—Si supiera lo que estoy buscando ya lo hubiera encontrado.
Despiertas una mañana cualquiera. Extiendes tu mano pidiéndole a la alarma del despertador te conceda cinco minutos más de tregua. Dos minutos después recuerdas que la última vez que lo hiciste no fueron cinco sino veinte, y te topaste con tremendo congestionamiento rumbo al trabajo que maldijiste hasta a tu tatarabuelo por haberlo hecho. Prometiste a todos los dioses del Olimpo que no volvería a suceder, y encabronado, te despegas de tu cama caminando en actitud sonámbula hacia el baño. Enciendes la luz, y plantándote frente al espejo del lavabo te sorprende descubrir que te falta algo.
—Voy a pensar que lo que sea que haya olvidado, alguien más ya lo encontró.
Escudriñas tu rostro con minuciosidad. Frotas tus ojos. Apagas y enciendes un par de veces la luz, incrédulo, esperando que el sueño te esté jugando una mala pasada y sea sólo un efecto momentáneo del adormilamiento. Sin importarte estar sumando minutos al engorroso protocolo de prepararte para irte a trabajar, retrocedes los pasos recorridos y te incubas de nuevo en tu cama, simulando salir de ella por vez primera. Haciéndote el desentendido, sales de nuevo, recorres los mismos pasos hasta el baño, enciendes la luz con la mayor de las despreocupaciones y te miras de reojo. Sigue faltándote algo. Y lo peor de todo: sigues sin atinar qué es. Te entra una fuerte interrogante: ¿Y si tienes varios días de haberlo extraviado? Peor aún… ¿Y si alguien más ya lo encontró?
—¿Qué clase de payasa puedo ser yo ahora?
Sin poder evitar la desesperación, revisas el estante donde guardas pastillas, merjunges e implementos de aseo. Nada. Recorres con estrépito la cortina de la regadera y echas un vistazo a su interior. Tampoco. Levantas la tapa de la taza del sanitario, incluso la tapa del tanque de agua. Nada en absoluto. Vuelves a tu habitación y, como niño en juguetería, comienzas a trasculcar por todos los espacios posibles: el armario, el pequeño escritorio, los libros que acumulan polvo ante la falta de tiempo por leerlos, unas cuantas cajas de papelería que acumulaste durante tus estudios universitarios -lo que te recuerda que sigues teniendo pendiente el fastidioso proceso para tramitar la cédula profesional-. En un arrebato de inquietud hasta el colchón de la cama sacudes y volteas, infructuosamente.
Interrumpe tu agitación el sonar de la «alarma de emergencia», aquella que colocas como reserva en caso que una mala noche de sueño te impida despertar a la hora debida. Despejas la silla que tienes a la mano. Te sientas buscando serenarte un poco. Va cediendo tu aflicción, no hay mucho qué hacer por el momento. Incorporándote, procedes a desnudarte al tiempo que acercas y vistes ropa limpia, calzando con prisa tus zapatos. Una escala rápida de nuevo por el baño para lavarte la cara, dientes y acicalarte un poco el cabello. No hay un segundo más qué perder, es hora de salir a trabajar.
***
Éstas y otras emociones e inquietudes es posible que les provoque la obra de teatro MenoClownsia. O toda una variedad propia y diferente. Como menciona Braulio Peralta en su última colaboración para Milenio (reseñando de singular manera ¿Quién teme a Virginia Woolf?):
El teatro es la realidad. El teatro es la escuela. El teatro nos representa: Es el fin y el principio para entendernos en el espíritu de los actores. Una probada de la vida.
Por tanto, les extiendo una muy profunda invitación a dejarse interpelar por la puesta en escena montada por Puño de Tierra -ya hemos hablado de ellos por aquí– y que como parte de su Proyecto #TeatroVirus estará presentándose los jueves de agosto y septiembre en el Foro Shakespeare (colonia Condesa, súper céntrico). La función comienza a las 8:30 de la noche. Un excelente trabajo de Sofía Álvarez acompañada de la talentosísima Valentina Sierra, guionista y directora de la obra, les regalarán una hora de entretenimiento, regocijo y reflexión. Invitados quedan.