La cita

No están ustedes para saberlo pero hoy tuve una cita.

Desperté temprano, me bañé, y me apresuré con los quehaceres laborales de la mañana para no dejar pendiente alguno. Faltando una hora, salté a la silla y me peiné meticulosamente; lavado de dientes y loción completaron el ritual… ¡listo! A subir a la camioneta y salir de casa, ansioso.

Conforme recorría el camino hasta el lugar del encuentro, los nervios se iban apoderando de mí, que traté disipar echando un ojo en Twitter y leyendo las loas y reproches a la carrera de Zabludovsky, que hoy tuvo la suerte de pasar a ¿mejor? vida. En cuestión de minutos estaba ya ahí, buscando la calle exacta, el número exacto, y el lugar exacto donde estacionarme para bajar. En cuanto se detuvo la camioneta la observé por la ventana. Me esperaba ya en la puerta de su casa, que tenía abierta como velado gesto de recibimiento.

Bajé, crucé la calle y atravesé la pequeña cochera, hasta donde salió a recibirme para ayudarme a completar el trayecto. Imposible no apreciar sus bellos ojos, a pesar de la prisa del recibimiento y el entrar a su casa, con más precisión hasta su sala, donde luego de acomodarme ocupó el sofá más cercano a mí.

—Ahora, sí, con más calma. Hola, qué gusto conocerte.

—Hola, el gusto es mío. Seguro lo escuchas tres veces al día, pero qué bonitos ojos tienes -le digo mientras sonríe un poco, permitiéndome constatar que también es de linda sonrisa.

—Gracias… -hace una pausa para decirme, de manera relajada pero precisa: —Y cuéntame, ¿qué es lo te trae por aquí?

Y así, comenzamos a conversar. Hablé más de la cuenta, como suele pasarme. Me escuchó con mucha atención, como lo deseaba. Nos volveremos a ver, ¡qué maravilla! Cada viernes, de 2 a 3 de la tarde, hasta que me sienta curado.

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En tercera fila

Estaba ahí, sentadita en tercera fila. La vi cuando me dirigía a la mesa de panelistas. Pasé a su lado y la aprecié de reojo en su estrecho vestido azul marino, de escote breve pero suficiente para provocarme un suspiro que se alojó entre mis piernas.  Tuve que acelerar el paso y ocupar mi lugar.

Comenzó la presentación y el parloteo de los participantes. Mi único interés consistía en esquivar a las personas acomodadas en los primeros asientos, buscando discretamente contacto visual con ella. Mis esmeros resultaron inútiles, y el tiempo transcurrió veloz hasta llegar el momento de mi intervención.

Terminé de hablar y dirigí la mirada a la tercera fila. Sin encontrarla, a lejos la distinguí abandonando el auditorio, tomada de la cintura por su marido. Como otras noches me quedé con los aplausos, que cambiaría sin dudar por al menos saber su nombre. Lo demás, puedo escribirlo.

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Imagen: ismael villafranco

El guión, de Robert McKee

Como lo mencioné recientemente, estoy embarcado en la aventura de publicar mi primer libro, para lo cual recibí la invitación a leer EL GUIÓN de Robert McKee (Story, Substance, Structure, Style and the Principles of Screenwriting, 1997), misma que de inmediato tomé en cuenta. Dedicándole un promedio de 2 horas al día, me tomó poco más de una semana terminarlo porque rebasa las 340 páginas.

Confieso que es una de las mejores sugerencias que he recibido en cuanto a libros útiles se refiere, ya que, aún sin tomarme la tarea de llevar una recopilación de los consejos que señala, el cúmulo de recomendaciones compartidas por McKee -y la reiterada ejemplificación de las mismas citando guiones de una variedad de películas- permite abrir el panorama de los elementos necesarios para generar una estructura atractiva al destinatario de una obra literaria. La premisa sobre la que gira el discurso de McKee es considerar la escritura como el arte de contar una historia, y en la medida que alcance satisfactoriamente tal objetivo se podrá hablar de un guion o novela exitosa.

