El viaje del elefante, de José Saramago

Otro de mis escritores favoritos, de quien a su estilo estoy prendido pese a sus detractores, es invariablemente José Saramago, y haciéndole justicia me aboqué a la lectura de EL VIAJE DEL ELEFANTE (A Viagem do Elefante), penúltima novela que tuvo oportunidad de publicar antes de su deceso hace un par de años.

El viaje del elefante (2008) narra la odisea atravesada por Salomón, elefante que a mediados del siglo XVI fue trasladado desde Lisboa hasta Viena por haberse convertido en singular regalo del rey Juan III a su primo Maximiliano, archiduque de Austria. El paquidermo es guiado por Subhro, cornaca que llegó con él desde la India, y del que sus acciones y pensamientos en buena medida se ocupa el relato.

Si bien me tomó cinco tardes terminar con él -y esperando no depositar sobre mí alguna lapidaria condena- me resultó una narración aproximada a la monotonía y que ya comenzada no consigue mantener activo el «factor asombro». Dicho en otras palabras, no sería la obra de Saramago con la que invitara a alguien a iniciarse en su lectura a temor de provocarle una decepción, cosa que sí haría, por ejemplo, con La caverna.

Para terminar, y como dato anecdótico, buena parte del documental José y Pilar (2010) fue filmado durante el período en el que Saramago estaba sumido en la escritura de este libro, y resulta una curiosa manera de conocer un poco tras bambalinas el proceso creativo del portugués avecinado en Lanzarote, por ejemplo, su disciplinada consigna de escribir diariamente dos páginas de la obra, de la que comparto un breve fragmento.

Tienen razón los escépticos cuando afirman que la historia de la humanidad es una interminable sucesión de ocasiones perdidas. Afortunadamente, gracias a la inagotable generosidad de la imaginación, vamos supliendo faltas, llenando las lagunas lo mejor que se puede, abriendo paso entre callejones sin salida y que sin salida seguirán, inventando llaves para abrir puertas huérfanas de cerraduras que nunca las tuvieron.

El país de las últimas cosas, de Paul Auster

Comencé el 2013 leyendo EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS (In the Country of Last Things), obra de escritor norteamericano Paul Auster, relato en prosa donde el autor, en palabras de Anna Blume a su novio mediante una larga misiva que posiblemente no alcanzará al destinatario, nos pone al tanto de lo que está sucediendo en una ciudad sumida en el caos ante la súbita desaparición de las cosas, y con ellas, de la vida.

El libro fue publicado en 1987, si bien se encuentra entre los primeros ejercicios literarios de Auster durante la década de los 70s. Como el autor lo ha confesado, un par de autores que tuvieron un gran impacto en su vida son Kafka y Beckett, y es posible precisamente apreciar rasgos de resignado existencialismo kafkiano en el relato, si bien en todo momento la protagonista mantiene cierto atisbo de esperanza al punto de emprender la aventura de escribir sus memorias.

Su lectura me resultó agil, bastándome cuatro tardes para consumirlo, y resulta un buen conducto para acercarse a la obra de tan prolífico personaje como resulta Auster, quien no ha escatimado en experimentar tanto diversos estilos literarios como el incursionar en diversos ámbitos, incluso la dirección cinematográfica con guiones de su autoría. Comparto a continuación un breve extracto muy ilustrativo del matiz de la novela.

Tal vez el mayor problema sea que la vida, tal como la conocíamos, ha dejado de existir pero, aun así, nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevenido en su lugar. A aquellos de nosotros que nacimos en otro lugar, o que te­nemos la edad suficiente como para recordar un mundo distinto de éste, el mero hecho de sobrevivir de un día para el otro nos cuesta un enorme esfuerzo.

Vivir adrede, de Mario Benedetti

Después de varios años -no exagero- sin haber tenido entre mis manos o delante de mis ojos un «libro de literatura» terminé el 2012 retomando el hábito de la lectura a través de uno de mis escritores predilectos, Mario Benedetti, y una de sus obras que tenía ya algunos meses en la mira: VIVIR ADREDE.

