Amantes de 7 a 9

Tras un largo día que había comenzado a las tres de la mañana, él consiguió llegar entre fastidio y calor al hotel donde se habían citado para pasar juntos un momento. Estaba realmente cansado. Tenía toda la semana así. El mes. El año entero, a decir verdad.

No era tiempo de lamentarse, sino de esperarla con un poco de inquietud y un mucho de paciencia, porque ella no se atrevía a romper su disciplina laboral con tal de llegar antes a la cita. ¡Claro que tenía enorme gusto de verlo!, pero prefería así, contener la emoción para esos minutos que compartirían una misma habitación, solos, escondidos del monstruo de ciudad. Y con el reloj haciéndoles tic tac tic tac desde el primer saludo ante la apremio de él por volver a la suya.

Llegó a la habitación y se recostó a la orilla de la cama, como acostumbraba descansar cuando pasaba el día entero de aquí para allá. Le envió un mensaje avisándole que la esperaba; ella le respondió que no tardaba en salir y confiaba no demorar. No fue así: el intenso tráfico por la hora del encuentro prolongó su arribo, y él, poco paciente, a unos cuantos minutos de que ella debería haber llegado le escribió un mensaje más: «¿Dónde estás?».

«Ya estoy aquí». Un par de minutos después el silencio de la habitación donde se encontraba él fue interrumpido por el ruido de la puerta al abrirse, permitiendo que ella entrara. Se sonrieron, no sin timidez. Ella se sentó precavidamente en la orilla de la cama, a un costado de él, y tras algunos comentarios triviales, acomodó algunas almohadas para recostarse a su lado, «y quedar a tu misma altura», le dijo con fugaz coquetería. Él la miró hacerlo, y volteando su rostro hacia ella, sólo pronunció: «Estoy cansado». «Yo también», respondió ella, mientras las manos de ambos se cruzaron para rozarse furtivamente y comenzar un inocente jugueteo mientras ellos conversaban de una u otra cosa con más confianza que minutos antes.

«Qué rico hueles», le dijo él, no por cumplido; realmente el olor del perfume que la acompañaba se había colado hasta su nariz con animosa elegancia. Obtuvo un sí envuelto en una sonrisa de ella. “¿Cómo se llama?”; –La vie est belle, respondió ella. «Sí, muy bella», dijo él, acercándose a su cuello para apreciar los vestigios de fragancia con mayor detalle, momento que aprovechó también para pasar el costado de su mano por el rostro de ella, acomodándole parte de su cabello detrás de la oreja. La furtiva caricia no pareció incomodarle, por lo que él la repitió con la misma calidez, arrancándole de nuevo una sonrisa. A él le estaba gustando hacerla sonreír: resultaba un alivio al cansancio que pareció desaparecer en cuanto llegó. A ella, que lo hiciera.

Sin advertirlo, se sumergieron en una charla que tenían algunos meses debiéndose, con el regocijo de hacerlo frente a frente, sonrisa a sonrisa. Él apreciaba con embeleso la cadencia de ella al hablar y gesticular a la vez, por momentos con sigilo, en otros con arrebato, según ameritara imprimir entusiasmo al diálogo. Ella, por su parte, guardaba reverencial atención para escucharlo cuando él intervenía, deleita de escuchar ‘en vivo’ su marcado acento norteño y su esmero por el empleo correcto de las palabras, aun cuando salpicara su conversación de algunas palabras altisonantes que no podían sino provocarle hilaridad. Tímidos coqueteos entre miradas y silencios los acompañaron hasta percatarse que faltaban 10 minutos para la hora de su partida.

«Acércate, te quiero abrazar». «No», respondió ella con firmeza. ¿Acaso temía que 10 minutos no les fueran suficientes tras darse ese abrazo? Él no podría afirmarlo, y decidió respetar su decisión, bastándole seguir con sus manos juntas y jugueteando entre ellas en lo que el reloj marcaba la hora final. Al llegar el momento se dispusieron a dejar la habitación, no sin antes ayudarle ella a cambiar su playera. Él sintió la ternura de su trato al hacerlo y la cercanía de sus brazos rodeándolo por la espalda.

No hubo tiempo para un abrazo final; en un santiamén estaba él ya abordando un taxi. Su mirada parecía invitarla a abordarlo, como si bastara que llegaran juntos al aeropuerto para volar juntos. La respuesta resignada de ella lo convenció de no prolongar la despedida: «Alguien tiene que quedarse». Un beso de ella en la frente de él selló su encuentro, quedando el roce de sus labios como un pendiente que los invitaba de nuevo a encontrarse. Sin pronunciarlo, él prometió volver y ella llegar a la cita puntual.