Dedicamos tanto tiempo a narrar y a escuchar historias como a dormir, e incluso entonces soñamos. ¿Por qué? ¿Por qué dedicamos una parte tan grande de nuestra vida a las historias? Porque, como dice el crítico Kenneth Burke, las historias nos aprovisionan para la vida.”

Y conforme avanzan las páginas, McKee nos va develando una serie de conceptos intrínsecos a los elementos básicos que deben componer toda historia y los principios del diseño narrativo (sustancia, incidente incitador, escenas, crisis, climas, resolución…), apoyándose en teorías y el trabajo de un vasto número de personajes desde Aristóteles hasta Ingmar Bergman, pasando por Shakespeare, Henry James y Alfred Hitchcock, por mencionar unos cuantos.

Imposible me resultó con el transcurrir de la lectura sospechar diferentes formas de organizar el contenido de mi libro para sacar provecho a las recomendaciones de McKee, percibiendo un tenue pero continuo brillo al vislumbrar un satisfactorio resultado mediante su empleo, y “se me queman los dedos” por comenzar a implementarlas, y mejor aún, incluirlas en mi bagaje técnico para el posterior desarrollo de mis escritos.

La cebra que extravió su mantarraya

Aquel caballo era diferente a todos. Y no me refiero a su aspecto: su crin, cascos, lomo, flancos y cola lo volvían idéntico a cualquier otro caballo que hubieras visto. Pero su manera de andar y comportarse dejaba mucho de desear del comportamiento habitual de un jamelgo. Apartado del resto de la tropilla que tenía como residencia los amplios terrenos del hacendado más rico de la región, su actitud huraña le volvía blanco favorito de las burlas de los corceles más broncos.

-¿Quién te crees tú para ignorarnos, eh? -Solían increparle con frecuencia, pregunta que eludía no con la facilidad deseada al verse rodeado por varios potros de mayor envergadura que la suya, altivos al saberse los preferidos por los hijos del patrón para realizar cabalgatas en los caminos aledaños a las tierras de su padre. -No me creo nadie -respondía- pero no terminan de entenderme que no soy como ustedes: soy una cebra, sólo que he extraviado mi mantarraya-. Lo anterior hacía soltar tremendos relinchos de hilaridad a los presentes, que terminaban por alejarse de él entre burlas y comentarios soeces. -Vaya complejo de superioridad, ¡si en su vida ha visto una cebra y se cree poco menos que el rey de la selva!-.

Lo anterior no lo aminalaba, y si bien no se acostumbraba al acoso de sus compañeros de destino, tampoco le mermaba su firme convicción de que él no pertenecía a la misma especie aún compartiendo rasgos tan similares. Si la vida lo tenía ahí bien podía deberse a un error geográfico de las cigüeñas de la estepa africana, o, como solía explicárselo, a que en un algún momento de su historia, deliberada o inconscientemente, había extraviado la mantarraya que le ayudaba a identificarse como miembro de la familia Equus quagga y no al convencional caballo venido a menos desde su domesticación por el Homo sapiens centenares de generaciones atrás. En cambio, la pregunta que sí solía llenarle de tormentos era cómo volvería a recuperar tal status.

