Heli, de Amat Escalante

Anoche -gracias a que ya está disponible para su descarga [aquí]- tuve oportunidad de ver por fin Heli (Amat Escalante, 2013), película que le consiguió a su director ganar nada menos que el Premio a Mejor Director en la reciente edición del Festival de Cine de Cannes.

¿Qué puedo agregar a lo ya comentado en una variedad de reseñas (destaco entre ellas la de mi querida Fernanda)? A mi parecer, es una película que estaba quedando pendiente a los realizadores nacionales, que si bien con producciones como El infierno o Miss Bala trasladan a la pantalla grande su perspectiva de la calamidad que resulta la narcoviolencia, no hurgaban a fondo en la entramada de repercusiones que conlleva, en lo que Escalante no se reserva y sin el menor de los pudores desde la primera escena nos advierte que lo que estamos por presenciar no viene edulcorado.

Podría objetarse que basta sintonizar los noticiarios o navegar por Internet para ser testigos de eventos más trágicos y crueles que los sucedidos a Heli, y no lo dudo. Pero lo que nos transmite la cinta es además una acertada lección, fuera de falsas moralinas, de que aún hay en México quienes repudian lo relacionado con hechos delictivos, de que ante la posibilidad de enriquecerse ilícitamente se valora el esfuerzo de una vida alejada a las drogas y la delincuencia, de que los valores no se predican en lo alto de las azoteas sino permean los actos más simples y cotidianos. Muchas veces a costa de la vida misma, de sufrir maltratos y vejaciones, desesperanza. Y a pesar de ello, habrá quienes se manifiesten incorruptibles. ¿Estamos en ese bando?

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No dude, si no la vio, descargar Heli, verla, estremecerse, sentirse solidario con tantos que a diario padecen lo que sucede a los protagonistas, y recuperar los motivos que pueda tener para seguir peleando, como atinadamente nos exhorta Denise Dresser.

No olvidemos que no se olvida

De mi padre adquirí el hábito por la lectura de noticias y el interés por la historia. Como tantos «contemporáneos», crecí teniendo en casa la edición diaria de El Norte (periódico de mayor circulación en mi ciudad), y -coincidirán algunos conmigo- por muchos años nuestra sección favorita era la Deportiva por incluir en ella una página entera dedicada a caricaturas (Educando a Papá, Lorenzo y Pepita, Nunca falta alguien así…), que los domingos se transformaba en un folleto independiente y a colores, lo primero que expropiaba del periódico viendo Chabelo y a punto de almorzar tacos de barbacoa para completar el cliché de escena dominical matutina en buena parte de las familias regiomontanas.

Ello nunca menguó la curiosidad innata por seguir durante el día ‘trasteando’ el resto de las secciones, en particular la Internacional (sección principal), que recorría página con página con detenimiento en cuanto el señor de la casa acababa con su lectura. Desde mi infancia resultó el material de documentación perfecto para enterarme de la situación política y económica del mundo al que había llegado, aún polarizado en las postrimerías de la Guerra Fría y con Miguel de la Madrid al frente de la presidencia de este país. Agotada dicha sección seguía mi recorrido por la Nacional, la Local y la Deportiva (necesario hacerlo en ese orden para alimentar el incipiente TOC), completando un panorama si no absoluto sí lo mayormente completo (para los recursos informativos de la época) de lo que se cocía en los diversas esferas que componían un planeta en los umbrales de la globalización.

Como referencia, pasan los años y sigue en mi mente una fotografía incluida en la sección Local, quizás de mediados de julio del ’85, posterior a las elecciones estatales celebradas ese año, de una pinta que apareció en la Macroplaza con la frase: JORGE TE PIÑO, juego de palabras utilizando el nombre del recién triunfador a la gubernatura por el PRI, Jorge Treviño, quien venció -se mantiene la tesis que amañadamente- al candidato panista Fernando Canales (y posterior gobernador abandonante de su puesto por ocupar la Secretaría de Energía con Fox).

Tres años después recuerdo que tanto televisión como periódico se volvieron los medios por los que seguí el agitado pulso que llevó el país con motivo de las elecciones presidenciales y los caudillismos de Manuel J. Clouthier y Cuauhtémoc Cárdenas, opuestos pero representativos de las aspiraciones de derecha e izquierda para sacar al PRI de Los Pinos (oh vanas ilusiones), con su ya conocido y penoso desenlace.

Fue precisamente ese 1988, el primer domingo de octubre, que en la sección Nacional apareció un reportaje detallando y conmemorando los acontecimientos sucedidos 20 años antes, originados por la violenta represión a una manifestación estudiantil en fechas previas a la inauguración de los Juegos Olímpicos. Fotografías en blanco y negro acompañando el texto confirmaban lo narrado: soldados atrincherados y con fusil en mano, tanquetas atravesando la Plaza de las Tres culturas, jóvenes huyendo con desesperación, unos sometidos por las autoridades y sufriendo vejaciones, otros ya abatidos por las balas tanto de militares como de francotiradores detectados en los edificios aledaños, pilas de zapatos y más pertenencias abandonadas como testimonial de la tragedia acontecida…

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Enterarme de tal ignominia golpeó mi entonces en formación conciencia social, cimbrada hacía pocos meses ante el robo de la elección presidencial a Cárdenas y su PFCRN. La misma maquiavélica maquinaria que bajó el switch para que se cayera el sistema 20 años antes no se tentó el corazón para pasar por encima de una multitud de jóvenes que contagiados por el ambiente contestatario también surgido en otras latitudes del planeta [más info] salieron aquella tarde de sus hogares y escuelas para desde distintos puntos del Distrito Federal y agrupados bajo diferentes coaliciones, volver las calles por las que transitaban ríos humanos que el 2 de octubre convergieron en tan icónico espacio, sin imaginar jamás que muchos de ellos no regresarían jamás.