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Exorcisándome

Quienes me conocen (y quienes no ya se enterarán luego de que lean mi libro), saben que soy muy apegado a la numeralia: que si el tercer aniversario de esto, que si faltan 50 días para esto otro…; por tanto, imposible no encontrar en el día de hoy, a 13 años de aquel evento que transformó mi existir, un motivo para añadir dos neuronas más a la reflexión que me provoca.

La misma tiene al menos un par de semanas girando alrededor de que al ser ya 13 años, un número al que popularmente se le han atribuido connotaciones cabalísticas, sea ‘tiempo’ de sacudirme el maleficio bajo el cual he permanecido desde entonces, en un incompleto duelo por lo que perdí y falta de aceptación de lo que recibí. Entiendo, y desde luego en parte por mi profesión, que en estas cuestiones no hay tiempos ni medidas establecidas, pero tampoco es válido, mucho menos saludable, cargar con los pesares eternamente.

Ayer mismo caía en cuenta que no me duele tanto lo que pasó sino lo que he dejado de hacer, y cambiarlo está completamente a mi alcance. Por encima de lo trillado que resulta la auto-motivación y los discursos de superación personal, es auténtico hay un cúmulo de circunstancias que está en mi decisión su curso, y aunque suela infravalorarlo, voy para un par de meses que asumí con gusto y convicción tomarles las riendas y encausar mi andar de modo tal que recupere la calidad de vida que he venido dejando en pedazos por el camino. Si me toma otros 13 años recuperarla, no serán años de esfuerzo en vano. ¿Me acompañas?

De enfermedades, internamientos y fallecimientos de reyes del Pop.

Dos días después de mi cumpleaños, y con al menos dos semanas sintiéndome muy debilitado, aquella mañana amanecí con una fiebre espantosa que permaneció inmutable a pesar del baño con agua fresca horas antes y antibiótico intramuscular.

Papá me trajo el almuerzo pero era tal mi sensación de enfermedad, que por primera vez en 9 años le pedí que llamara a la EMME para que me trasladaran de urgencia al hospital. Si bien vivo a 30 minutos en coche de la clínica, me sentía tan mal que no deseaba correr el menor riesgo de empeorar en el trayecto, por lo que me era necesario vinieran en ambulancia para trasladarme y así contar con la asistencia indispensable.

A los 20 minutos llegaba a casa la unidad de emergencias. Mucha sorpresa le causó al paramédico que me tomó los signos vitales que rondara por los 40°C de temperatura. Recuerdo las palabras del doctor: «Antes no has colapsado, chavo». Después de colocarme un medicamento intravenoso para disminuir la fiebre se dispusieron a trasladarme al hospital, acompañado por mi madre. Por llegar en ambulancia fui ubicado inmediatamente en el área de urgencias, en donde me sacaron las muestras de sangre pertinentes para proceder al internamiento. Más sorpresa todavía enterarme que mi nivel de hemoglobina estaba en 5.3 (el mínimo recomendado es 10-11), lo que me tenía en un estado de anemia y debilitamiento del sistema inmunológico que abrió la puerta para adquirir una neumonía, diagnosticada posteriormente, de la cual ni enterado estaba.

Luego de un par de horas y recuperado por efecto del medicamento intravenoso de la fiebre que me azotaba, coincidiendo además con la hora de ingresos de internamiento (1 pm) fui llevado al segundo piso del hospital. La noticia del día hasta ese momento era el fallecimiento de Farrah Fawcett (popular protagonista de la serie Los ángeles de Charlie), la cual quedó completamente opacada poco después de las 2 pm cuando corrió como reguero de pólvora la noticia de la sorpresiva muerte de Michael Jackson a los 50 años de edad. De la misma me enteré escuchando alguno de los cortes informativos en el pequeño televisor con el que contaba uno de los pacientes en la habitación a la que había sido llevado, si bien mi plena concentración la ocupaba en mantener la calma y la esperanza con la confianza de que estando ya en el hospital las cosas tendrían que mejorar.

Y mejoraron. El 10 de agosto, tras varias semanas alejado de la computadora e Internet emitía de nuevo señales de vida. Cuatro años después, sin fiebre y con un adecuado nivel de hemoglobina, de nueva cuenta papá me trajo el almuerzo y le comentaba: «Hace cuatro años me trajiste de almorzar y te pedí que le hablaras a la EMME». Su parca respuesta fue: «¿Y eso por qué me lo dices?». Y no es descabellada su pregunta; ¿por qué lo hago, por qué escribo sobre ello? Porque escribo para no olvidarme, pero además, para recordar que voy dejando tras de mí una estela de alegrías, esfuerzos y vicisitudes de las que he aprendido y en las que me apoyo para continuar mi andar.

