Basta

¿Ha pasado que te sientes débil, insignificante, tan endeble como una hoja de helecho?

¿Ha pasado que te sientes con ganas de renunciar, de aventar todo por el caño, de ceder ante la presión, de dejarte llevar por la corriente del desánimo?

¿Ha pasado que sientes estar viviendo en medio de una tormenta interminable, que no desaparecen los nubarrones de la desilusión, que por más que te esfuerzas en ver el mundo a colores sólo los ves empañado y en escala de grises?

A mí sí. Muchas veces. Más de las que imaginas, de las que está aceptado «socialmente», de las que la buena fortuna que tengo permitiría concebir. Seguro tú también. Y tu vecina, y tu pareja, y tu primo, y tus padres, y aquella personas que admiras y respetas por «fuerte». A todos nos pasa, más de lo que deseáramos.

Así ha pasado, generación tras generación. Antes, por el estupor de que medio clan fuera devorado por una manada de bestias salvajes. Ahora, porque el sueldo no alcanza, porque te fracturaste la médula, porque nos va mal en el amor, porque nos dejaron en «Visto».

Y así vamos por la vida, con una nube que nos llueve encima, con las gafas de la depresión puestas, con las expectativas rotas, pateadas, insultadas ante la tosca realidad. Viendo a los demás triunfar, ser felices, o al menos con el mecanismo del autoengaño funcionando al 100%, como nos lo hacen ver -como una bofetada en la cara- en sus charlas y publicaciones de Facebook.

¿Cómo darnos cuenta de que hay vida más allá de la tristeza, de la decepción, de las expectativas devaluadas, del sinsentido? ¿Cómo hacerlo cuando hemos asimilado, cuando nos hemos convencido, pero aún, cuando los hechos nos han convencido de que la vida es triste, decepcionante, sin sentido?

No hay una receta, una fórmula, una medicina, un truco, un atajo, una jaculatoria que nos acerque en automático a la felicidad, la dicha, la tranquilidad. Cada uno va encontrando, a caídas y tropezones, lo que mejor le funcione para subsistir emocionalmente, a veces con éxitos, otras no. Unos escriben, otros pintan, otros van al gimnasio, otros hacen yoga, otros van al psicólogo, otros rezan, otros hacen todas esas cosas y muchas más. Algunas funcionan, otras no, otras funcionan a medias.

A veces nos cansamos de intentar. Bajamos los brazos y comienza de nuevo la sensación de zozobra a hacer de las suyas. En esos momentos lo importante es conservar la calma: cualquier manotazo desproporcionado, además de consumir energía, provoca que nos hundamos más. No. Detente. Respira. Permite a tu cuerpo flotar. Lo hizo por 9 meses, permítele recordarlo. ¿No te acuerdas? No dos ni cinco días, no tres ni cuatros semana, 9 meses. Y saliste vivo. Y aún lo estás. ¿Qué dicha, no? Sí, aún con las tristezas, la decepciones, los fracasos, la desesperanza, qué dicha.

Lleva tu mano a tu rostro, a tu boca, a tu pecho, a tu abdomen, a tus genitales. Te tienes a ti. Y en ti es donde está el comienzo del rescate, de la victoria contra el victimismo, de la emancipación del desgano. Y nunca es tarde para eso. Nunca es tarde para botar la basura que cargamos, para sacudir los estantes mentales, para destapar la cañería emocional que nos recorre. Basta un impulso, por mínimo que sea, para echar a girar el engranaje del cambio. Basta que te lo permitas. En serio, basta.

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Fotografia por Daniela Ramírez