Quisiera ser esa fe que te bendice la vida.
Quisiera ser tu café, tu despertar,
y una mañana llegar a tu puerta…
Sin conocernos nos reconocimos, cada uno en su lado del universo, separados por el ventanal del Metrobús. Reaccionaste a tiempo, bajando para acercarte a mí y darnos el primer y gran esperado abrazo. No pudiste sino confirmar lo bien que me caes desde la primera charla, al decirme: “¡Vamos a desayunar!”. Avanzamos un tanto nerviosos, tanteando terreno, pero el primer sorbo de café a ti te devolvió el alma al cuerpo, y a mí me permitió verla de cerca, en tus ojos.
Me ilusioné, sucedió al mirarte,
algo tienen tus ojos:
son extraños y mágicos…
Bien le advirtió: “No traigas expectativas”. Pero también él a ella: “Soy de impetuosa ilusión”. Mala combinación. Y ahí van, rumbo al Centro en Metrobús. Cruzan la Alameda mientras ella le comparte lo entrañable que fue conocer de viva vista lo que narraba Bolaño en su prosa acerca del otrora Distrito Federal. Para él es un regalo enorme acompañarla en este último recorrido por las afables pero tumultuosas calles de la capital, intercambiando esporádicos recuerdos.
La noche fue corta,
no pudo ser larga.
Pero eso no importa
te veré mañana…
Llegó la noche. Te quedaste. Cenamos un sandwich y una astorga: nunca olvidaré las astorgas ni el rico café que preparaste. Tampoco el momento de calma que te brotó sentada en mi silla, entre viendo la tv y cayendo en cuenta de cosas; tú las tuyas, yo las mías, tal vez las de siempre pero que no dejan de ser nuevas en cada apuesta, en cada ilusión. Citando a Seth, «prefiero haber tenido un aroma de su cabello, un beso de su boca, o un roce de su mano a una eternidad sin ello». Hablamos, reímos, lloramos, nos confesamos, hasta que la madrugada y el cansancio dijeron Basta. Amaneció, y ni en el más extraño sueño me imaginé cantando vallenatos, con una colombiana, en una habitación de hotel del Centro Histórico de la Ciudad de México.
Te contaré de mí,
de todas las noches que me la solía pasar
mirando tu fotografía y mi soledad…
Hay días cortos, aquellos que tienen una hora de expiración de la felicidad inamovible, y ni su mejor truco le permitió extenderla más allá de lo posible. Recorrieron desde la Catedral hasta la esquina de Marconi y Tacuba, donde con sopa de tortilla y agua de melón clausuraron su encuentro, con la promesa de volverse a ver, y que ella es una estrellota no-fugaz. Desde entonces cayó en cuenta que la estrella fugaz fue él y qué importa: disfrutó provocarle una sonrisa, un palpitar curioso del pecho, un peculiar revoltijo de tripa, del que se siente bonito y se agradece. Cruzaron Eje Central, avanzaron por detrás de Bellas Artes de nuevo un tanto nerviosos, hasta la estación del Metrobús. Y completando un conciso giro de 360°, se despidieron con un beso y tomando cada quien un autobús de la misma línea pero en dirección contraria.