Presentimiento

Aquel día la madre despertó a la hora acostumbrada, pero una sensación incómoda, parecida a la sentida cuando se recibe una mala noticia, se atravesó en su pecho. Poniéndose de pie y afrontando el ligero dolor se dispuso a comenzar sus actividades cotidianas. A 1,000 kilómetros de distancia su hijo mayor estaba por salir de viaje, y algunos días después se encontraría toda la familia disfrutando de unas cómodas vacaciones antes del inicio del ciclo escolar.

Pasadas las 4 de la tarde, una vecina de la madre acudió a su casa para llevarla a una reunión de la asociación regional de diabéticos, padecimiento que la achacaba desde hacía un año y que después de la etapa de crisis inicial estaba apenas comenzando a sobrellevar. Revisó, como era su costumbre, las mechas de la estufa para cerciorarse estuvieran apagadas, así como los focos de todas las habitaciones del hogar y la puerta trasera. Sin embargo, de nuevo una sensación extraña no le permitía sentirse a gusto, al grado de pasarle por su cabeza el no acudir a la reunión a la que estaba siendo invitada. «Qué tonterías», pensó, y echando cerrojo sobre la puerta principal de su casa se dispuso a salir acompañada de la vecina y dirigiéndose al coche de ésta para partir rumbo al centro de la ciudad.

Al terminar la reunión se les ofreció a los asistentes un pequeño refrigerio con el fin de compartir sus experiencias de manera más informal y generar entre ellos vínculos de empatía, pero la madre de nuevo sentía su pulso inquieto y la sensación de zozobra que durante el día le había acompañado se apoderó nuevamente de ella. Acercándose a la vecina la convidó a regresar lo más pronto posible a sus casas, lo que le fue respondido afirmativamente, y a los pocos minutos se encontraban ambas de regreso, lidiando con el tráfico habitual que se dejaba sentir todas las tardes en las avenidas de Monterrey. Tardaron poco más de media hora en el regreso y agradecida, la madre se despidió de su vecina para ingresar al hogar.

No habían transcurrido 10 minutos, poco antes de las 7 de la noche, cuando el teléfono sonó. La madre, como si lo hubiese esperado, se acercó a él con determinación, y sin poder evitar que le temblara un poco la mano, contestó. Del otro lado de la línea escuchaba una voz que no le resultaba tan familiar pero había ya oído en alguna ocasión, la de un amigo cercano de su hijo y que también viajaría con él esa mañana.

— Buenas noches, ¿es usted la mamá de Víctor?

— Así es, ¿qué se le ofrece?

— Le llamo de Salamanca, señora, soy amigo de su hijo. Esta mañana tuvimos un accidente en la carretera, él está bien pero se encuentra hospitalizado.

Un frío seco recorrió toda la piel de la madre y la sensación de incomodidad que la acompañó a lo largo del día se transformó en una dolorosa punzada en el corazón que se incrementaba en cada palabra que escuchó del otro lado de la línea. La voz parecía escondérsele en lo profundo de su garganta, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió exclamar:

— Si lo tienen hospitalizado, ¿cómo me dice usted que está bien? ¿En qué hospital lo tienen?

— Estuvo todo el día en la Cruz Roja, pero necesita mejor atención médica y están a punto de trasladarlo a León. Le pedimos que se trasladen para allá, lo internaremos en el hospital Aranda de la Parra, a dos cuadras de la plaza principal.

— ¿Usted va estar con él, no me lo va dejar solo?

— Pierda cuidado de eso, señora. Hemos estado con él todo el día, y seguiremos así hasta que ustedes lo vean, si puede salir esta misma noche es mejor.

La madre esbozó con dificultad un breve comentario de despedida; su mente estaba ya ocupada en localizar a su esposo y salir lo más inmediatamente posible rumbo a León, al encuentro con su hijo. Como si de una película se tratara, le pasaban por la cabeza confusas imágenes de muchos momentos con él, incluso desde su embarazo. No le asustaba cómo encontrarlo, sino el temor a no encontrarlo vivo, y la sorpresa de que una madre pueda presentir cuando uno de sus hijos está en peligro.

Ir al cine solo, ¡claro que sí!

