¿Cuál es la delgada línea que divide la realidad de la ficción? ¿Estaba yo en su cama, viéndola cubierta con mi camisa asomarse por la ventana? ¿O era una más de mis ensoñaciones, construcciones imaginarias a raíz de eventos lejanos a suceder? Lo que puedo afirmar es que al verla sus grandes ojos me cautivaron, más grandes y hermosos que en las fotografías. La esperaba desde hacía 20 minutos en un pequeño puesto cercano a donde acordarnos encontrarnos. Poco antes de la hora, me escribió que se había desocupado, que venía en camino y que si ya había llegado. «Sí, aquí te espero» respondí emocionado, emoción que creció al verla de espalda caminar hacia su hotel, ignorando mi presencia. En eso me escribe de nuevo: «¿Dónde estás?». «En sentido contrario al tuyo, como 15 metros». Decidió ya no entrar al hotel, y dirigirse hasta mí. Colaboré acercándome unos cuantos metros. Nos sonreímos, abrazamos y cruzamos un «¡Qué gusto!» para sellar ese momento de las primeras impresiones. Decidimos cenar, buscando el primer restaurante al alcance. Lo importante era tomar algo refrescante y platicar, aprovechando la última tarde que pasaba en la ciudad antes de volver a la suya.
«Deberías venir más seguido», le dije a media conversación. Sonrío -sonríe mucho y encantadoramente- y me comentó que no era habitual, pero que estaba invitado a visitarla cuando quisiera. Platicamos sobre la familia, el trabajo, los hobbys, los romances, los proyectos. Cenamos plácidamente, disfrutando el fresco que una noche de octubre puede regalar en mi ciudad. Sin darnos cuenta el tiempo avanzó y la confianza entre ambos también, acompañada de sonrisas y esporádicos coqueteos que uno a otro nos prodigábamos. En el momento oportuno solté una pregunta que aguardaba para hacerle: «¿Y aceptas seguido cenar con desconocidos?». Carcajeo esta vez, como una cascada que cae de imprevisto, para responder después serenamente. «No, al contrario, lo evito. Fueron tus ojos los que me convencieron. Transparentes, sinceros». El sorpresivo halago se me subió a las mejillas y respondí tomando mi cerveza para proponerte un brindis. «Pues salud, ¡por nuestros ojos!».
Pedimos y compartimos un postre. Pidió café, yo un vaso con agua. Seguimos conversando, desmenuzando nuestro pasado y presente con naturalidad y confianza. Como si después de pedir y pagar la cuenta se alzara de la silla, le ayudara a retirarla y camináramos directo al auto. Abriera su puerta, subiera, hiciera yo lo propio y fuéramos hasta casa, cansados pero contentos de cenar y conversar fuera de la rutina cotidiana. En su lugar, vimos el reloj, pedimos y pagamos la cuenta, dejamos la mesa y caminamos despacio, estirando los últimos momentos de un fugaz pero intenso encuentro. Llegamos hasta la entrada del hotel. Nos miramos y el brillo de sus ojos volvió a deslumbrarme, dejándome sin palabras. Estiré mi mano encontrando la ella, y el roce furtivo de nuestros dedos pareció resolver lo que debía decirse en ese instante. «Puedes acompañarme un rato, ¿quieres?». «Claro, encantado», respondí sonriendo. En menos de lo que pensado estábamos en su habitación. Unos minutos más, dejábamos sólo encendida una de las lámparas, después de correr la cortina y abrir la ventana para que entrara el aire y la luz de la luna de aquella noche.
Abrí los ojos, y los dirigí hacia la ventana. No es la de su hotel. Es la misma triste ventana que me ha visto abrir los ojos tantas madrugadas. Mi camisa, tendida sobre la silla, confirma que tampoco la viste ella. El recuerdo que me queda suyo es el de su perfume, el de su sonrisa, el de su mirada transparente y sincera. El haber pasado una noche de octubre a su lado, gozando de una rica cena y una amena charla con el fresco que una noche de octubre puede regalar en mi ciudad. Lo demás, eso que no está en mi recuerdo sino en mis ganas y deseos, fue una velada ensoñación.
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Fotografía por Gloria Avilés