Un comienzo de mes a la vez

Me gustan los comienzos de mes. No recuerdo desde cuándo, pero me gustan mucho. Me parecen a esas escenas de película en las que alguien toca a la puerta, el protagonista se acerca a abrir y encuentra al pie de la entrada de su hogar una caja en la que anticipa encontrará una gran sorpresa. Dejando de lado la fantasía, en nuestro caso la caja son 30 días para irlos llenando a como nos pinte la vida; pero me animo, cada comienzo de mes, a imaginar que será con cosas buenas, felices, que entusiasmen y mantengan el propósito de vivir. Y en esta ocasión, la caja que encuentro por delante auguro me trae buenas, felices y entusiasmantes sorpresas, comenzando por venir en ella mi cumpleaños 45. 

Hace mucho que no lo escribo —quizá nunca lo he hecho—, pero allá por el siglo pasado, identifiqué que al cumplir 15 años, el mismito jueves 23 junio de 1994, «algo» operó en mí que dio paso a lo que llamamos Autonomía, eso que definimos a groso modo como la capacidad de decidir y actuar por voluntad propia. Y ubico perfecto el momento, un instante tan preciso, bobo incluso podrán considerarlo al leerlo, pero que en mi interior y recuento de mi historia fue El Momento (no dudo de que cuenten con el suyo, o si escarban en su pasado lo recuerden).

Viajaba yo en el ruta 42 Realito rumbo a la Prepa 15 Florida, era poco antes de las 7 am, un montón de adolescentes de 15 a 17 años dispuestos a descender de la unidad en la calle que conectaba con la prepa, y yo, a punto de ser llevado por la misma inercia, me detuve. En lugar de bajar busqué acomodo en alguno de los asientos vacíos y seguí de largo en el recorrido del camión, conociendo rumbos que no imaginaba seguía (entonces cruzaba Madero y Venustiano Carranza, recorriendo una colonia adjunta al Mercado Campesino), sin saber que ese acto tan modesto de emancipación también me estaba conduciendo sin pensarlo a rumbos que ni imaginaba seguían.

A casi 30 años de aquel amanecer, con todo lo que la caja de La Vida me ha ido sorprendiendo entre lo que trae y lo que guardo en ella, no me arrepiento de no haberme bajado en esa calle, junto a aquellos otros alumnos, para dirigirme como otras tantas mañanas al mismo salón de la mencionada prepa. Me decía recientemente una querida Amiga, a propósito del suceso que me hizo cambiar de rumbo y de postura incluso :P:  Eso es parte del brillo que te tocaba, sólo que aún no lo valorabas. Semanas antes, también una persona muy querida lo expresaba de otra manera: Tenían que pasar 24 años para darte cuenta que iba ser por algo. Y me siento muy contento, emocionado, y preparado para recibir ese «Algo» que de concretarse mañana, me siga impulsando tanto a agradecer estar en el Equipo de los que aquí seguimos, como a perseverar en que esté valiendo mucho la pena (dicho mejor: LA DICHA) que así sea —aunque nunca deje de doler.

Imagen: foto que encontré en Google de una unidad de la Ruta 42, que junto con La Playa y alguna más se distinguieron siempre por «lo tuneadas» tanto por fuera como por dentro que las traían los operadores; quién no recuerda las leyendas en la defensa trasera de Cuídamelo Virgencita, o el letrerito en la primera fila de asientos Reservado para Señoritas.

A la Maestra con cariño

Mi vida desde siempre ha estado rodeada de docentes, y cómo no, si soy —orgullosamente— «Hijo de Maestra», la maestra Lupita.