Hay un tema sobre el que se habla más de lo que se escribe, y haciéndole justicia, le dedico las siguientes palabras escritas: acudir al cine solo.

La frase, por sí misma, resulta ambigua, pues valdría acotarla al proceso de trasladarse sin compañía a una sala cinematográfica y presenciar la película en cuestión sin acompañamiento específico, si bien en el recinto se contará, para beneplácito o no, de la presencia de otros congéneres, también solos o acompañados, que han acudido con el mismo -u otros, cabe tenerlo presente- propósito que usted. Se vuelve entonces cada sala de cine un templo en el cual se permanece durante la liturgia cinéfila, y en el que se rinde culto de manera tácita y silenciosa, más no por ella ausente de ocasionales risas, murmullos, gritos e incluso llanto, a lo que pasa frente a nuestros ojos por 90, 120 o más minutos. Basta recordar Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) para confirmarlo, o a modo de ejemplo más reciente, la inquietante primera escena de Holy Motors (Leos Carax, 2012). Agregando un poco de teoría, señala Humberto Macías en su tesis sobre Krzystof Kieslowski que «…el espectador de cine, por lo regular, asiste deliberadamente y con ánimo preparado para experimentar una historia», lo cual se vuelve el común denominador de cada uno de los ocupantes de una butaca.

Ahora bien, ¿por qué pareciera rondan respecto al «acudir al cine solo» un conjunto de estigmas que demeritan tal situación? En primer lugar se me ocurre pensar que es una mentalidad muy «latinoamericana», en cuanto somos entre los grupos demográficos del ‘mundo occidental’ quienes más nos distinguimos por un espíritu de camadería, compañerismo, aún no contagiado de individualismo y aislamiento. Por tanto, el acudir al cine solo se traduce popularmente hablando en una incapacidad para socializar, en la expresión máxima de forever-alonismo y lo más cercano a la miseria social. Lo anterior, reforzado por la concepción del cine como una actividad lúdica, de entretenimiento, y como tal ameritable a ser ejercitada en compañía, cual si de un juego de dominó se tratara. Me extiendo ahora hacia otro aspecto que amerita ser mencionado. El cine, para buena parte de los habitantes sobre la Tierra, está arraigado a profundas y -en su mayoría- agradables experiencias emocionales que lo vinculan a disfrutarse en compañía de nuestros seres queridos. Responda las siguientes preguntas: ¿Con quiénes entramos por vez primera en una sala de cine? ¿Qué lugar se volvía el preferido por muchos aquellas tardes en las que salía temprano (o se volaba clases) de la preparatoria? ¿Cuál es uno de los refugios por excelencia para gozar de un momento de intimidad con la pareja? Advertirá que planear una ida al cine inconsciente e impulsivamente emana la necesidad de vivirse en circunstancias similares a las recordadas con cariñosa nostalgia.

Pero entonces, ¿qué atributos podemos enumerar a favor de acudir solos al cine? Desde luego, por encima de la muy evidente salubridad económica. Con el aumento de las tarifas (oscilando entre 40 y hasta 80 pesos) y el nada módico precio de los combos, diseñados para gastar al menos de 100 pesos en adelante, acudir con la pareja o pagafanteando termina siendo un asalto consensuado. En motivos más trascendentes, señalo en primer lugar que el cine, considerado por meritos propios entre las sietes bellas artes, es una vivencia artística que el espectador experimenta de manera individual, como lo hace al contemplar una pintura o una escultura, si bien durante un mayor período de tiempo. Puede resultar trivial hacer tal puntualización, pero pareciera que en la praxis es un detalle poco tomado en cuenta y olvidado al momento que asalta la incertidumbre ante la posibilidad (para muchos sincera amenaza) de imaginarse «solo» delante de una pantalla disfrutando de una película. Cabe, a propósito de ello, escarbar por el lado de qué tan acostumbrados estamos a la «soledad», a “convivir con nosotros mismos”, y el cúmulo de inquietudes que se desbordan de pasar 2 horas en tales circunstancias, aún en medio de otros seres humanos y en un evento que, como principio, tendría que provocarnos distracción y no angustia. La respuesta es tan íntima como a la vez escabrosa, y está supeditada a la constitución emocional de cada persona, por lo que incluso la carencia de tal capacidad no es motivo de reproche pero sí punto de partida para la introspección.

