Hoy te extrañé de menos.
No me importó dormir atravesado a lo largo y ancho de la cama, ni dejar sonar la alarma hasta que el vecino del departamento contiguo golpeara la pared exigiendo silencio. Sigue leyendo Extrañar de menos
Hoy te extrañé de menos.
No me importó dormir atravesado a lo largo y ancho de la cama, ni dejar sonar la alarma hasta que el vecino del departamento contiguo golpeara la pared exigiendo silencio. Sigue leyendo Extrañar de menos
Cae la lluvia de manera copiosa, mojando todo lo que encuentra, llenando azoteas y canalones, siguiendo con desespero el camino que le marca la gravedad. El ruido que provoca al caer pasa de lo violento al arrullo, evocando recuerdos de tu pasado. Como aquella tarde de mayo que debiste interrumpir el intenso partido de futbolito callejero para volver apurado a tu hogar y evitar así el regaño de tu madre, que te recibe con toalla en mano y una playera seca, y tras cambiarte pasas al comedor a disfrutar de una sabrosa merienda. O aquella mañana de noviembre, que mientras esperas el camión para dirigirse a la universidad se suelta tremendo aguacero del que no hay forma alguna de refugiarse, y en muestra de caballerosidad te retiras el sweater para cubrir con él a una chica que con una enorme sonrisa y un beso en la mejilla se despide de ti al abordar el camión que ella espera. O aquella noche de febrero, que en medio de la transitada avenida saturada por el tráfico ves un coche detenido, y orillas el tuyo más adelante para bajar de él sin importar la tormenta que vuelve impertinente cualquier maniobra a la intemperie y acudir a socorrer al desesperado automovilista que con apuro y poco éxito empuja su vehículo. Llegas hasta él, te colocas en la parte posterior y comienzas a empujar también, indicándole con un grito que lo vaya guiando. Sientes que tu esfuerzo da resultado e imprimes mayor fuerza, confiando llegar pronto al espacio a un costado de la avenida donde estacionarlo. Un par de minutos después, a escasos metros de conseguir tu objetivo, sientes un súbito y desgarrador impacto en tus piernas y el azote de tu cuerpo sobre el cofre de otro coche, que estúpidamente te prensa contra el coche que empujas. Un grito a lo lejos rompe la monotonía del ruido de la tormenta, que sigue impaciente azotando la ciudad. De eso han pasado cinco años. Mientras recuerdas, acercas tu silla de ruedas hasta la ventana de tu habitación y la abres lo suficiente para sentir la brisa de lluvia que alcanza a colarse por ella. Respiras hondo, y agradeces el seguir viendo llover.
Vivo en una privada, así que por la calle hay escaso tráfico vehicular. Me acerco a la ventana y la abro, sintiendo como un viento frío se cuela por ella al interior de mi habitación. Amaneció lloviendo y a esta hora (7:25 am) lo sigue haciendo, con menos intensidad pero igual de constancia que hace rato. Enrollo la cortina y veo como es ligeramente movida por el viento que llena de frío mis brazos, de ese frío rico que invita un café y colocarse encima una frazada. La temperatura es engañosa: 22°C que se sienten como 17 u 18. Escucho caer la lluvia y a lo lejos el ruido que hace una ambulancia en su afán por llegar pronto a su destino. Es habitual cuando llueve en Monterrey que no transcurra mucho tiempo hasta oír estos vehículos de atención médica acudir a un servicio, y recuerdo desde pequeño que el primer pensamiento que se venía a mi mente cuando esto sucedía es que no estuviera ningún familiar involucrado. Pasa un par de minutos y el sonido se desvanece, dejando de nuevo que reine el chipi chipi en el ambiente, si acaso interrumpido por algunos claxonazos lejanos. El cielo está completamente cerrado, quizá suene lógico porque está lloviendo, pero es que en Monterrey se vuelve cierto cada vez con más frecuencia el dicho local «Si no le gusta el clima, vuelva en media hora». Ayer por la tarde, sin más, en cierto sector de la ciudad había sol mientras llovía y hasta caía granizo. No será esta mañana el caso, al contrario, se agradecerá que permanezca así el cielo y no se asome en absoluto el astro rey, que después se levantaría el insoportable bochorno con el que debemos lidiar en temporada de lluvias. Mientras pienso y escribo esto, pasa frente a mi casa uno de los vecinos en su coche, para salir de la colonia rumbo a su trabajo, supongo. Es común que deambulen por la calle un par de gatos y el perro de una vecina, pero esta mañana lucen por su ausencia. Seguro los gatos están agazapados en algún recoveco del terreno sin construcción que queda en la cuadra y el perro en la cochera de la casa de sus dueños, ansioso porque termine la lluvia y salir a desahogar sus necesidades al aire libre, como es costumbre. Conforme se acercan las 8 am y aumentan los claxonazos provenientes de la avenida más cercana, que si de lunes a viernes alrededor de esta hora está saturada de cochistas rumbo al trabajo y llevando a sus vástagos a la escuela, con lluvia se vuelve la fórmula perfecta para una mañana de estrés y desesperación. Sigue el aire colándose por la ventana, sin invitación alguna para llenar mis brazos de esa sensación tan entrañable y extrañada de recibir un abrazo cálido y contar con alguien para hacer desaparecer el frío debajo de una cobija. Pero al menos por hoy, no será.
