III
Tenemos dos días detenidos, torturados, y sin comer. Me duele el cuerpo entero, bendita chinga nos metieron estos cabrones con sus macanas. Si no es porque pienso en mi jefa, en mis carnales, ya habría aflojado el alma y me hubiera despedido de este pinche mundo ingrato. Aunque a decir verdad no creo que los vaya a ver de nuevo, ya veo a estos hijos de perra llevándonos de a uno por uno a nuestras casas y pidiéndonos una disculpa por los vergazos que nos han dado.
Fuimos testigos de una atrocidad que debe ser contada. ¿Pero quién va hacerlo si barrieron con casi todos los que estaban sobre la plancha de la plaza? Al otros tantos nos detuvieron y treparon a los camiones militares como si fuéramos cerdos llevados al rastro, hasta este muladar a dos o tres horas de la capital en donde podrán seguir torturándonos y matándonos de hambre a su antojo, como han venido haciendo desde que llegamos aquí. Encapuchados con una raída y apestosa manta que apenas nos permite respirar, con una rasgadura en el hocico para que podamos beber un poco cuando vienen a madrearnos a manguerazos, soportando no sólo el golpeo del agua sino las espantosas y cínicas carcajadas que terminan doblándome de rabia.
Cuando hace dos semanas detuvieron a setecientos de los nuestros y ocuparon militarmente las instalaciones universitarias sabíamos que las cosas tomarían un giro más peligroso, sumándole la pendeja preocupación del gobierno para que no les estropeáramos la fiestecita de sus juegos olímpicos. ¿Y por eso recurrir a las balas? ¿Había necesidad de tantas víctimas? Por fortuna soy delgado y me pude escabullir entre una multitud que corrió hasta el edificio Nuevo León salvándome de recibir un plomazo, más no de ser detenido por los granaderos que tenían acorraladas las salidas. Del pánico, aturdidos por el caos y el irritante sobrevuelo de los helicópteros, ignoramos la crueldad de ver caídos y derramando sangre de la cabeza, del pecho, del cuerpo entero, a compañeros con los que minutos antes gritábamos enjundiosos: ¡Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, que el pinche
gobierno se tiene que morir! Y chingada madre, los que morimos fuimos nosotros.
Me duele pensar que mi viejita esté mortificada por mí. Poco le contaba de lo metido que andaba en el movimiento, sé que tiene la costumbre de contarle todo a Arturo, es su brazo derecho. Aunque respeto un chingo a mi hermano, me tiene hasta la madre con sus críticas y comentarios de que nos la pasamos perdiendo el tiempo, que somos una bola de inútiles revoltosos, que desaprovechamos las oportunidades que su generación no tuvo. ¿Qué chingado tengo la culpa que estemos de a poco dejando de ser agachones, que estemos hasta la madre de la represión que vienen infringiendo a los gremios sindicales, de los encarcelamientos injustos de líderes obreros que se negaron a ser títeres del sistema como los honorables Vallejo y Campa? Es algo que no comprende, es incapaz de levantar la mirada y descubrir que por Europa y América Latina todo el año han estado brotando pujantes movimientos estudiantiles que están poniendo en predicamentos a sus gobiernos. Estamos dispuestos a hacer lo mismo con el nuestro, ¡basta de cobardías!
Mientras la población siga como mi hermano, a pesar de ver a Arturo como un querido padre que no llegué a tener, seguiremos reprimidos y pisoteados por esos gobernantes que según están para beneficio de la sociedad, y los únicos
beneficiados son sus familias, amigos, y cuentas bancarias. ¡Basta de tanta impunidad! ¡Basta de ser del montón! ¡Basta de dejar nuestro destino en manos ineptas y manchadas de sangre! ¡Basta de vivir con una venda en los ojos! Si llego a salir vivo de aquí no descansaré luchando por volver a México un mejor país, aunque nunca lo alcance a ver. No en vano dijo el maestro Zapata: Prefiero morir de pie que vivir de rodillas. A chingarle.
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Hace como media hora vinieron a sacarnos del establo en el que nos tenían. Retiraron las capuchas de nuestros rostros y estamos formados en filas de quince, desnudos, azotados por un frío que hiere la piel. A cincuenta metros se observa un batallón de soldados preparando sus metralletas. Curiosamente, no siento miedo. Que sus madres los perdonen, y que a la mía Dios la cuide, extrañaré sus besos y sus sabrosos molletes de frijolitos con chorizo.