En mi caso, si bien suelo ir acompañado al cine (motivo entendible para quienes conocen un poco de mi vida), en su momento e incluso reciente fecha tuve oportunidad de acudir solo, sin provocarme en ninguno de los casos conflicto de algún tipo, al contrario, resultando la mejor oportunidad para disfrutar de la película que quería. Sin afán de aburrirlos, mencionaré tres de las ocasiones. La primera con la intención de ver Good Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), estrenada en México en marzo de 1998. Vivía en Tlaquepaque, Jalisco, y gozaba de la mañana de un día entre semana para ir al cine. Revisando la cartelera, esta película protagonizada por Matt Damon y Robin Williams fue la única que despertó mi interés, y entre los amigos con los que me encontraba a ninguno le apeteció. Tomada la resolución de ir solo, abordé un camión de transporte público hasta Plaza Milenium en un recorrido de poco menos de una hora. Al llegar al complejo de cines para aprovechar la 1era función (alrededor de las 11:15 am) y entrar a la sala, me descubrí como el único en ella. Pasaron 10 minutos y seguía siendo el único, lo cual no me incomodaba pero me resultaba poco productivo fueran a proyectar la película sólo para mí. Sumado a ello, no habían dado siquiera avance a los cortos, quizás esperando aparecieran algunas personas más, lo cual sucedió hasta las 11:30 am: un grupito de tres chicas, que parecían haberse hecho la pinta de la escuela, y posteriormente una pareja de adultos mayores. Fue hasta las 11:35 que se apagaron las luces de la sala, comenzaron a correrse los cortos, y llegaron un par de jóvenes más. Créanme antes de la llegada de estas personas estuve a punto de dirigirme con quien fuera pertinente para externarle que no tenía inconveniente en mudarme a otra sala y se ahorraran la proyección de la película -así de aprehensivo puedo ser-, lo cual para mi fortuna no fue necesario. La cinta resultó mucho de mi agrado y sin ser una obra maestra, creo cumple su propósito (al grado que en IMDB alcanza un 8.2 de calificación). Destacado que los escritores de la historia son el mismo Bacon y Ben Affleck, quien también aparece en el film como actor secundario.

Como una segunda experiencia de acudir solo al cine, cito la ocasión que vi Del olvido al no me acuerdo (Juan Carlos Rulfo, 1999), muy posiblemente entre los meses de junio y julio de su año de estreno, en los complejos Cinemark junto a Pericoapa en el Distrito Federal. También algún día entre semana, aunque por la tarde con seguridad, aprovechando la visita a Pericoapa para llevar a recargar unos cartuchos de impresora y la no prolongada duración -75 minutos- del documental que sobre su padre realiza Rulfo, con locaciones en Sayula, Jalisco (lugar de nacimiento del autor del célebre Llano en llamas), y el Distrito Federal, ciudad en la que se estableció a partir de 1946. Confieso dormité durante algunos segmentos, y sin justificarme, espero que quienes la han visto estén de acuerdo conmigo que el ritmo de la misma puede dar pie para ello, sobre todo si no se durmió lo suficiente la noche anterior. En la sala no habríamos más de 20 personas, algunas también «solitarias”, comprensible tanto por el día como por la temática y formato del film, el cual lamentablemente no goza de mucho quorum en México.

Y la más reciente ocasión que acudí al cine solo fue el pasado mes de mayo; se exhibía en la Cineteca Nuevo León, localizada en el corazón del Parque Fundidora, la película francesa Copie conforme (Abbas Kiarostami, 2010), protagonizada por la bellísima Juliette Binoche, a quien profeso una platónica admiración, y si bien es un film que ya había visto descargándolo de Internet, me resultó imposible resistirme a disfrutarla en pantalla grande. Por encima de mi crush con Juliette, la película tiene una narración amena y un guión que profundiza el significado entre una producción artística original y una reproducción del mismo, involucrando en ello el sentimiento de los personajes y soltando en una de las escenas un profundísimo: «Creo que lo único que ella quiere es que camines a su lado y pongas tu mano en su hombro. Es todo lo que espera de ti». Para la ocasión no busqué ni solicité acompañamiento alguno, limitándose mi señor padre a acercarme hasta la entrada del edificio que aloja la Cineteca y desplazándome por mi cuenta hasta la sala, siendo auxiliado por alguno de los asistentes para entrar y salir de la misma. Aquella tarde tuve una cita con Bichoche y no requería a nadie más cerca de mí.

Como podemos concluir, el acudir solos al cine es una experiencia que vale la pena aprovechar con regularidad, y resultará una magnífica oportunidad para otorgarle un muy profundo sentido al apreciar la verdad 24 veces por segundo (Le petit soldat, 1963).

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