Hay un tema sobre el que se habla más de lo que se escribe, y haciéndole justicia, le dedico las siguientes palabras escritas: acudir al cine solo.
La frase, por sí misma, resulta ambigua, pues valdría acotarla al proceso de trasladarse sin compañía a una sala cinematográfica y presenciar la película en cuestión sin acompañamiento específico, si bien en el recinto se contará, para beneplácito o no, de la presencia de otros congéneres, también solos o acompañados, que han acudido con el mismo -u otros, cabe tenerlo presente- propósito que usted. Se vuelve entonces cada sala de cine un templo en el cual se permanece durante la liturgia cinéfila, y en el que se rinde culto de manera tácita y silenciosa, más no por ella ausente de ocasionales risas, murmullos, gritos e incluso llanto, a lo que pasa frente a nuestros ojos por 90, 120 o más minutos. Basta recordar Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) para confirmarlo, o a modo de ejemplo más reciente, la inquietante primera escena de Holy Motors (Leos Carax, 2012). Agregando un poco de teoría, señala Humberto Macías en su tesis sobre Krzystof Kieslowski que «…el espectador de cine, por lo regular, asiste deliberadamente y con ánimo preparado para experimentar una historia», lo cual se vuelve el común denominador de cada uno de los ocupantes de una butaca.
Ahora bien, ¿por qué pareciera rondan respecto al «acudir al cine solo» un conjunto de estigmas que demeritan tal situación? En primer lugar se me ocurre pensar que es una mentalidad muy «latinoamericana», en cuanto somos entre los grupos demográficos del ‘mundo occidental’ quienes más nos distinguimos por un espíritu de camadería, compañerismo, aún no contagiado de individualismo y aislamiento. Por tanto, el acudir al cine solo se traduce popularmente hablando en una incapacidad para socializar, en la expresión máxima de forever-alonismo y lo más cercano a la miseria social. Lo anterior, reforzado por la concepción del cine como una actividad lúdica, de entretenimiento, y como tal ameritable a ser ejercitada en compañía, cual si de un juego de dominó se tratara. Me extiendo ahora hacia otro aspecto que amerita ser mencionado. El cine, para buena parte de los habitantes sobre la Tierra, está arraigado a profundas y -en su mayoría- agradables experiencias emocionales que lo vinculan a disfrutarse en compañía de nuestros seres queridos. Responda las siguientes preguntas: ¿Con quiénes entramos por vez primera en una sala de cine? ¿Qué lugar se volvía el preferido por muchos aquellas tardes en las que salía temprano (o se volaba clases) de la preparatoria? ¿Cuál es uno de los refugios por excelencia para gozar de un momento de intimidad con la pareja? Advertirá que planear una ida al cine inconsciente e impulsivamente emana la necesidad de vivirse en circunstancias similares a las recordadas con cariñosa nostalgia.
Pero entonces, ¿qué atributos podemos enumerar a favor de acudir solos al cine? Desde luego, por encima de la muy evidente salubridad económica. Con el aumento de las tarifas (oscilando entre 40 y hasta 80 pesos) y el nada módico precio de los combos, diseñados para gastar al menos de 100 pesos en adelante, acudir con la pareja o pagafanteando termina siendo un asalto consensuado. En motivos más trascendentes, señalo en primer lugar que el cine, considerado por meritos propios entre las sietes bellas artes, es una vivencia artística que el espectador experimenta de manera individual, como lo hace al contemplar una pintura o una escultura, si bien durante un mayor período de tiempo. Puede resultar trivial hacer tal puntualización, pero pareciera que en la praxis es un detalle poco tomado en cuenta y olvidado al momento que asalta la incertidumbre ante la posibilidad (para muchos sincera amenaza) de imaginarse «solo» delante de una pantalla disfrutando de una película. Cabe, a propósito de ello, escarbar por el lado de qué tan acostumbrados estamos a la «soledad», a “convivir con nosotros mismos”, y el cúmulo de inquietudes que se desbordan de pasar 2 horas en tales circunstancias, aún en medio de otros seres humanos y en un evento que, como principio, tendría que provocarnos distracción y no angustia. La respuesta es tan íntima como a la vez escabrosa, y está supeditada a la constitución emocional de cada persona, por lo que incluso la carencia de tal capacidad no es motivo de reproche pero sí punto de partida para la introspección.
