Mario, eres un caso perdido

Los estruendos de la batalla eran, desde 1939, el pan de cada día en docenas de ciudades de Europa. Pero aquella noche de junio de 1942 Buenos Aires, sumida en un bestial invierno, atizado por el racionamiento de combustible impuesto por el gobierno de Roberto Ortiz, experimentaría un ejercicio de oscurecimiento, rimbombante nombre para denominar el simulacro anti-bombardeo aéreo sobre la porteña ciudad, y con el cual se pretendía ejercitar a los bonaerenses en las medidas necesarias a tomar en caso de tan catastrófia contingencia.

Dicho evento fue la puntilla que motivó a Mario, que residía en la capital argentina desde hacía cuatro años, a regresar a su país y buscar de nuevo suerte al otro lado del Río de la Plata, en la nación que lo había visto nacer. Aunque bien, pudo resultar el pretexto perfecto para no volver a la casa de sus padres derrotado y sin un quinto de aquel tan infructífero intento por convertirse en un hombre de mundo. A sus apenas 20 años de edad había intentado, sin fortuna, embarcarse rumbo a Francia con el propósito de instalarse en París y mamar del ambiente literario de la época, contrarréplica al impresionismo alemán de comienzos de siglo, y en el que destacaban como principales exponentes Saint-John Perse, Louis Aragon, y desde luego, Antoine de Saint-Exupéry, y de paso terminar contagiado del espíritu existencialista que circulaba en las venas de Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Sin embargo, la invasión nazi al país galo en mayo de 1940 y ocupación de París al mes siguiente estropearon abruptamente sus intenciones. Decidió permanecer no obstante en Buenos Aires, a la expectativa de que las circunstancias cambiaran con el transcurrir de los meses y no desechar por completo su propósito, pero fue en vano.

¿Ahora sí piensas sentar cabeza? Fueron las primeras palabras que escuchó de su padre al encontrarlo en la pequeña sala del hogar en el que habitaba la familia Benedetti desde su llegada a Montevideo en 1924, la cual adquirieron tras el remate de casi la totalidad de sus bienes después de que Brenno, el padre de Mario, fuera estafado por un embaucador que lo había invitado a instalarse en Tacuarembó dos años antes, con el pretexto de convertirlo en socio de una empacadora de carne, negocio del que con el paso de los meses no sólo no ganó un solo quinto, sino además terminó demandado por proveedores y empleados, viéndose en la necesidad de salir de la población junto a su familia escondido en una carreta. Desde entonces se repetía con frecuencia que nadie volvería a verle la cara de idiota, y le atormentaba que el alma inocente y aventurera de su hijo le hiciera pasar por las mismas.

Mario sólo atinó a responder con una sonrisa, y levantándose del hundido sofá en el que divagaba desde un par de horas antes rodeó a su viejo con el merecido abrazo que correspondía al momento. No tenía la menor idea de en qué podía emplearse en esta ocasión. Los apremios económicos por los que su familia había atravesado no le permitieron consolidar formación universitaria o lo más parecido a ello, pero desde pequeño había manifestado una inclinación por las letras. Desde adolescente se convirtió en el favorito de sus compañeros del Liceo Miranda, donde llevó a cabo sus estudios secundarios, para escribir esas cartas románticas que dan inicio al flrteo en dicha edad, ganándose de paso el respeto de los más gandules del curso. Corrió también con la suerte de haber recibido, de parte de un profesor, en uno de los intercambios que con motivo navideño se organizó en su colegio, un ejemplar de la antología Poesías completas de Antonio Machado impresa en 1933, con el que solía entretenerse por horas y del que volvió su gran favorito Los sueños malos al punto de memorizarlo.

Esa misma noche salió de su casa para dirigirse a Plaza Independencia, donde acordó encontrarse con un antiguo compañero de trabajo de la Will L. Smith, quien por la mañana al reconocerlo y saludarlo en el transporte público, ofreció auxiliarle en la búsqueda de algún empleo al menos en calidad de eventual. Al dar vuelta en la esquina se cruzó con Graciela, vecina de la calle contigua y un par de años más joven que él, con la que el mayor de sus acercamientos había consistido en acudir presuroso a su vivienda, cuando la madre de ésta salió una mañana espantada soltando gritos de auxilio debido a que un perro callejero hacía destrozos en el solar de la misma y les resultaba tanto a ella como a su hija imposible interrumpirlo de tan espuria tarea. Raudo y acelerado se acercó hasta la señora llevando un palo de escoba entre sus manos, se dirigió de inmediato al solar y entabló una ventajosa pelea con el canino agresor. Recibió en recompensa los empalagosos abrazos de la señora y la mirada sincera y agradecida de la muchacha, la cual recordaba a menudo, y ocasionalmente volvía a contemplar cuando sus diligencias les permitían encontrarse en la calle, como estaba sucediendo de nuevo en ese momento.

—Hola Mario, le escuchó pronunciar.
—Hola Gracielita. Respondió tartamudeando, y tras tragar saliva alcanzó
a escapar de su boca:
—¡Qué linda se ve usted hoy!
—Gracias Mario, buenas noches, contestó ella.
—Buenas noches tenga usted, replicó él.

Siguió caminando en sentido contrario y en dirección a su destino, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón, continuó la marcha pensando en ella con tal claridad que atinó a dibujar de improviso en su cabeza un verso que murmurante pronunció para no olvidar…

Usted sabe puede contar conmigo,
no hasta dos o hasta diez sino contar conmigo.

(30 de diciembre, 2012)