Aquella mañana Víctor no tenía ganas de despertar. Dio un manotazo sobre el reloj-despertador cuando comenzó a sonar que lo tiró del buró. Se acomodó en el extremo contrario de la cama y colocó una almohada sobre su cabeza antes de cubrirse completamente con la sábana. No habían pasado 20 minutos de este espontáneo ritual cuando fue ahora una llamada a su teléfono celular la que le exigía atención. «Chingado, por qué no lo dejé en silencio», fue el primer pensamiento que le atravesó, más allá de intrigarse por quién pudiera estar llamándole a esa hora de la mañana. «Si es importante volverán a llamar», asumió. Apretujó los ojos y retomó el intento por conciliar el sueño. A los 15 minutos, de nueva cuenta el sonido del teléfono irrumpió en la habitación. Esta ocasión con mayor insistencia que la anterior, más no la suficiente para sacudirlo de la cama y acercarlo hasta el librero, donde había puesto a cargar el aparato antes de dormir. Inclinando su cuerpo lo más posible al borde de la cama, bajó su brazo izquierdo al suelo como buscando «hacer tierra» con el piso y en esa extraña posición se quedó nuevamente dormido. Escuchó sonar el timbre del departamento, ante lo que tampoco tuvo la menor intención de reaccionar. Sólo una persona le importaría ver en ese momento, misma que contaba con llave para entrar a la vivienda, por lo que cualquier sujeto detrás de la puerta podía con toda tranquilidad insistir e insistir hasta el cansancio. Volvió a escucharse el timbre, ahora acompañado de un golpeteo rítmico en la puerta, como incentivando una mejor respuesta. Inocuo, por completo, Víctor tenía rotundamente la determinación de no atender. Pasaron las horas. Ya no se escuchó el timbre ni algún toquido sobre la puerta. Tampoco el sonar del teléfono celular. Un rayo de sol entró por la ventana, indicando que ya pasaba del mediodía. Eso no perturbó en absoluto a Víctor, quien permanecía impávido debajo de la sábana. Sin intención de pensar, de sentir, de esforzarse en otra cosa que no fuera descansar. De todo y de todos. Al menos por hoy.
Ayer la vi. Sus ojos grandes, brillantes, me reciben antes siquiera de estar cerca y darnos un abrazo. Tras la emoción inicial, como cada ocasión que nos vemos, comenzamos a platicar como si hubiéramos dejado una charla interrumpida el día anterior. Más yo que ella, pero parece no importarle. Me escucha atenta, comprensiva, emocionándose o conmoviéndose a la par de lo que le cuento. Intercala entre mis pausas algún breve comentario, tierno y certero. En otras, un silencio empático, solidario, que me lleva a detener mis ojos en los suyos, y hablarnos unos instantes sin que medie palabra alguna. Al poco rato termina una de mis manos entre las suyas, suficiente para transmitirme la paz que me andaba faltando de semanas atrás. «Hay muchos que te queremos», me dice al tiempo que presionan con firmeza sus manos a la mía. Y lo sé. En mi ensimismamiento lo dejo de sentir, como si el corazón debiera estar siempre sintiendo. Tal vez, como dice un cantautor español: aquel que sólo busca intensidad está perdido / perdido porque la pasión se acaba y no hay vacuna.
Pero verla es distinguir de nueva esa luz que extrañan mis pupilas, es sacudir un poco las emociones que vengo arrastrando, es escuchar una voz que me ha acompañado en las buenas y las malas desde hace quince años cuando, sin esperarlo, entró en mi habitación del hospital con sus ojos grandes y brillantes, su sonrisa que acentúa sus marcados pómulos, la animosidad y alegría que muestra siempre que nos encontramos. Aunque sean pocos los minutos, y aunque pasarán meses hasta que volvamos a vernos, es justo lo necesario para sabernos cercanos. Nos despedimos con un cariñoso abrazo. La acerco de nuevo para plantarle un beso en la mejilla, y decirle antes de partir Te quiero mucho. «Yo a ti», responde sonriendo. No hace falta más. Segundos después, mientras me alejo, pienso en la bendición que resulta ser querido así, por muchos, y la dicha de encontrar siempre una luz detrás de las sombras que a veces oscurecen el camino.