En mi caso, si bien suelo ir acompañado al cine (motivo entendible para quienes conocen un poco de mi vida), en su momento e incluso reciente fecha tuve oportunidad de acudir solo, sin provocarme en ninguno de los casos conflicto de algún tipo, al contrario, resultando la mejor oportunidad para disfrutar de la película que quería. Sin afán de aburrirlos, mencionaré tres de las ocasiones. La primera con la intención de ver Good Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), estrenada en México en marzo de 1998. Vivía en Tlaquepaque, Jalisco, y gozaba de la mañana de un día entre semana para ir al cine. Revisando la cartelera, esta película protagonizada por Matt Damon y Robin Williams fue la única que despertó mi interés, y entre los amigos con los que me encontraba a ninguno le apeteció. Tomada la resolución de ir solo, abordé un camión de transporte público hasta Plaza Milenium en un recorrido de poco menos de una hora. Al llegar al complejo de cines para aprovechar la 1era función (alrededor de las 11:15 am) y entrar a la sala, me descubrí como el único en ella. Pasaron 10 minutos y seguía siendo el único, lo cual no me incomodaba pero me resultaba poco productivo fueran a proyectar la película sólo para mí. Sumado a ello, no habían dado siquiera avance a los cortos, quizás esperando aparecieran algunas personas más, lo cual sucedió hasta las 11:30 am: un grupito de tres chicas, que parecían haberse hecho la pinta de la escuela, y posteriormente una pareja de adultos mayores. Fue hasta las 11:35 que se apagaron las luces de la sala, comenzaron a correrse los cortos, y llegaron un par de jóvenes más. Créanme antes de la llegada de estas personas estuve a punto de dirigirme con quien fuera pertinente para externarle que no tenía inconveniente en mudarme a otra sala y se ahorraran la proyección de la película -así de aprehensivo puedo ser-, lo cual para mi fortuna no fue necesario. La cinta resultó mucho de mi agrado y sin ser una obra maestra, creo cumple su propósito (al grado que en IMDB alcanza un 8.2 de calificación). Destacado que los escritores de la historia son el mismo Bacon y Ben Affleck, quien también aparece en el film como actor secundario.
Como una segunda experiencia de acudir solo al cine, cito la ocasión que vi Del olvido al no me acuerdo (Juan Carlos Rulfo, 1999), muy posiblemente entre los meses de junio y julio de su año de estreno, en los complejos Cinemark junto a Pericoapa en el Distrito Federal. También algún día entre semana, aunque por la tarde con seguridad, aprovechando la visita a Pericoapa para llevar a recargar unos cartuchos de impresora y la no prolongada duración -75 minutos- del documental que sobre su padre realiza Rulfo, con locaciones en Sayula, Jalisco (lugar de nacimiento del autor del célebre Llano en llamas), y el Distrito Federal, ciudad en la que se estableció a partir de 1946. Confieso dormité durante algunos segmentos, y sin justificarme, espero que quienes la han visto estén de acuerdo conmigo que el ritmo de la misma puede dar pie para ello, sobre todo si no se durmió lo suficiente la noche anterior. En la sala no habríamos más de 20 personas, algunas también «solitarias”, comprensible tanto por el día como por la temática y formato del film, el cual lamentablemente no goza de mucho quorum en México.
Y la más reciente ocasión que acudí al cine solo fue el pasado mes de mayo; se exhibía en la Cineteca Nuevo León, localizada en el corazón del Parque Fundidora, la película francesa Copie conforme (Abbas Kiarostami, 2010), protagonizada por la bellísima Juliette Binoche, a quien profeso una platónica admiración, y si bien es un film que ya había visto descargándolo de Internet, me resultó imposible resistirme a disfrutarla en pantalla grande. Por encima de mi crush con Juliette, la película tiene una narración amena y un guión que profundiza el significado entre una producción artística original y una reproducción del mismo, involucrando en ello el sentimiento de los personajes y soltando en una de las escenas un profundísimo: «Creo que lo único que ella quiere es que camines a su lado y pongas tu mano en su hombro. Es todo lo que espera de ti». Para la ocasión no busqué ni solicité acompañamiento alguno, limitándose mi señor padre a acercarme hasta la entrada del edificio que aloja la Cineteca y desplazándome por mi cuenta hasta la sala, siendo auxiliado por alguno de los asistentes para entrar y salir de la misma. Aquella tarde tuve una cita con Bichoche y no requería a nadie más cerca de mí.
Como podemos concluir, el acudir solos al cine es una experiencia que vale la pena aprovechar con regularidad, y resultará una magnífica oportunidad para otorgarle un muy profundo sentido al apreciar la verdad 24 veces por segundo (Le petit soldat, 1963).
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