¿Te han pasado cosas extraordinarias e inesperadas? Entonces podrás comprender la sensación de entusiasmo desbordante que llenó a nuestro amigo cuando una día como cualquier otro que deambulaba solitario por los límites de la hacienda con el camino que llevaba hasta el centro del pueblo vio pasar frente a sus ojos el recorrido de una caravana circense, que con bombos y platillos anunciaba su llegada e instalación durante un par de semanas en las inmediaciones para beneplácito de los lugareños. Pero lo que verdaderamente le provocó un subidón de adrenalina (o su equivalente para la raza en cuestión) fue el observar entre los carruajes que exhibían a los animales que formaban parte del espectáculo a una pareja de esbeltas cebras de reluciente estampado rayado. A lo largo de su vida nunca había tomado una decisión arrebatada, probablemente porque no había estado en situación de hacerlo, pero en este instante un súbito ímpetu se instaló en su corazón y circuló por su torrente sanguíneo obligándole a retirarse unos cuantos pasos hacia atrás de la cerca, los necesarios para tomar el impulso suficiente para brincarla de un salto, quedar libre, y unirse a la caravana a unos cuantos metros de distancia.

¿Qué le depararía de ahora en adelante? No lo sabremos. Yo mismo jamás volví a saber de él. Pero cuando alguien persevera en sus ilusiones y hace lo necesario para volverlas realidad está muy cerca de alcanzar la felicidad, y estoy con plenitud convencido que la cebra aún habiendo perdido su mantarraya ahora es inmensamente feliz.

Las 4 y 10

«Fue en ese cine, ¿te acuerdas?, en una mañana, Al este del Edén…», le resultó imposible evocar aquel momento mágico en el que, aprovechando un descuido de ella, le robó tremendo beso que luego de ser correspondido los invitó a abandonar la sala de proyecciones para continuar su entusiasta intercambio de caricias en un callejón contiguo. 14 años después el recuerdo permanecía vivo: el frío que sintieron en sus rostros luego de la intempestiva salida aquella mañana de enero de 1956 para ser detenidos brevemente por un inspector que prepotente les requirió sus carnets de identidad, el estrechar de sus manos mientras corrían algunos metros en dirección al espacio que les alejara por algunos instantes de los demás, sentir los abrazos apasionados calentándoles la sangre y olvidando de momento las difíciles circunstancias por las que atravesaba por esas fechas su país. ¿Qué podía importar si se tenían para ellos? Un par de semanas antes habían coincidido en una de tantas reuniones clandestinas organizadas furtivamente por el ala socialista más provocadora de la sociedad de alumnos de su universidad, y fue inevitable para él buscar toparse con ella accidentalmente al finalizar la misma para dirigirle la tan poco convincente pregunta de «¿Nos hemos visto en alguna otra parte?» que ella respondió con una brevísima pero alegre carcajada. Aceptó ser acompañada hasta donde tomaría el autobús que la llevaría a su casa y dejaron al destino la oportunidad de volver a verse, así que esa mañana que se volvían a encontrar en la entrada de un cineclub cercano a su Universidad se consideraron los jóvenes más afortunados de Madrid.

Viendo interrumpido su intercambio de cariño por un viejo más cascarrabias que Franco quien los increpó a gritos, salieron disparados de ahí y atravesando la calle decidieron verse de nuevo un par de horas más tarde, tiempo suficiente para que ella acudiera por unos libros a una biblioteca cercana y él cumpliera con su fastidiosa clase de francés. La heladería de la esquina resultaba el lugar ideal para la cita y se despidieron con un pronunciado beso que no podría envidiar en absoluto al más candente entre Rhett Butler y Scarlett O’Hara. Transcurrido ese tiempo, ella lo esperó más de hora y media en lo que devoraba las páginas de La peste de Camús, novela que había sacado a préstamo, lo que le impidió enterarse que la Universidad había sido asaltada por el ejército para sofocar cualquier intento de revuelta promovido por las células socialistas que en ella se albergaban; y él, había sido detenido injustamente y llevado a prisión con otros tantos estudiantes donde pasaron 48 horas incomunicados. No volverían a verse hasta esa tarde de 1970 que sin esperarlo se cruzaron mientras ella aprovechaba su receso laboral para comer y antes de volver en punto de las 4 de la tarde al almacén donde trabajaba. Entre prisas, nostalgia, y un escueto beso, volvieron a despedirse.

 

Luis Eduardo Aute (1943-2020)