Esto que compartiré creo, sin dudar, está en mi Top 3 de «anécdotas catárticas», y me ha acompañado los últimos 30 años.
Resulta que de pequeño, lo he contado en algunas ocasiones, recibí de mi padre el gusto por la historia: en cuanto la internacional por la IIGM y la Guerra Fría (tan sólo en esta Cuarentena hemos visto más de 30 películas -no vistas antes por nosotros- sobre el tema); y la nacional, claro, sobre todo el período de Conquista. Recuerdo, entre los libros que se almacenaban en el intento de librero en turno, junto a varias enciclopedias juveniles y ‘serias’, La Ruta de Hernán Cortés (Fernando Benítez, 1950) como referencia del interés de mi progenitor por dicho periodo histórico.
Tal fue mi gusto desde pequeño por la Historia y Ciencias Sociales -como se le llamaba en aquel entonces en la primaria-, apuntalada por la oportunidad de conocer vestigios arqueológicos emblemáticos como los del Centro Histórico del entonces DF, las pirámides de Teotihuacan, y las apenas en apertura al turismo cuando pasamos cerca de ellas e indudablemente nos desviamos del camino para visitarlas, El Tajín en Veracruz.
Así que tendría 10 años, estaría en sexto de primaria, cuando una tarde de la manera más espontánea me acerco con mi madre Guadalupe, maestra de primaria, y con entusiasmo le expreso textualmente que de grande quiero ser Historiador o Arqueólogo. En mi infantil lógica no eran actividades coligadas: distinguía perfectamente la diferencia entre una y otra al grado de que me parecía más accesible ser lo primero que lo segundo -sobre todo por la ausencia de ruinas arqueológicas de consideración en mi natal Nuevo León-. Aún así, no lo descartaba a priori: quería ser Historiador o Arqueólogo y se lo confesé a mi madre.
La parte catártica mencionada al comienzo se asoma cuando mi madre, maestra no sólo de educación primaria sino del pragmatismo que la vida va otorgando, me respondió casi literalmente que cómo se me ocurría tal cosa, que esas eran profesiones para ricos y gente con la vida resuelta, que tendría que pensar en algo de lo que se pudiera vivir y mantenerse. ¿Ubican el ruido de un buñuelo al morderse o quebrarse? Es la onomatopeya más cercana al ruido que rebotó dentro mi pecho, en lo que llamamos corazón, al escucharla. Seguramente tragué saliva y me aparté triste, decepcionado, y golpeado en mis ilusiones.
De entonces a la fecha han pasado 30 años. Lo he trabajado en terapia, lo he platicado con ella en varias ocasiones, en otras tantas con amigos, conocidos cuando aparece la ocasión. La que la trae este día es que hoy comienzo la Maestría en Enseñanza de la Historia de México en la Universidad Abierta y a Distancia de México (UnADM, dependiente del Gobierno Federal), como parte de esta cruzada que inicié en agosto del año pasado -con el comienzo de una Maestría en Ciencias de la Educación, también en línea- para cualificar mi CV en vías a ejercer la docencia universitaria en línea como una herramienta más de desarrollo profesional.
Serán 4 semestres volcado en ello (el primero cursando simultáneamente las dos Maestrías) pero me entusiasma que, con el paso de los años, de los retos, de las vicisitudes y adversidades, «el agua llega al río» y si bien dicha Maestría no me volverá «Historiador» -además de estar enfocada a la preparación del educador de historia mexicana, no específicamente en egresar historiadores– es una oportunidad para que aquel chiquillo de 10 años cumpla un sueño, y para el adulto de 41 de constatar que puede seguir poniéndome metas, con las ruedas bien puestas en los sueños.
Si llegaste hasta aquí, gracias por leer, por las porras y buenos deseos. A darle.