Olor a incienso

Bastaron un par de ocasiones para volver un ritual -de cada martes y jueves- esperar en la Plaza de la Concordia verla salir de la Parroquia de San Pedro, al terminar la misa de 6. Yo, que salía a las 6:35 de la Ferretería Centenario, a dos calles de la plaza, caminaba a paso acelerado para después bajar velocidad y caminar disimuladamente por la acera de la 4 Oriente. Un par de minutos después, entre el tumulto de gente que no le interesaba socializar en medio de las bancas del templo y el penetrante olor a incienso, aparecía. Hermosa, graciosa, inocente… bella.

Le tomaba 40 segundos trasladarse de la puerta del templo hasta la esquina, cruzar la calle con un aire de distracción, y acercarse al coche de su padre, un impecable Ford LTD ’82 último modelo, para recargarse en la puerta en lo que éste aparecía, junto a su madre y un hermano pequeño. Esto sucedía entre 2 y 3 minutos después, los que agradecía infinitamente pues me permitía contemplarla de reojo, entre mi deambular errático con toda intención de pasar desapercibido.

¿Tendría 15, 16 años? En mi imaginación, 17. Yo, de 18 cumplidos un par de meses atrás, no me consideraba feo, pero ante lo hermoso de su apariencia no tenía la menor oportunidad de llamar su atención. Así lo pensé durante tres semanas y media, hasta aquel jueves que desperté con una extraña pero convincente determinación de, por fin, animarme a cruzar la 4 Oriente y recorrer los 7 metros que dos tardes a la semana me separaban de ella. 7 metros entre mi espacio habitual de deambular y el coche de su padre.  7 metros para disponer después de ¡2 minutos! para la mejor primera impresión que debía causar en mi vida. Metí en mi mochila una playera polo para cambiármela al terminar el turno, el cepillo de dientes, la loción que recibí como único regalo de cumpleaños, y todas las ilusiones que pueden tenerse a los 18 años. De algo estaba seguro: ese día terminaría al menos sabiendo su nombre.

De lo que no estaba seguro, y me fui dando cuenta a lo largo del día, es que resultaría el más largo de mi vida, hasta donde recuerde. Las horas pasaron lentas, mientras se apoderaba de mí una extraña euforia que no había sentido jamás. Miento, sí, una vez. Cuando un par de años atrás Alondra me había citado a su casa, pidiéndome que brincara por la barda de atrás para que ningún vecino me viera entrar, la noche que sus papás saldrían de viaje y se quedaría sola. Llegué, brinqué la barda, y al intentar acercarme a la puerta trasera salió disparada de ella, tapando con una boca mi mano y con la otra empujándome de nuevo hacia la pared, para susurrarme en el corto trayecto que sus papás habían cancelado la salida. Me distraje pensando en eso y otras tantas boberías hasta que el reloj debajo de la entrada de la ferretería marcó las 6:15, momento adecuado para darme una rápida lavada de cara y acomodada de cabello, aseo dental, cambio de playera, unas cuantas gotas de loción y en punto de 6:35 salir apresurado al encuentro de «ella».

Imposible no advertir que no estaba el Ford LTD de su padre estacionado en el lugar acostumbrado. Mientras con algo de inquietud pretendía alcanzar con la vista el resto de la calle para localizarlo, salió el primer cristiano del templo, el habitual que tiene un pie en la puerta para colocarlo fuera en cuanto el cura recite el Amén final. Segundos después, más personas, lo que aceleró mi palpitar, musitando por dentro que esta vez el coche lo estacionaron en otro lado, o trajeron otro coche, o llegaría en cualquier momento el padre a recoger a su familia. Pero ella, ella aparecería de repente con el vestido beige de pálidas flores con el que la vi la vez primera. O aún mejor, el conjunto de falda y blusa celeste, que con su largo, rizado y castaño cabello le daban una apariencia angelical. Siguió saliendo la gente, más de 10 minutos de espera, y nada. No apareció.

No sé cómo pasaron esos días entre el jueves y el martes siguiente. Lo único que recuerdo es un hoyo sin fondo en el que me sentía sumergido, y todo alrededor lo veía en medio de destellos y nubarrones. A las 6:35 corrí hasta la Plaza, volteé hacia la esquina y ahí estaba el coche. Mi alma pareció volver de donde estaba perdida, y sin pensarlo, decidí entrar al templo: no podía esperar siquiera un par de minutos para verla salir por aquella enorme puerta, querían mis ojos acudir a su encuentro, entre aquellas bancas y el penetrante olor a incienso. Y la encontraron: bella, sonriente, angelical… en un retrato blanco y negro junto al altar, sostenido en un pequeño atril que en la base estaba adornado por un enorme ramillete de claveles. Aturdido, distinguí a sus padres en la primera banca, vestidos de negro, al igual que su pequeño hermano, que estaba en los brazos de una anciana.

Sentí a continuación el corazón estallar, y me desplomé sobre la banca más cercana al momento que los feligreses se ponían de pie para la oración final. Demolido, alcancé a ver como iba saliendo la gente, entre ellos sus padres, que recibían con atención los pésames de algunos asistentes. El último instante que la vi fue bajo el brazo de su padre, que llevaba su retrato de vuelta al coche. Pasó a un metro de mí, y me escurrían las lágrimas de impotencia pensando en los 7 metros que tardé demasiado en cruzar. De eso ya 35 años, quedándome el olor a incienso con su penetrante punzada como vestigio de su recuerdo.

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Fotografía por Ricardo Luna