Vivir adrede es una colección de breves ensayos (107) y frases reflexivas, catárticas o meramente lúdicas del poeta y escritor uruguayo publicada en 2007. Imagino de esas obras que ven la luz por «compromisos editoriales» y, en caso de haber sido así no desmerita en absoluto, pues si bien queda muy lejano a considerarse de entre lo mejor de la pluma de Mario, lo tenemos disponible para disfrutarse en pequeñas dosis mediante las cuales nos coloca más de una ocasión en jaque, disertación o simplemente de buen humor, como es el caso del ensayo titulado «Ascensor».

La avidez con la que retomé el gusto por leer me hizo despacharme la obra en cuatro tardes, resultándome tan digerible y ameno que lo recomiendo ampliamente a aquellos alejados de la lectura o deseen conocer la prosa de Benedetti (su poesía prescinde de cualquier presentación) sin adentrarse en la fogosidad de La tregua o Primavera con esquina rota. Comparto a continuación un extracto de «De palabra en palabra», uno de los ensayos que me resultó cautivador.

Uno de los trayectos más estimulantes de esta vida es el tránsito por el idioma. El pensamiento avanza de palabra en palabra. Es una senda llena de sorpresas y algunas veces totalmente inédita. Y cuando pasa a ser sonido, cuando cada vocablo coincide al fin con la voz que lo espera, entonces lo normal se convierte en milagro. Paso a paso, sílaba a sílaba, el idioma pasa a ser una revelación. Y qué placer cuando un prójimo cualquiera sale a nuestro encuentro, paso a paso también, sílaba a sílaba, y su palabra se abraza con la nuestra. Las maravillas y las impurezas emergen repentinamente del olvido y se introducen sin permiso en nuestro asombro. Gracias al idioma, sobrevivimos. Porque somos palabra, quién lo duda. El lenguaje es una bolsa de ideas, una metafísica que no tiene reglas, una propuesta que cada día es distinta. Al flanco de los cedros y los pinos crecen los nombres y las flores, porque el lenguaje es también un jardín.

Inquietud

«Hasta yo me canso de hacer protagónicos», declaraba aquella tarde Leonardo DiCaprio, «…tanto que he decidido tomarme un descanso». La noticia no tomaba por sorpresa a muchos, menos luego del arduo trabajo al que se había sometido el actor filmando tres películas durante el último año. Peculiarmente en una de ellas no ocupando el papel principal, algo que no sucedía desde 1993 en What’s Eating Gilbert Grape. Desde entonces, con mayor o menor éxito, para todo proyecto en el que se embarcaba había sido convocado a interpretar el rol estelar, pudiendo contar con sus actuaciones en The Basketball Diaries, Romeo + Juliet, Titanic, The Man in the Iron Mask, The Beach, Gangs of New York, Catch Me If You Can, The Aviator, The Departed, Blood Diamond, Body of Lies, Revolutionary Road, Shutter Island, Inception y J. Edgar. ¿Había topado con su techo de cristal? Aunque le angustiaba hacerse esa pregunta, había decidido evadirlo de momento comprometiéndose de lleno con las causas altruistas a las que tenía varios años apoyando y que resultaban la manera de anclar sus pies en la tierra para no volar por el cielo y reventar por la presión llegando a inconmensurables alturas como les había sucedido a tantos otros. Sin embargo, desde 2006 que viajó hasta Sierra Leona para la filmación de Blood Diamond y conoció en carne viva las carencias y sufrimientos que se atraviesan en aquella región del planeta se propuso salir del círculo de glamour y burbuja de cristal al que la súbita fama alcanzada nueve años antes con Titanic cual pieza de rompecabezas libre de albedrío lo había instaurado.

