En tercera fila

Estaba ahí, sentadita en tercera fila. La vi cuando me dirigía a la mesa de panelistas. Pasé a su lado y la aprecié de reojo en su estrecho vestido azul marino, de escote breve pero suficiente para provocarme un suspiro que se alojó entre mis piernas.  Tuve que acelerar el paso y ocupar mi lugar.

Comenzó la presentación y el parloteo de los participantes. Mi único interés consistía en esquivar a las personas acomodadas en los primeros asientos, buscando discretamente contacto visual con ella. Mis esmeros resultaron inútiles, y el tiempo transcurrió veloz hasta llegar el momento de mi intervención.

Terminé de hablar y dirigí la mirada a la tercera fila. Sin encontrarla, a lejos la distinguí abandonando el auditorio, tomada de la cintura por su marido. Como otras noches me quedé con los aplausos, que cambiaría sin dudar por al menos saber su nombre. Lo demás, puedo escribirlo.

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Imagen: ismael villafranco

El Jarrón Chino

«Te recomiendo entrar por la última calle; si te pasas puedes regresarte en la avenida principal». Fueron las últimas palabras que escuché de Mark, en esa llamada que hice para avisarle que me dirigía a su casa a recoger el valioso jarrón de porcelana chino que había encontrado en casa de su abuela, muerta recientemente, que por fin y después de dos años de insistencia se había animado a venderme.

Pero parece que alguien más estaba interesado en tenerlo. No necesité de mucho para darme cuenta que algo no andaba bien cuando aprecié quebrada la ventana frontal de su casa. En el intento por no dejar que robaran su costosa pertenencia seguramente forcejeó con el ladrón, que no tuvo más remedio que empujarlo contra la ventana para deshacerse de él, corriendo con la mala fortuna de encajarse una forja de hierro que servía de fatídico adorno.

Curiosamente la cerradura de la puerta no estaba forzada, lo que me hizo pensar que fue alguien allegado o al menos conocido por Mark quien había cometido semejante ultraje. No habían pasado ni 15 minutos desde que terminamos la llamada telefónica, por lo que incluso era posible que el ladrón estuviera con él en la habitación y se enteró de sus planes de venderme el jarrón por la cantidad de 50,000 dólares, que mantenía con celo en un compartimento secreto de mi auto.

Pero entonces al perpetrador no le interesaba el dinero, pues habría aprovechado el momento en que se lo entregara para liquidarlo. ¿Acaso el jarrón valía más de lo que consideraba pagar por él? Mis contactos en el mercado negro me indicaron el costo de la pieza en no mayor a los 70,000 dólares, por lo que adquirirlo en 20,000 menos de su posible valor despertó más mi interés por adquirirlo para enriquecer mi excéntrica colección. Si bien con la incómoda sensación de haber perdido tan codiciado objeto, lo que ahora ocupaba mi atención era limpiar las huellas digitales que había dejado en la manija de la puerta al entrar, y alejarme del lugar para luego llamar a la policía y enterarlos de mi descubrimiento.

Estaba por abandonar el lugar cuando un reluciente brillo que atravesó la habitación principal me hizo voltear hacia la parte posterior de la casa, para encontrarme cruzando la mirada con la de una anciana que, sigilosa y agazapada tras un sofá, abrazaba con toda la fragilidad de su existencia el preciado jarrón. Me acerqué con la mayor de las cautelas, esperando que mi atrevimiento no le hiciera levantarse súbitamente y con ello soltar por los aires el tesoro que llevaba entre sus brazos. Después de los primeros pasos me percaté que no era muy aguzada de vista pues no se manifestaba indicio alguno de haberse percatado de mi presencia.

Ya más cerca comencé a percibir un ligero murmullo navegando entre el silencio sepulcral de la habitación. «¿Por qué lo querías vender, hijo, por qué?», palabras que salían repentina y repetidamente de la boca de la anciana y que me bañaban de escalofríos tras cada pronunciación. Regresé mis pasos con sigilo y después de salir del sitio me prometí jamás hablar de lo que pasó, hasta hoy.

*Publicado en Escrito Semanal Semana 38 2013*

Si se puede pensar, se puede escribir

No siempre se tiene tiempo para escribir, sin embargo, ello no significa que no se desee hacerlo, o incluso por curioso que resulte, que no se escriba.

Muchas veces escribimos también con la voz, con la mirada, con los gestos y abrazos, con el silencio. Escribimos en el aire, en la espalda de nuestros seres queridos, en esa llamada telefónica con el amigo que teníamos mucho de no escuchar, en ese amplio espacio que divide a dos personas cuando prefieren permanecer calladas en vez de afrontar sus diferencias.

Escarbo en mi pasado y no recuerdo cuando fue la primera vez que escribí. Seguramente fue en alguna de las paredes de la primera casa que tuvieron mis padres, aprovechando uno de tantos lápices o plumas con los que contaba mi madre por el oficio que desempeñaba, maestra. Reconstruyo en la mente tal imagen y me es inevitable evocar las pinturas rupestres en Altamira, y él como nuestros ancestros desde épocas antiquísimas también tuvieron ese anhelo de dejar registro de sus aventuras, en ese entonces limitadas a la caza y protección contra los depredadores. En mi caso (como el de muchos), y varios milenios después, dicha necesidad se vio secuestrada por una madre afanosa que con agua, jabón y estropajo se esmeraba en recuperar la pulcritud de las paredes de su hogar.

