo de Historia de mi vida.

Vivir adrede, de Mario Benedetti

Después de varios años -no exagero- sin haber tenido entre mis manos o delante de mis ojos un «libro de literatura» terminé el 2012 retomando el hábito de la lectura a través de uno de mis escritores predilectos, Mario Benedetti, y una de sus obras que tenía ya algunos meses en la mira: VIVIR ADREDE.

Vivir adrede es una colección de breves ensayos (107) y frases reflexivas, catárticas o meramente lúdicas del poeta y escritor uruguayo publicada en 2007. Imagino de esas obras que ven la luz por «compromisos editoriales» y, en caso de haber sido así no desmerita en absoluto, pues si bien queda muy lejano a considerarse de entre lo mejor de la pluma de Mario, lo tenemos disponible para disfrutarse en pequeñas dosis mediante las cuales nos coloca más de una ocasión en jaque, disertación o simplemente de buen humor, como es el caso del ensayo titulado «Ascensor».

La avidez con la que retomé el gusto por leer me hizo despacharme la obra en cuatro tardes, resultándome tan digerible y ameno que lo recomiendo ampliamente a aquellos alejados de la lectura o deseen conocer la prosa de Benedetti (su poesía prescinde de cualquier presentación) sin adentrarse en la fogosidad de La tregua o Primavera con esquina rota. Comparto a continuación un extracto de «De palabra en palabra», uno de los ensayos que me resultó cautivador.

Uno de los trayectos más estimulantes de esta vida es el tránsito por el idioma. El pensamiento avanza de palabra en palabra. Es una senda llena de sorpresas y algunas veces totalmente inédita. Y cuando pasa a ser sonido, cuando cada vocablo coincide al fin con la voz que lo espera, entonces lo normal se convierte en milagro. Paso a paso, sílaba a sílaba, el idioma pasa a ser una revelación. Y qué placer cuando un prójimo cualquiera sale a nuestro encuentro, paso a paso también, sílaba a sílaba, y su palabra se abraza con la nuestra. Las maravillas y las impurezas emergen repentinamente del olvido y se introducen sin permiso en nuestro asombro. Gracias al idioma, sobrevivimos. Porque somos palabra, quién lo duda. El lenguaje es una bolsa de ideas, una metafísica que no tiene reglas, una propuesta que cada día es distinta. Al flanco de los cedros y los pinos crecen los nombres y las flores, porque el lenguaje es también un jardín.