45 años después puede haber una infinidad de motivos para ignorar, minimizar o trivializar la fecha. Otros tantos eventos, quizás más crueles por su naturaleza o duración nos han azotado. Miles de asesinados inocentes que se suman a las estadísticas de un país que no encuentra sosiego ni la conducción adecuada por sus dirigentes. Brotes espontáneos y poco fructíferos de rebelión para poner un ALTO a los ultrajes sufridos desde entonces por parte del gobierno e instituciones en teoría al servicio de la población pero que se vuelven sus verdugos, en ocasiones con una alevosía que hacer hervir la sangre, como lo sucedido con Alberto Patishtán y cientos de casos más a lo largo y ancho de este herido país que tiene la más importante y representativa plaza pública nacional tomada por el gobierno para contener su empleo como foro de expresión de las injusticias del régimen.

Expresa Marx en uno de sus tantos escritos: «Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez, como farsa». Y la manera en la que se están desenvolviendo las cosas en nuestro país nos remite dolorosamente a la confirmación de su sentencia. Por encima de maquinaciones conspiranóicas, a quienes les resulta conveniente [póngales usted nombre] han realizado de magistral manera su tarea de disipar cualquier principio de cohesión nacional que forje una conciencia social que permita a este país salir del letargo al que se le ha inducido. Con angustia se vislumbra el empujón que hace el gobierno hacia el precipicio al más preciado recurso natural y unas manos ambiciosas esperando el botín, metáfora de lo que se ha venido haciendo los últimos 25 años con el patrimonio nacional.

Sin embargo, en cada padre de familia que sale a ganarse el pan para los suyos, en cada madre que madruga para preparar el lonche y alistar a los hijos para mandarlos a la escuela, en cada hijo que estudia y trabaja para ayudar con los gastos del hogar, en cada muestra desinteresada de solidaridad que ante toda tragedia la nación entera vuelca sobre lo más necesitados, en cada jaculatoria de ánimo que pronunciamos cuando nos vemos apesumbrados, en cada acción en beneficio propio y de los que nos rodean, estamos construyendo un mejor futuro para los nuestros y los que vienen, en espera del chispazo que nos haga converger en un mismo propósito, eso que algunos llamamos utópicamente revolución.

Hoy, 2 de octubre del 2013, la lucha sigue.

Pd: ¡Ah qué bonita es la lucha con una chingada!

(Sahori)

El mago de Viena, de Sergio Pitol

Retomando las recomendaciones que comparte Javier Aranda en su cápsula literaria del programa El mañanero viernes tras viernes (como hice con Memorias de un amante sarnoso y NADA), y aunque a algunas semanas de ella, me dispuse a localizar y leer EL MAGO DE VIENA (2005), autoría del mexicano Sergio Pitol.

No podría continuar sin hacer antes la siguiente -y penosa- confesión: me era completamente desconocida la existencia del también traductor y diplomático poblano nacido en 1933 y merecidísimo miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1997. Amainó un poco mi sensación de ignorancia la nota que encontré en El Cultural cuando me interné a documentarme sobre su vida, refiriéndose a Pitol: «El escritor mexicano no acostumbra a figurar en la nómina de la que podría ser su natural promoción latinoamericana». Obvio que tan simple argumento no es suficiente para disculpar mi carencia de conocimiento respecto a su obra. Otro pretexto que encuentro a la mano es que puede considerarse cuentista y este género literario no está entre mis asiduos.

Pasando a la reseña propiamente dicha, mediante El mago de Viena Pitol se aventura en una especie de autobiografía de su faceta literaria, a acercarnos hasta un camino amarillo en el cual vamos conociendo desde su perspectiva e entrañable intimidad a una variedad de autores: de Gao Xingjian a Carlos Monsiváis, de Joseph Conrad a Enrique Vila-Matas (a quien le une una fervorosa amistad por encima del común desempeño profesional), de James Joyce a José Luis Borges, convirtiéndose en un exquisito manual para aquellos interesados en tener una noción general más no ausente de profundidad de lo que podrían considerarse imprescindibles de la literatura del siglo XX. Todo ello aderezado por un nutrido repertorio de anécdotas a través de las cuales también nos va dibujando su personalidad creativa y develando las motivaciones más intrínsecas de su vocación de escritor:

Soy consciente de que mi escritura no surge sólo de la imaginación, si hay algo de ella su dimensión es minúscula. En buena parte la imaginación deriva de mis experiencias reales, pero también de los muchos libros que he transitado. Soy hijo de todo lo visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, de la más prestigiosa a la casi deleznable.»

De paso, y sin proponérselo expresamente, El mago de Viena se convierte en un sentido testamento donde un viejo Pitol, haciendo recuento de anotaciones antiguas y recientes (2004), dispone para quien quiera beberlo suculento cáliz con un profundo sabor a la sabiduría que sólo los años conceden, y por lo tanto valioso instrumento para enamorarse más del oficio de escribir.

El escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o su desdicha dependen de él. He sido un amante de la palabra, he sido su siervo, un explorador sobre su cuerpo, un topo que cava en su subsuelo; soy también su inquisidor, su abogado, su verdugo. Soy el ángel de la guardia y la aviesa serpiente, la manzana, el árbol y el demonio.»

Sirva lo anterior como sentida invitación tanto a leer este libro como a conocer el resto de la producción de Pitol, que sin los reflectores que sobre sí han contado Fuentes, Paz, y Monsiváis, tiene ya su lugar ganado entre los máximos exponentes de la literatura mexicana contemporánea.