30 años después ya no rayoneo, pero mantengo esa efervescencia tanto en mis manos como en mi boca por expresarme, el cosquilleo por volcar, ahora en el teclado, aquellas cosas que pienso, que imagino, que deduzco e incluso que deseo. Porque si se puede pensar, se puede escribir. ¿Qué esperas?

Porque un amigo nunca se va

Nos educan para ser productores y consumidores, no para ser hombres libres.»

José Luis Sampedro (1917-2013)

Canta Alberto Cortez: Cuando un amigo se va…; pero creo que se equivoca porque un amigo nunca se va aunque ya no esté presente. Permanece en el recuerdo que albergamos de él, en los improperios y muletillas que empleaba, en los gestos y miradas que lo identificaban, en el eco de sus carcajadas, en la sentencia en la que se ha transformado su voz.

Así que de este año en adelante, cada 9 de abril tendremos el perfecto pretexto para saber que sigue entre nosotros José Luis Sampedro, quien sin conocernos nos quiso, que sin conocerle le querrán, porque la sabiduría y humildad vuelven a cualquier hombre digno de admiración y aprecio. Ahora soy yo quien me equivoco, pues Sampedro no fue cualquier hombre: con su palabra convenció y con su ejemplo arrasó, y aún con su edad y las necedades que la vida nos lleva a acumular no claudicó en su empeño por educar en la libertad.

Sea tu muerte, José Luis, estímulo para seguir tu ejemplo, semilla que cae en tierra fértil y hambrienta de -al igual que tú- abogar por un mundo más humano. Si cada uno de los que lo habitamos despertáramos con la vehemente intención de biendecir una parte de él, podríamos sentirnos tranquilos del futuro que heredaremos a nuestros descendientes.

La cebra que extravió su mantarraya

Aquel caballo era diferente a todos. Y no me refiero a su aspecto: su crin, cascos, lomo, flancos y cola lo volvían idéntico a cualquier otro caballo que hubieras visto. Pero su manera de andar y comportarse dejaba mucho de desear del comportamiento habitual de un jamelgo. Apartado del resto de la tropilla que tenía como residencia los amplios terrenos del hacendado más rico de la región, su actitud huraña le volvía blanco favorito de las burlas de los corceles más broncos.

-¿Quién te crees tú para ignorarnos, eh? -Solían increparle con frecuencia, pregunta que eludía no con la facilidad deseada al verse rodeado por varios potros de mayor envergadura que la suya, altivos al saberse los preferidos por los hijos del patrón para realizar cabalgatas en los caminos aledaños a las tierras de su padre. -No me creo nadie -respondía- pero no terminan de entenderme que no soy como ustedes: soy una cebra, sólo que he extraviado mi mantarraya-. Lo anterior hacía soltar tremendos relinchos de hilaridad a los presentes, que terminaban por alejarse de él entre burlas y comentarios soeces. -Vaya complejo de superioridad, ¡si en su vida ha visto una cebra y se cree poco menos que el rey de la selva!-.

Lo anterior no lo aminalaba, y si bien no se acostumbraba al acoso de sus compañeros de destino, tampoco le mermaba su firme convicción de que él no pertenecía a la misma especie aún compartiendo rasgos tan similares. Si la vida lo tenía ahí bien podía deberse a un error geográfico de las cigüeñas de la estepa africana, o, como solía explicárselo, a que en un algún momento de su historia, deliberada o inconscientemente, había extraviado la mantarraya que le ayudaba a identificarse como miembro de la familia Equus quagga y no al convencional caballo venido a menos desde su domesticación por el Homo sapiens centenares de generaciones atrás. En cambio, la pregunta que sí solía llenarle de tormentos era cómo volvería a recuperar tal status.

¿Te han pasado cosas extraordinarias e inesperadas? Entonces podrás comprender la sensación de entusiasmo desbordante que llenó a nuestro amigo cuando una día como cualquier otro que deambulaba solitario por los límites de la hacienda con el camino que llevaba hasta el centro del pueblo vio pasar frente a sus ojos el recorrido de una caravana circense, que con bombos y platillos anunciaba su llegada e instalación durante un par de semanas en las inmediaciones para beneplácito de los lugareños. Pero lo que verdaderamente le provocó un subidón de adrenalina (o su equivalente para la raza en cuestión) fue el observar entre los carruajes que exhibían a los animales que formaban parte del espectáculo a una pareja de esbeltas cebras de reluciente estampado rayado. A lo largo de su vida nunca había tomado una decisión arrebatada, probablemente porque no había estado en situación de hacerlo, pero en este instante un súbito ímpetu se instaló en su corazón y circuló por su torrente sanguíneo obligándole a retirarse unos cuantos pasos hacia atrás de la cerca, los necesarios para tomar el impulso suficiente para brincarla de un salto, quedar libre, y unirse a la caravana a unos cuantos metros de distancia.

¿Qué le depararía de ahora en adelante? No lo sabremos. Yo mismo jamás volví a saber de él. Pero cuando alguien persevera en sus ilusiones y hace lo necesario para volverlas realidad está muy cerca de alcanzar la felicidad, y estoy con plenitud convencido que la cebra aún habiendo perdido su mantarraya ahora es inmensamente feliz.