Mamá entró “grande” a la Normal; ella estudió primero Comercio, comenzó a trabajar como secretaria y ya alrededor de sus 20 años. laborando en Peñoles, apoyada por su jefe decidió cumplir un sueño de toda su vida, ser maestra, ingresando a la Normal Nuevo León en turno nocturno, y atravesando por las tardes el centro de Monterrey desde el sector Fundidora hasta Venustiano Carranza para regresar ya entrada la noche al centro de Guadalupe, para coronar tan consistente esfuerzo con una memorable foto donde está recibiendo su Certificado enfundada en un vestido de maternidad y una notable barriga de embarazo tras él. A partir de allí, 1979, durante 28 años ejerció su profesión con una pulcritud y dedicación que se volvió admiración, ejemplo y vale decirlo, “coco” de decenas de alumnas y alumnos que le temían por su disciplina, pero también aliada y apoyo de infinidad de madres que se lo agradecían. 

Como hijo mayor tuve la suerte y dicha de atestiguar el ejercicio profesional de mi madre en varias facetas, tanto como “hijo de maestro” con insistentes repasos extras más allá de lo curricular en busca siempre de mi mejor desempeño (por decirlo bonito, aunque eran otros tiempos), como el, ya en secundaria y no se diga edades posteriores, apoyarla ya fuera revisando, dictando calificaciones e incluso acudiendo a cuidar su grupo cuando tenía alguna salida en su rol de Delegada de la Región. Yo estudiaba la secundaria por la tarde, así que llegaba con ella al aula, tomaba lista, dejaba trabajo y a su hijo sentado en su lugar para cuidar el orden en su ausencia (reitero, eran otros tiempos). Quién diría que —sin querer queriendo— me preparaba para tomarle cariño a la docencia y educación, áreas del desenvolvimiento humano que me han acompañado hasta la fecha.

Sea ésta una breve manera de honrar no sólo a la Maestra Lupita, sino a cuantas maestras y maestros a lo largo de la vida me han «tocado» con su calidez y vocación sabiendo transmitir tanto conocimiento, como lo más importante a mi parecer, gusto por conocer. Porque como dijo con vasta sabiduría mi padre Don Bosco, La educación es cosa del corazón.

*foto tomada en un Paradero de la colonia Chapalita, Guadalajara Jal, junio 2016.*

El tiempo que nos queda

Estamos viviendo el tiempo que nos queda. No hay otro, éste es el que tenemos, y sin darnos cuenta a cada segundo que pasa lo consumimos, erosionamos, agotamos, hasta el irremediable destino (para algunos «fatalidad») de encontrarnos con los muertos que lloramos. No es queja —diría—, es lo más certero que tenemos desde que nos asomamos al mundo desprendidos del útero materno, nuestra primera gran y sufrible pérdida. Mientras, que sigamos encontrando motivos (o pretextos) para reír, soñar, construir, recordar, amar. Un día a la vez, por el tiempo que nos queda.

Crecer

Hay un día en la vida, tan impactante que quizá por eso ni lo recordamos, en el que comenzamos a crecer. Ese en el que nuestro compañero o compañera de juego, nuestro cómplice y aliado en volver el transcurrir del día toda una aventura, nos abandona por algunas horas porque empieza a ir a la escuela. De repente esas mañanas que eran de juegos e imaginaciones compartidas se vuelven monólogos larguísimos donde no sabemos existir y del que nadie nos previno. Y así de la nada, esa mañana que jamás recordaremos nos comenzamos a tutear con la pérdida, sin sospechar que se volverá compañera por el resto de vida, a veces más o a veces menos presente, pero testiga siempre de lo que vayamos haciendo por este mundo.

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Y una tarde de domingo abres tu laptop, el navegador, te diriges al Chrome. Abres Drive, vas a la carpeta que tiene varios años guardando una colección de fotos que pasas a ver muy de vez en cuanto pero que te gusta tener porque te recuerdan ese mes que sentiste feliz con el cariño de esa mujer tan bonita, tan inteligente, tan sabrosa. Que te movió el tapete al darte su tiempo, su atención, su intimidad sin importarle no conocerte del todo, bastándole lo que vio de sinceridad —también de tristeza— en el brillo de tus ojos.

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