Lo anterior, por mencionar las causas medianamente razonables de sus inquietudes, pues muy en el fondo la vanidad establece su morada, y le llenaba de preocupación el asalto que a sus terrenos tenían ya algunos años haciendo actores guapos y talentosos como Ryan Gosling, Joseph Gordon-Levitt o Michael Fassbender, lo cual no era un asunto para tomarse a la ligera. ¿Tendría que considerarse ya relevado generacionalmente a sus 38 años? Algo que poco se atrevía a ventilar es que después de protagonizar a Howard Hughes en The Aviator y verse sometido a una intensa carga de trabajo para conseguir la caracterización más adecuada al papel, había quedado resentido de los nervios. De hecho se vio en la necesidad de pasar, después de la no menos intensa gira de exhibición de la cinta, recluido un par de meses en una reconocida, además de carísima, clínica de recuperación psicológica en Melbourne, famosa por ser el refugio ideal para personalidades a nivel internacional que atravesaban por situaciones parecidas a la de DiCaprio. Sólo para dimensionar, cada día de estancia en este especializado centro tenía un costo de 4,000 dólares. Y desde 2005 a la fecha acostumbraba pasar un par de semanas al año en dicho lugar como parte de una terapia de purificación emocional, como solía denominarlo. «Vuelvo pronto, no me extrañen, y si no me reconocen síganme queriendo igual», acostumbraba decir a sus más cercanos al momento de salir, y esa tarde, después de la conferencia de prensa para anunciar su temporal descanso de los sets, marcó en su teléfono el tercer número agendado en la letra «M», preguntando sin mayor dilación a la persona que contestó al otro lado de la línea: «¿Qué tal doc, tiene espacio para un paciente más?».

Desaparición

«Debo darme prisa», se repetía con insistencia desde hacía un par de horas, momentos después de haber apuñalado a su compañero de trabajo por una discusión trivial sobre el resultado de un partido de fútbol a celebrarse dentro de dos días. Si no conseguía deshacerse del cuerpo antes de las 6 de la mañana en la que se diera el relevo de guardia en su zona laboral sería irremediablemente descubierto. Pero, ¿cómo «desaparecer» a un ser humano de 1.85 metros de altura y casi 100 kilogramos de peso sin dejar el menor de los rastros, y además, sin abandonar la fábrica en la que trabajaba como velador? De inmediato se le vino una macabra idea a la mente, recordando uno de los capítulos de la serie de televisión Breaking Bad: disolverlo en ácido para posteriormente arrojar sus restos por el drenaje. Por fortuna contaba con la llave de una de las bodegas donde se almacenaban productos peligrosos, así que no resultaría tan complicado hacerse de la materia prima necesaria para tal acto de desaparición. Luego de ir hasta ella para retirar un de par de cubetas de ácido, material empleado en la fábrica en abundantes cantidades para el pulido perfecto de los cilindros metálicos que producían, se dirigió hasta los basureros para desocupar algún tambo de plástico en el cual colocar el cadáver con el fin de proceder a su desintegración. «Pinches cosas que aprende uno en la televisión», no podía sino pronunciar entre incrédulo pero a la vez animado por conseguir salir impune de su flagrante si bien no intencionado crimen. La parte más difícil llegó cuando luego de arrastrar el cuerpo de su compañero hasta una alcantarilla en uno de los rincones menos transitados de la fábrica en la cual vertería los desechos, se percató que por la dimensiones del recipiente a usar se vería en la necesidad de desmembrar el cuerpo, más el apresuramiento al que estaba sometido no le permitió perder tiempo para dirigirse hasta el cuarto de herramientas y extraer un serrucho con el cual pudiera dar paso a tal acción, que concretada, le permitió ahora sí llevar a cabo el penúltimo movimiento de su plan maestro. El ácido no tomó más de 30 minutos en llevar a cabo su tarea, mismos que aprovechó para tomar una siesta, pues vaya que el ajetreo y cansancio que la inusitada labor que estaba efectuando la demandaba. Luego de verter los restos del asesinado por la coladera roció sobre ella abundante agua con una manguera, aprovechando también para lavar el tambo y colocarlo de nuevo en su lugar, al igual que el serrucho. Siendo las 5:58 am se acercó hasta la puerta de salida, tomó su tarjeta y la marcó en el reloj checador. Una jornada más de trabajo había terminado.

* Colaboración para la Semana 3 en escritosemanal.com.