#QuédateEnCasa: Cuando lo pidieron, ya estábamos allí


Éstos encontraban un consuelo en sus momentos difíciles imaginando que había otros menos libres que ellos. «Hay quien es todavía más prisionero que yo», era la frase que resumía la única esperanza posible.

Albert Camus, La Peste

Para cuando el Gobierno de México anunció la Jornada Nacional de Sana Distancia del 23 de marzo al 30 de abril (extendida después hasta el 30 de mayo), propagando el mensaje de «quedarse en casa» como parte de la contingencia por el Covid-19, muchos mexicanos y mexicanas ya teníamos meses, años, incluso décadas de estarlo cumpliendo. Me refiero a las personas con discapacidad, que según la Organización Mundial de la Salud es alrededor del 10% de la población, quienes encontramos con frecuencia una variedad de obstáculos para tener un desenvolvimiento aceptable fuera de nuestra vivienda. 

Sigue leyendo #QuédateEnCasa: Cuando lo pidieron, ya estábamos allí

Crónica de un paseo (vallenato)

Quisiera ser esa fe que te bendice la vida.

Quisiera ser tu café, tu despertar,

y una mañana llegar a tu puerta…

Sin conocernos nos reconocimos, cada uno en su lado del universo, separados por el ventanal del Metrobús. Reaccionaste a tiempo, bajando para acercarte a mí y darnos el primer y gran esperado abrazo. No pudiste sino confirmar lo bien que me caes desde la primera charla, al decirme: “¡Vamos a desayunar!”. Avanzamos un tanto nerviosos, tanteando terreno, pero el primer sorbo de café a ti te devolvió el alma al cuerpo, y a mí me permitió verla de cerca, en tus ojos.

Me ilusioné, sucedió al mirarte,

algo tienen tus ojos:

son extraños y mágicos…

Bien le advirtió: “No traigas expectativas”. Pero también él a ella: “Soy de impetuosa ilusión”. Mala combinación. Y ahí van, rumbo al Centro en Metrobús. Cruzan la Alameda mientras ella le comparte lo entrañable que fue conocer de viva vista lo que narraba Bolaño en su prosa acerca del otrora Distrito Federal. Para él es un regalo enorme acompañarla en este último recorrido por las afables pero tumultuosas calles de la capital, intercambiando esporádicos recuerdos.    

La noche fue corta,

no pudo ser larga.

Pero eso no importa

te veré mañana…

Llegó la noche. Te quedaste. Cenamos un sandwich y una astorga: nunca olvidaré las astorgas ni el rico café que preparaste. Tampoco el momento de calma que te brotó sentada en mi silla, entre viendo la tv y cayendo en cuenta de cosas; tú las tuyas, yo las mías, tal vez las de siempre pero que no dejan de ser nuevas en cada apuesta, en cada ilusión. Citando a Seth, «prefiero haber tenido un aroma de su cabello, un beso de su boca, o un roce de su mano a una eternidad sin ello». Hablamos, reímos, lloramos, nos confesamos, hasta que la madrugada y el cansancio dijeron Basta. Amaneció, y ni en el más extraño sueño me imaginé cantando vallenatos, con una colombiana, en una habitación de hotel del Centro Histórico de la Ciudad de México.    

Te contaré de mí,

de todas las noches que me la solía pasar

mirando tu fotografía y mi soledad…

Hay días cortos, aquellos que tienen una hora de expiración de la felicidad inamovible, y ni su mejor truco le permitió extenderla más allá de lo posible. Recorrieron desde la Catedral hasta la esquina de Marconi y Tacuba, donde con sopa de tortilla y agua de melón clausuraron su encuentro, con la promesa de volverse a ver, y que ella es una estrellota no-fugaz. Desde entonces cayó en cuenta que la estrella fugaz fue él y qué importa: disfrutó provocarle una sonrisa, un palpitar curioso del pecho, un peculiar revoltijo de tripa, del que se siente bonito y se agradece. Cruzaron Eje Central, avanzaron por detrás de Bellas Artes de nuevo un tanto nerviosos, hasta la estación del Metrobús. Y completando un conciso giro de 360°, se despidieron con un beso y tomando cada quien un autobús de la misma línea pero en dirección contraria.

Recuérdenme

Cuando muera, recuérdenme no por la persona que fui, sino por la que quise ser.
Recuérdenme no por una silla de ruedas, sino por los brazos que no se cansaron de moverla.
Recuérdenme no por una barba desaliñada, sino por la sonrisa, a veces escueta y otras desparpajada, que dejaba ver una dentadura chueca e incompleta.
Recuérdenme por la música que escuché, los libros que recomendé, las películas que vi una y otra vez.
Recuérdenme por las ilusiones que albergué, los sueños truncos, los bofetones que la realidad me dio cuando las expectativas se quedaron cortas.
Recuérdenme por necio, atrabancado, imprudente, tosco, muchas veces impertinente pero pocas mal intencionado.
Recuérdenme por las risas, las anécdotas, los tacos y cervezas que compartimos.
Recuérdenme por las ganas de cambiar poquito el mundo, por la desesperación de no poder correr para conseguirlo.
Recuérdenme incluso por las veces que les quedé mal, que fallé a mi palabra, que no devolví el cariño que me brindaron.

Hoy, henchido de vida, se los pido: cuando muera recuérdenme.